UN AÑO EN EL BUDISMO TIBETANO, de Sebastián Olivero

EL RELATO DE LA COMPASIÓN

 

Estoy meditando, digo pensando en el momento que la palabra meditar cambia su hondura en el habla cotidiana de quienes deambulamos por una ciudad de gente apretada, traspirando aunque con las manos frías, en apuro y sólo moviéndonos porque la multitud decide hacerlo. Iba a agregar también que la ciudad esta es occidental justamente cuando caigo en cuenta de que no lo es, de que no hay ni nunca ha habido otro Occidente que el último piso del palacio, el departamento más caro del edificio, el yate en alta mar, la mansión en la punta del cerro y el búnker campestre –lugares que antes de llegar a su esplendor se degradarán, según el sentido latino de occidere, oxidarse–, y que esos importantes sitios no pueden formar parte de ciudad alguna si pretenden ofrecer impunidad a sus habitantes. Esa necesidad de inclusión que nos hace querer sentirnos occidentales para que donde sea que estemos haya un mapa en nuestros pies y un teléfono a quien hablarle imagino que es parte del atávico impulso gregario que se opone a esa profundización del acto usual de meditar, traducido desde prácticas también de uso común entre quienes viven en esa idea floja de lo universalmente ajeno al occidere que llamamos Oriente –de oriri, lo que nace cada mañana. Creo que detenerse en una palabra, en su sonido y adentrarse en sus implicancias es otra manera de definir el acto de leer: contemplar la sucesión de palabras. Mirar bien el lenguaje, la lengua que alguien saca de su boca, babosa y colorada, sin enjuiciar de inmediato lo que haya ahí en relación a nosotros. En una de sus digresiones, el narrador de Un año en el budismo tibetano pone en evidencia que este ejercicio de profundización que es la lectura literaria vuelve falso el enfrentamiento de lo occidental con lo oriental: «hablo de un tipo de pasividad desconectada de cualquier problema y en consideración a todas las personas». La contemplación no se limita a quedarse observando cuando la voluntad no se define sólo como obediencia al deseo; la pasividad no es quietud, la sabiduría no es conocimiento; la iluminación no es la luz si la burguesía no es la aristocracia ni los pobres son los trabajadores; mediante estas confusiones tal vez sea posible hacer entender –con mayor urgencia que con largas frases de justificación de las propias acciones– cómo un carácter puede pasar desde la completa parálisis provocada por los prejuicios que delimitan e integran un ámbito social –en este caso, la escuela de literatura de una universidad privada chilena– al descubrimiento movilizador de que para encontrar su habla el individuo tiene que tomar distancia de la lengua que lo controla, incluso si su aprendizaje discursivo quiere ser espiritual en vez de social: «los cuicos elevan su conciencia, [en cambio] los pobres se salvan». Quizá sea cierto –quizá sea este el problema sin solución, no las aberraciones de escrúpulo socioeconómico– que el espacio de la conciencia es una construcción de individuo moderna; la causa, condición y resultado de la prosperidad industrial es este lugar íntimo, cerrado, donde puedo escribir, leer y sin embargo posibilitar que un libro como el de Sebastián Olivero trice los bordes del lugar discreto que es la página –que la clasifiquemos como una novela para que su ideal de espiritualidad sea parte de una ficción y, con ello, se vuelva suficientemente creíble para formar parte del discurso público–; que se siga rompiendo hacia los lados –hacia arriba– el discurso individual irónico para plantear de manera novedosa una distinta posibilidad de masa, de comunidad que integraría, cómo no, a los humanos en sus diferentes condiciones materiales, pero además y en un mismo nivel de importancia a cualquier tipo de animales, plantas, objetos inertes, aun la misma ausencia de los seres en forma de nostalgia, de remembranza o de tradición, incluidas las entidades sin otro cuerpo que los órganos de quien imagina y lee esto, de quien escribe. Toda lectura literaria actual, silenciosa, introspectiva en medio de las muchedumbres que nos apretujan y que hacen lo que quieren con nosotros en las ciudades contemporáneas sería parte de una disciplina esotérica –interior, personal, libre y comunicable sólo a otras personas iniciadas en el ensimismamiento– cuyo