ZUMBIDO, de Juan Sebastián Cárdenas

ESTE OTRO RUMOR

 

 

Cuando leemos que la luz es vibración, que su frecuencia es mucho más rápida que todas las cosas del mundo y que por eso –a pesar de nuestra pesadez cotidiana– vamos siempre en busca de calor y claridad nosotros, los insectos como las plantas, levantamos la mirada del libro, de la revista, de la pantalla hacia la ventana por donde se extiende el detalle iluminado del día y refutamos la posibilidad de la abstracción. Yo no entiendo qué es frecuencia y qué es rapidez hasta que tengo que venir repetidas veces a la sala de la biblioteca donde escribo esto –la luz hace el día, los días las semanas, los años una biografía–, hasta que tengo que apurarme en anotar esto antes de que se me olvide y, mientras las teclas se suceden, creo que me estoy quedando atrás y me detengo. Por la ventana observo la calle, un árbol. Pasa un auto y otro. Me distrae el ruido de la luz cenital que está encendida en esta sala, hay alguien que tose, pasos en la alfombra. Me suena la guata. El ruido de la luz, ¿es parte de su vibración? Una luz suena si un sonido se ilumina, no hay día sin noche y sin embargo el día y la noche nunca se encuentran. ¿Por dónde oigo el ruido de mi propio cuerpo? «Era casi obscena su manera de no tocarme», puntualiza el narrador en el segundo párrafo de Zumbido, y este énfasis en que él y ella se atraen tanto como se repelen marca el principio de indagación que la novela de Juan Sebastián Cárdenas va ensayando sobre la posibilidad de encontrar –ver y palpar, dejar de ver y dejar de palpar– los límites de esta corpórea experiencia abstracta que es la lectura, la escritura literaria. La primera página de esta indagación describe una «comunión intensísima» que el cuerpo del hombre y el de la mujer establecen en la sala de espera del hospital, abatidos, encorvados, resoplando por el calor húmedo; esta intensidad no se establece por la noticia de que la hermana de él ha muerto –corte biográfico que ella no conoce–, sino en la tensión de dos complejos de músculos, huesos y humores cerrados por pieles que se acercan y vibran en frecuencias parecidas pese a sus distintas conformaciones químicas. El aliento de ella a él lo asquea, él suda tanto que debe oler mal. No tienen ningún vínculo social en común, cuando hablan no se entienden. Y sin embargo entre ellos surge esta «comunión intensísima». El resto de la novela quiere probar si eso inexplicable puede disolverse por efecto de las expectativas de entendimiento en el lenguaje, por el remanente de historia, significado, afecto y esclarecimiento que queda en una frase de manera parecida al ritmo que uno cree oír, que adivina o que crea a partir del ruido constante y leve de una lámpara en la biblioteca. Cuando él y ella se despiertan en medio de la noche en esa habitación de hotel, sus diálogos y las descripciones de sus actos arman y desarman en cada frase la espera de que se toquen según se espera de un hombre y una mujer en cierta noche húmeda de hotel, como el ruido de una maquinaria desarma la armonía vocal justo antes de que sea integrado en la música, como la consideración de la torpeza acerca la posibilidad de que una coreografía no sea esquema de un arte dancístico sino baile entre desconocidos que se mueven al unísono ante cualquier rumor, incluso si nunca antes se han visto. En su narración, Zumbido colma de gestos equívocos –con la huella física, corporal, humorosa que queda en las palabras– esta distancia platónica que un libro limpio y bien impreso, una pantalla con su luz tan blanca y quieta quiere establecer con su lector, conmigo, con quien justamente no busca otra cortesía literaria que una iluminación ruidosa, un silencio opaco en el cual escucharse distinto porque es otra persona.
           Se trata del silencio opaco de la muerte. De la iluminación ruidosa que se burla de la muerte, de la propia muerte como si fuera la de otra persona. Zumbido se incluye en la tradición de la escritura funeraria que, de La Ilíada a Las coplas a la muerte de mi padre, de La antología de Spoon River a La muerte de Artemio Cruz y Plataforma, empieza en un lecho de muerte con la promesa elegíaca de contar las hazañas y hacer perdurar el cantar, la biografía y la memoria de un cadáver a costa del murmullo de millones de árboles que entregan su celulosa al papel. Pero esta novela se vuelve un comentario crítico a tal tradición cuando elige ser leída a partir de la elegía funeraria más relevante para nuestros días de conflicto y velo musulmán, El extranjero; no a partir de la rabia ni la angustia insoportable por la muerte del padre en las páginas de Camus, sino desde el distanciamiento cruel de lo que palpita chorreante cuando la inercia culebrea hasta en el músculo de lo más querido, ese cuerpo que encarnaba la vida y que con su ausencia vuelve lo vivo una abstracción y una abstracción propia, una presencia inaprensible igual que la luz, que el ruido que lo hace a uno ser hablado desde lejos: desde la burocracia de Sevilla y Madrid en 1524 siguen diciendo los nombres de innumerables pueblos y ciudades que hoy se montan, en la llamada América, sobre montones de cuerpos sin cripta ni túmulo, sin escritura que los recuerde y que apisonamos con nuestros zapateos frente a los árboles cortados en páginas. Cierta historia que sucede en una innombrada ciudad caribeña –la de Zumbido– sólo puede ser contada por sus miembros, con los miembros. Cierta historia de la llamada Latinoamérica, entonces, sólo podría hacerse por la acumulación de experiencias sensuales con que deformamos las palabras aquí, ahora; por ejemplo, señala Juan Sebastián Cárdenas, estos miembros de una ciudad caribeña, cadenciosa y dividida, vasta y local, popular y elitista, contenida y ebullente hablan pero no se entienden en su lengua seca, llana, explosiva, que imagina un lugar al cual pertenece, porque que sólo pueden entenderse desde fuera del cuerpo, en el zumbido de la vela de una carabela contra el viento, con el pulso de una máquina que examina a un enfermo, por la monotonía de un respirador artificial y el ventilador de este computador donde finjo escribir a mano para volcarme en esta nota tal como leí la novela, encorvado de perplejidad.
