TRILOGÍA KARAOKE, de César Farah

LOS BORREGOS


El otro día en un concierto estaba yo en un galpón abierto, rodeada de personas vestidas con pantalones, de negro, uno que otro vestido que dejaba ver la preocupación de la manufactura, más que nada jóvenes, algún pelado, cigarros, humo, cerveza, una barra que se asomaba por una esquina. Apenas alguien se asomó al escenario a probar los equipos, desde abajo unos jóvenes balaron, mugieron y chillaron enfervorecidos. Debe ser un hábito común en esos lugares, me gustaría imaginar, la de preguntarse las razones por las cuales un grupo de personas ha decidido idolatrar a otro por un mérito por lo menos dudable. ¿Acaso esa actitud borreguesca es posible de evitarse si uno se encuentra en el espacio que hace de los individuos un solo público? Y los metros que separan a los que están arriba, ¿pueden sacudir a alguien de esa banalidad? Tal vez se trata de un ritual, según reza alguna teoría sobre el arte dejada de lado por mentirosa, donde todos compartimos la frivolidad –o lo que sea– querámoslo o no, la misma que unos siglos antes mató a las religiones. Tomamos decisiones extrañas los de aquí abajo: una música placentera convierte a los que la ejecutan en personas admirables, en nuestros amigos, en conocidos con quienes pareciera que convivimos nuestros días conectados a nuestros audífonos, pero eso es también un reflejo triste y lleno de carencias de una situación deliciosa como es experimentar algo que realmente nos sobrecoge. Aún después de la certeza de esa experiencia, insistimos en perseguir al hombre detrás de ella.
    Cualquier escritura va aparejada a una idea del autor, a ciertas ideas sobre el mundo referencial y sobre el público lector, pero parece que en cuanto se quiere indagar el mundo del espectáculo el público se transforma en algo real y palpable, el circo democrático donde todos somos iguales. Es la misma advertencia que le hacen al pequeño Edipo de la primera parte de Trilogía karaoke antes de entrar al escenario: ellos creen que te conocen y por eso son dignos de desprecio. Por mucho que todos tengamos experiencias como esa y hayamos conocido desde debajo de un escenario o en un tête à tête a alguien que ahora se sienta siempre en un pedestal por ser hijo de, amigo de, por salir en y ser él mismo uno de esos, es difícil ensayar literariamente variaciones sobre el espectáculo y la fama sin que la idea prevalezca sobre esa otra cualidad que define a la literatura –los personajes, la situación, el argumento, el discurso, la forma narrativa y todo lo otro. Y esa sensación de adscribir a un programa demasiado detallado destruye la posibilidad misma de escuchar la música de las palabras, de la misma manera que los gritos del concierto superan el volumen de los audífonos.
    En su primera novela, César Farah se mete en un tema incómodo, pues basta que caminemos por la calle y nos topemos con quioscos, vagones de metro o los diarios matutinos para que nos sepamos cansados de ver nuevamente el registro de lenguaje común del espectáculo, que sólo aporta una dificultad de ver algo más duradero que ese papel que horas después se usará para encender una parrilla donde se seguirán cocinando los cuerpos muertos de la información. Farah ha hablado sobre la necesidad de escribir y asumir la crítica sobre el medio del espectáculo en entrevistas a propósito de Trilogía karaoke que suelen recordarnos que él mismo estuvo en un escenario con personas mugiéndole desde metros más abajo. Si esto le ha granjeado un derecho a ejercer el relato de esa experiencia, el programa de Farah y las alusiones prevalecen sobre la simbiosis literaria entre la historia, el autor y el lector, haciendo que sobresalga lo que se quiere decir antes que las voces que pone en escena con un claro guiño al teatro. El Edipo, su Medea y el Agamenón –cuyos nombres son acompañados de frases prefabricadas extraídas de la publicidad– asumen las voces de los personajes del espectáculo en un intento de mostrar una parte de la realidad, hablando con inocencia, claro conocimiento de causa y un remilgo insidioso sobre su característica doble faz: la luz –de las cámaras– y la oscuridad –de sus vidas privadas. La matriz de escritura que se impuso el autor, la tragedia griega, induce a pensar que los que están literalmente más alto –unos metros más arriba sobre el escenario– tienen su caída en el mismo momento en que profesan su luminosidad, aunque no haya –como sí había en las tragedias– un argumento que los haga tropezar. Sin embargo, sus voces se confunden con el desprecio que el autor profesa por el mundillo inmundo, lo que evita que logren convertirse en personajes que hablen por derecho propio.
    Los apéndices que ocupan el último tercio del libro quieren abrir ese estrecho campo de voces trágicas para indagar en los secundarios, aquellos que se encuentran detrás del telón o que son el coro que rodea y mira los hechos de los supuestos héroes trágicos contemporáneos; las voces dejan de formarse alrededor de un centro único y logran advertir que las tragedias de la cotidianidad hoy por hoy se revelan más tremendas que la triple X del espectáculo. Tal vez sea esta mi parte favorita de esta novela, porque obliga al lector a alejarse del borrego que todo espectáculo quiere que seamos, balando en el sentido de los metros verticales.

 

 

 


 

Trilogía karaoke. César Farah. Editorial Cuarto Propio. Santiago, 2007.