EN PRIMERA PERSONA
Recuerdo hace algunos años haber escuchado a algún profesor opinar que D.H. Lawrence era el escritor que mejor había retratado la mente femenina. Si ya resulta dudoso que un profesor haya tomado una opinión ajena como si fuera suya -era una de las primeras opiniones vertidas sobre la escritura de Lawrence como defensa a una serie de juicios negativos a los que se lo sometió con la publicación de Lady Chatterley's lover-, también es molesto que esa opinión no estuviera exclusivamente dirigida a la escritura de Lawrence, sino a la mujer. No quiero decir con esto que un hombre no pueda acceder a retratar el pensamiento o la vida interior de una mujer, por el contrario, cualquier escritor que se precie de tal debería ser capaz de darle voz y autonomía a un personaje diferente a él mismo. Sin duda, uno de los casos más difíciles para cualquier escritor es acceder a lo que sucede en la cabeza del otro género. Por tal motivo, creo que no es un asunto que se deba tomar a la ligera.
El autor que emprenda tal tarea debe tener conciencia de dos cuestiones: primero, la imposibilidad de acceder de hecho y certeramente a aquello que hace del personaje justamente un otro; segundo, la existencia de un camino fácil, esto es una imagen que ha creado la cultura -alta o baja- de ese otro. La consideración del primer supuesto se logra a través de la humildad, e intentar no caer en el segundo es uno de los fines de la escritura literaria, que pretende dar dimensionalidad y hacer aparecer las verdades de aquella voz. Especialmente si se relata en primera persona.
En este sentido, el libro de Roberto Fuentes Todas íbamos a ser putas hace gala de publicidad engañosa. Si bien la primera parte "Vida de putas" se ocupa de la relación de las mujeres con el sexo, el erotismo y el amor, el fuerte de este libro son los cuentos de la segunda parte, "La puta vida", narrados -a excepción de dos de ellos- en primera persona por voces masculinas.
Los personajes femeninos que tienen la palabra en "Vida de putas" se refocilan en la llaneza. En el primer relato es tal el empeño que se hace con los giros de lenguaje para hacer de Camila una voz propia y nativa, que resulta impostada, como si en vez de escuchar la mente de una mujer estuviéramos en presencia de un travesti que trata desesperadamente de esconder su voz, pero que no puede evitar que su masculinidad se delate en las mandíbulas fuertes, en el seno de algodón que sale por el lado del sostén, y en el tono de voz. Así, asistimos a una nueva recreación de la mujer que la televisión, la publicidad y Las últimas noticias han tratado de inculcarnos con su característico mal gusto: "la mujer que disfruta su cuerpo y no tiene miedo de usarlo para conseguir lo que quiere"; la femme fatale de barrio. El autor quiere ser así, deslenguada y fresca, pero no sin asestarle una pequeña venganza a la figura femenina, pues a Camila no todo le resulta como quiere y termina llorando, con su corazón y su condón -las dos elaboradas figuras del amor y el sexo- sobre el cemento de la calle. Las historias de las Lauras, las Marcelas y otras que aparecen en el libro de Fuentes podrían tal vez ser aprovechadas por algunos hombres que extrañan al Humphrey Bogart que hay en ellos, quienes creen que por escuchar lo que dicen aquellos diálogos comprenden al fin, y se apoderan, de la mente femenina.
La segunda parte de este libro, "La puta vida", se conforma con llanezas de la misma estirpe; en todos los relatos que tienen por figura central y voz a Betto aparece el fútbol, el juego y las rencillas como formas de relación social entre hombres. Sin embargo, en éstos la narración se vuelve más seductora, tal vez por el aire nostálgico que los cruza. Relatados en forma de recuerdos -según se puede inferir del pretérito indefinido-, la infancia, la adolescencia y la primera adultez tejen nombres y situaciones que se cruzan para formar un mundo de múltiples tiempos que entregan distintas dimensiones de los personajes, tales como el Perrito o el Menotti. Sin duda, tanto la perplejidad como la calidad observadora del narrador permite al lector seguir los pasos de los relatos con más interés.
A pesar de la predominancia de la primera persona, Fuentes entrega al final de cada sección algunos cuentos en tercera persona y otros en segunda. Cabe preguntarse, por respeto al autor, la razón de estos cambios. Si bien la diferencia entre la primera y la tercera persona es notoria -pues esta última se trata de un narrador que está intentando cierta objetividad-, no se puede hacer una distinción clara entre lo que es capaz de contarnos el narrador en primera persona y el narrador que tutea al protagonista. Se podría inferir que la segunda persona es una cristalización de los modos comunicativos de la carta, pero este no es el caso de este libro. Estamos frente a un narrador que se identifica con su personaje como si hablara frente a un espejo, pero a veces es posible que hablarle a un tú sea su manera de imponer una conciencia que juzga o vigila los actos del receptor. Los relatos de "La puta vida" muestran una mezcla de ambos usos, tal como se puede apreciar en el cuento "El futuro de Chile", donde la culpa y la autoridad que ejerce el General resultan motivos suficientes para que el narrador se desdoble hacia una segunda persona y hable desde allí sobre lo más oculto del protagonista.
En suma, Todas íbamos a ser putas resulta difícilmente una ironía al poema de Gabriela Mistral y la imaginería allí presentada. Creo, eso sí, que el intento es sagaz en un sentido publicitario, pues se presenta como un posible diálogo literario, como una merecida reelaboración intertextual de uno de los poemas que se cifran en todo niño chileno mediante deformantes espejos pedagógicos. Y sin embargo, cuando se aprecia el contenido, aparece solamente un desate parco de fantasías, culpas y recuerdos cuyo valor queda muy por debajo del nombre que lo precede.
TODAS ÍBAMOS A SER PUTAS. Roberto Fuentes. Editorial Alfaguara. Santiago, 2005.