            Él y ella, protagonistas de una novela sin historia, sólo se comunican en su deseo hediondo, ruidoso, equívoco. Las palabras para ellos son objetos que pueden cortar si no se usan adecuadamente. Y cortan la página, corta su borde, nos cortan el diálogo comprensible. Pero por qué no se puede confiar en cualquier tipo de comunicación física en una novela, incluida la docilidad con que el perro gris se acerca al personaje antes de atacarlo y los gestos de veterinario con que el viejo hombre albino le cura las heridas. Porque el perro doméstico no es dócil, porque resulta que el hombre albino es negro, y en su sonrisa permanente, en su mímica confiada, en su capacidad de guiarlos a él y a ella por la ciudad anónima hasta que encuentran alimento reside un enigma: ¿por qué si la palabra castellana nos viene traicionando desde la primera vez que la hablamos no nos hallamos en otro idioma, y el cuerpo –incomprensible– se nos ha vuelto una abstracción, una moda, una percha donde colgar la ropa y una pantalla para llenar con cortes y rojeces? ¿Por qué los lectores latinoamericanos no leemos Changó, el gran putas como la más extensa narración colombiana, y al decir novela negra en el Cono Sur no estamos refiriéndonos a eso que llamamos África, a la esclavización de sus habitantes y su mezcla en el Caribe, Brasil, Estados Unidos y otros lugares sin nombre, sino a detectives anglosajones o franceses que quieren encontrar a un culpable en la ciudad? Es el enigma de una narrativa que tiene que incluir el silbido de un pulmón pesado, lleno de polvo y polen, que no aspira a la gramática de Nebrija sino a arrancarse del calor, de su sudor congelado, de cada humor inmóvil, y simultáneamente a hacer bailar a sus personajes y escribir el sonido –no el ruido– de una carcajada más el corte, la iluminación y el movimiento de una pelvis sin tener que traducir desde una novela inglesa traducida en Barcelona: una narración que trabajó a la fuerza, sin paga y sin descanso, que se sabe perdida en los mapas y se extingue cada vez que pronuncia la palabra indio, no la historia de quienes nos aburrimos de hacer nada en nuestra encomienda; las páginas que quedan sin abrir porque no sabemos ya cómo usar estas manos y desde dónde soplar para quitarles el polvo de encima, porque se nos olvida –y contra eso se mueven los miembros de la iglesia de la Santa Panchita en Zumbido– que el tiempo sagrado es siempre viernes en la noche, cuando la lengua se cambia en alcohol, la súplica se vuelve canto y el lamento, lamido, y ojalá este viernes vayamos más allá del trabajo y del sexo que nos quieren imponer como fronteras norte y sur a través de luces cenitales que al mismo tiempo provienen desde atrás de la pantalla. «Pensé en la identidad como en una pequeña fortuna que me hubieran confiado desde niño, una cantidad que tendría que haber administrado hábilmente hasta el final de mis días y que yo había optado por malgastar hasta la bancarrota», descubre el narrador ante «el argumento de la muchacha cuya enfermedad resulta ser en realidad un enigma luminoso[,] o el argumento de la ciudad enferma donde la gente enferma se pierde en la enfermedad». Este diálogo y descripción en las páginas finales de Zumbido toma la forma de una viñeta sinóptica y sintética, una forma contemporánea visual y abierta a otros formatos que sin embargo, al incorporar el tercer término a la serie –sinóptica, sintética y sincrética–, nos descubre que bajo la tierra del bonsái hay un resumidero que nos lleva a un río de aguas cárdenas: la narración del mito de la Santa Panchita, que funda esta iglesia corpórea, se hace en base a tradiciones antiquísimas de pueblos sin escritura, grabadas en caset y luego dibujadas de oído por alguien que no sabe técnicas de dibujo artístico. La historia de una mujer que se opuso a sus patrones, encomenderos, conquistadores, empresarios, militares y administradores públicos es relatada acá como una fábula circense y maternal, también como un rumor inescribible, vergonzoso y seductor al mismo tiempo: dos cuerpos desconocidos se asquean y se desean mutuamente, escritura y lectura. No hay realismo, anécdota ni descripción periodística posible para ese encuentro: esta idea que tengo de una narración negra, india y blanca, enferma, muda y bailoteante, hambrienta, gorda y frágil es remedo de una utopía que he leído tantas veces en alguna biblioteca donde no logro encontrar el título del libro, una cinta rayada –parafraseo acá la solución del narrador de Zumbido– que no cuenta ya con aparato para reproducirla, pero sí con una escritura que incorpora a su ruido cada defecto de esto que maldecimos y también las toses, los amenes, los aplausos y los silencios de quienes acudimos a ese espectáculo. Es que acaso la lámpara cuando se apaga y se prende emite dos luces separadas, distintas entre sí, en cambio el silencio no se repite a sí mismo: el mismo silencio, siempre inaudible. Y el cuerpo, ¿es el sonido o el instrumento?

 

 


Zumbido. Juan Sebastián Cárdenas. Madrid: 451 Editores, 2010.