SEÑALES QUE PRECEDERÁN AL FIN DEL MUNDO, de Yuri Herrera

ARCHA QUE CORTA LA ESCISIÓN

 

 

 

Marcha

 

Temprano al alba, o en la hora más oscura de la noche, el final y el principio de las cosas revelan sin ilaciones las formas y el orden de lo que hay dentro de quien las intuye. Luego habrá que descorrer esas sábanas, esas cortinas, levantar la cabeza de la novela Señales que precederán al fin del mundo, mirar hacia la calle, vestirse para el trabajo diurno que cuesta recuperar cada hora el lugar de uno en la aglomeración, volver a traducir esto al relato de conjunto para desvelado creer –como lo hicieron los marinos peninsulares que no podían cerrar los ojos porque el barco caería al mar– que de repente la totalidad de las cosas materiales se cansará, el ánimo dejará de moverse y aparecerá el borde del mundo con un apagón antes del último paso hacia una nada que no dejará de ser porque no pueda decirse, pero que reemplazará a la palabra fin. En su novela, Yuri Herrera se cuestiona si para levantarse de la cama basta con tener en cuenta que la noción de apocalipsis, de hecatombe, de caducidad, de muerte, es cultural y relativa a las civilizaciones viejas. La sensación de estar llegando al non plus ultra, ¿es traducible como angustia para quien no sabe latín? ¿Puedo entender esa negación como «última frontera»? ¿Muere quien viaja al más allá? Y no cabe ante ese silencio una respuesta práctica, empírica, que no provenga de esta instancia de cuestionamiento íntimo y a la vez social que es la literatura. Una exploración posible ahí donde puede haber nombres pero lugares no, cuando se siguen la mañana y la noche pero las pieles no se estrían, es el acto de ofrecer compañía novelesca a la protagonista Makina en su viaje desde La Tierra hasta El Sitio de Obsidiana, donde sus páginas se terminan.
           «A veces era gente de pueblos la que llamaba, y ella contestaba en lengua o en lengua latina. A veces, cada vez más, llamaban del gabacho; éstos frecuentemente ya se habían olvidado de las hablas de acá y ella les respondía en la suya nueva. Makina hablaba en las tres y en las tres sabía callarse». Señales que precederán al fin del mundo, en su pregunta por el fin, busca distinguir qué se cierra y qué se abre para una persona que escoge expresarse en un idioma antónimo al que le fue enseñado cuando no poseía voluntad de silencio ni noción de un límite. Tal vez la pronunciación de la palabra familiar siempre traerá el sonido de cuando éramos parte de algo más, el organismo de la lengua materna. La protagonista Makina ya ha logrado tomar conciencia de la escisión que implica leer, decir, escribir que el propio cuerpo puede detallarse en la lengua de su madre y de su hermanita en el Pueblo, y también fragmentarse para llegar a todo eso que la excede, que se pierde con su hermano en la lejanía del país gabacho, y cuya sensación hemos ensayado llamar ausencia, nostalgia, eternidad, infinitud, ficción. Makina habla en indígena, castellano e inglés –para traducirlos–, pero se sabe dividida de antemano entre lo que es capaz de verbalizarse y lo incomprensible, porque su personaje nace escindido en la tradición de que el cuerpo idiomático morirá y el alma del resto seguirá adelante. Pero, ¿qué es ese resto? ¿Es posible que los objetos del mundo hayan existido antes de tener un nombre? ¿Existe la luz, el día y la noche, o sólo son fenómenos que crea el ojo humano? En el idioma en que suscribo esto, el nombre de Makina connota ingenio, artificio cuyo movimiento no se detiene, motor de género femenino con una oclusión sorda anotada en el habla singular de la anarkía o en algún idioma germánico. Enferma de escisión, extremadamente occidentalizada, desde el funcionamiento de su propio nombre la protagonista de la novela acepta la misión de encontrar a su hermano como una excusa para no detenerse, porque si lo hace será despedazado su cuerpo por la extremada consciencia abstracta de su capacidad de traducción. Sin embargo, un lugar deja de ser extranjero a cada paso nuestro; dos mañanas y dos noches bastan para proyectar las mismas formas internas en un orden afín al paisaje nuevo. Para que la protagonista de la novela empiece a responder al nombre de Machine o Máquina, debe privilegiar la escucha de una pregunta en determinada lengua, y tal decisión se parece a súbitamente dejar de decir el nombre de una persona amada y empezar a decirle otro nombre: significa que esa persona ya no está ahí. Que se marchó a otro mundo. En cualquier caso, la sensación de pérdida que sobreviene entonces es indecible; puede ser un efecto semejante a la pena, a la añoranza, pero sobre todo terrorífico como el cuerpo querido que se nos vuelve extraño a mitad de la noche. «Me desollaron», dice Makina al entrar en el postrero Sitio de Obsidiana donde recibe, junto a sus nuevos papeles de ciudadana gabacha, un archa, un cuchillo arcaico que finalmente corta su escisión entre cuerpo y alma: en realidad ha sido desollada para su madre, para su hermana y para su novio allá en el Pueblo, donde se volverá sólo el nombre y la imagen fotográfica de algo que extrañan.