gesto básico sería la meditación en el lenguaje. Una nueva era –la Nueva Era– empieza cada mañana para quien establece un código distinto de comunicación con su entorno, un cambio privado que entraña la sensación física de que algo ha cambiado colectivamente, cuando se trata únicamente del establecimiento una vez más de una esfera inmaterial que paradójicamente trae consigo la posibilidad de una abstracción básica: yo soy el individuo, algo que no veo –medito en lo invisible y contemplo lo que está más allá de mi piel para palparlo– hace un corte entre los otros y esto que está acá; en ese momento empiezo a supurar un yo: yo soy el individuo. El humor, los humores, el juego, la paradoja son esas supuraciones; alergias, reacciones físicas para hacerse inmune a la reflexión despojada de sujeto, una primera defensa del cuerpo vivo ante eso abstracto que llamábamos la mente, ahora conciencia, después realidad universal. La playa de Santo Domingo donde el cojo narrador de Un año en el budismo tibetano no logra correr hacia las olas es la arena de Cachagua donde éste se queda bajo el quitasol viendo cómo los otros budistas liberan a los peces que se han pasado el día salvando en una zona de pesca, y es también un cerro selvático en Río Grande do Sul donde los aspirantes deben llevarle coca cola a los acalorados sabios para volver a otro balneario, el Balbec del niño Proust al que el narrador se obsesiona con entrar por medio de su lectura; en esos cuatro espacios mentales el descubrimiento, el éxtasis y la revelación se comunican por la ajenidad del propio cuerpo deslimitado con la limpieza de la tipografía en el papel; la distancia entre una frase como «puta hueón, la cagué» y otra como «monólogo interior proustiano» es ineludible, orgánica, un vínculo de extrañeza que se vuelve incesante, abarcador, omnipresente como un enfermo que supura el lenguaje en relación –en relato– con la muerte a través del pulso y el movimiento último de arrancar lo más vivo a la experiencia: «al otro día, cuando me acercaba a los tronos y vi Jigme Khyentse, olvidé la solemnidad y le sonreí levantando las cejas. Me miró fijamente durante un momento hasta que tuve que bajar los ojos: su mirada no la puedo describir, era indescifrable, y fue capaz de atravesar mi ego. No era intensa, ni despreocupada, ni enfocada, ni desafiante». Sin embargo, cuando un cuerpo se separa de la infinita serie de otros cuerpos que en el trasporte público lo tocan, lo sostienen, lo posibilitan, lo abarcan, lo empujan y lo paran, el habla única se hace lengua, y la lengua toma su lugar físico por un momento en el lenguaje, que detiene el paso hacia donde nos dirigimos sin paralizarnos; dejamos de envejecer con el personaje y nos acercamos a la posibilidad de una descripción efectiva del último vínculo material con todo lo demás que será la podredumbre en la tierra húmeda al leer en una novela latinoamericana contemporánea que «todo a mi alrededor parecía una manifestación única del aquí y ahora». El cuerpo del narrador queda suspendido en el momento de resolución de su relato: ya no importa su innumerable sucesión de deseos culposos por otros cuerpos que cruzan sus piernas, ya no las palabras que simulan diálogos budistas cuando sólo quieren ser invitaciones adolescentes a irnos a la cama, con las luces apagadas, esperando un chispazo sin palabras en que el cuerpo se expanda hacia todas partes en un placer sin órganos, sin lenguas ni ojos, sencillamente el hecho desnudo que escapa de todo deseo, voluntad y control. Así una voz ajena dentro de la propia creció; de la soberbia burlesca de su profesor universitario, de la lectura obligada y del prejuicio aprendido hizo algo que vino de sí mismo, lo puso por escrito y pudo contemplarlo y meditó sobre eso y lo entregó a otros y alguien lo recibió y decidió que también era suyo y entonces no fue de nadie: ya no un informe universitario, ya no un relato de taller, ya no una meditación religiosa ni un manual de autoayuda, sino un objeto enigmático –una novela, quizá– que no enseña nada pero que obliga a revisarse una y otra vez, a dejarse atrás y envejecer en un propio cuerpo siempre joven, como si fuera la hija de uno que nace cada vez que termina el libro.

 

 

 

 


Un año en el budismo tibetano. Sebastián Olivero. Hueders Libros. Santiago, 2011.