 

Harsh

 

En Señales que precederán al fin del mundo, Makina es la única que habla los tres idiomas del lugar: lengua, lengua latina y gabacho. Así se presentan las riquezas de la dimensión intraducible de esta novela: sólo el idioma oral del Pueblo, cotidiano y lleno de cosas, se corresponde con la lengua esta –salivosa y colorada– que agitamos en la boca para comunicarnos presencialmente con otros. El castellano que llevamos varios siglos ensayando ahora quieren que se llame español, cuando acá es aún mitad lengua venosa con que chupamos, sentimos sabores, tragamos, y mitad abstracción grecorromana, fantasía impersonal de un sistema de signos trasparentes donado por la unidad universal de los elegidos. El narrador que habla con los pasos de la traductora Makina busca romper esta escisión cuando logra forjar, en la inasible abstracción latina española impresa de su libro, una escritura que habla en voz alta, incluso con arcaísmos e invenciones de escritor que consigue con ello que estemos discutiendo la locuela singular de su protagonista. Si sólo dos personas que no están de cuerpo presente se entienden, la una a la otra, en ciertas formas interiores que sus recovecos bucales conforman a través de señales a tinta, es posible que en el pueblito materno, en la ciudad cercana, en la capital de México y en la enorme metrópolis de Estados Unidos se establezca un modo de comunicación que no está dado por las formalidades, las diferencias idiomáticas, sino por la intuición de que los cuerpos amojonan la misma vida en todas partes. «Ellos tampoco lo entienden, viven asustados de que se les vaya la luz, como si no viviéramos entre relámpagos y apagones. […] Quieren vivir eternamente y todavía no se dan cuenta de que para eso deben cambiar de color y de número. Pero eso ya está sucediendo», profetiza sobre la vida urbana contemporánea Chucho, el Virgilio que guía a Makina a través de la escisión fronteriza de un paisaje con otro idéntico en el vocablo país, pero no nación. Pareciera que se hacen tan distintas las formas entre nosotros cuando las describimos, basta levantar la vista de este libro en el vagón del metro este día de trabajo para desviarse de las imágenes de luces que quieren llamarnos atención y, en vez de eso, realizar el movimiento primario, desnudo, primitivo de comparar el cuerpo mío con el de los otros y sentir la ola de una sensación innominada que limita con el deseo y con el egoísmo. Algunos tienen la piel brillante y a otros no se les ve siquiera los ojos; algunos se desparraman en los asientos y se mueven con el vaivén del tren mientras otros parecen chocar contra cada objeto nada más que por su presencia inflexible. Si todas las personas son evidentemente tan distintas a mí, sólo respeto su espacio y su silencio porque nos une algo indivisible que compartimos incluso sin que sepamos cómo hablarnos. ¿De dónde viene tal escisión, a quién se le habrá ocurrido por primera vez que intuir era peor que tener certeza, que su cuerpo era, más que cuerpo, alma, razón, individuo, género, etnia, nación, humanidad?

 

Jarcha

 

 

Makina deja de ser un personaje cuando en el capítulo final de Señales que precederán al fin del mundo entra en el Sitio hecho de Obsidiana y acepta perder el nombre a cambio de nuevos papeles, nuevas páginas de un libro que no leeremos porque de ahora en más será un cuerpo para el cual las cosas están mudas: ella es una cosa más ahora, parte de un entorno que parece silencioso porque está en equilibrio de igualdad. Hubo alguna vez un tiempo en algunos lugares donde las personas creían que las piedras eran seres más importantes, más sabios, porque no entregaban de manera fácil su habla. Había que descubrir deteminada piedra, cultivar la paciencia para abrirla con agua o con fuego o con otra piedra que también había que obtener más allá. Y cuando esta piedra –digamos esta obsidiana– se partía, las vetas y sus colores parecían una escritura sólo para quien había dedicado sus días y sus noches a romperla, sus trabajos y sus desvelos. Igual que cuando hoy entramos y salimos de edificios de vidrio, y sólo a algunos se les ocurre mirarse a sí mismos ahí como en un espejo que los funde con otras personas que caminan en su interior, Makina hace coincidir el brillo, el reflejo, la multitud de filamentos de la piedra con que construyeron el edificio donde entrará bajo su nombre con los colores vivos que por última vez recuerda de otros lugares internos: la infancia, la casa, el pueblo, la ciudad, la historia azteca y maya donde la obsidiana es un mito fundacional y también el material de comercio que construyó y destruyó la diversidad de una civilización que pronto sería pasada a cuchillo. El fin del mundo, quizá, está sucediendo a cada momento, y lo que hacemos es justamente encontrar aquellas señales que no le preceden. Inventar un mundo nuevo cada vez que se cierra la última página es una práctica viva, más que antigua, y se llama literatura. El último sonido que Makina olvida antes de dejar de ser personaje del mundo para volverse piedra es jarcha, palabra recuperada desde un melodioso lamento de privación de esa lengua mozárabe que se volvía castellano latino durante los siglos de mezcla popular en la ebullente Andalucía, esa que fue barrida por el impulso de muerte de los reyes católicos.

 

 

 

 

 

 

Señales que precederán al fin del mundo. Yuri Herrera. Editorial Periférica. Cáceres, 2010.