SECRETOS INÚTILES, de Mirko Lauer

DESCUERAR A LA ESCRITORA
 

Dos mujeres atléticas entran a la famosa exposición de cuerpos sin piel que cruza una y otra vez el mundo, y se maravillan ante los músculos de hombres y mujeres cuyos cuerpos fueron cedidos a la ciencia y el arte. A mediados de la última década del siglo pasado, el Museo del Hombre en Francia devuelve los genitales en formol de Saarjite Baartman, mujer que durante su vida fue exhibida para el placer de vestidos europeos y que continuó siéndolo una vez muerta. En la primera plana de un diario se exhibe un titular donde se anuncia que una mujer ha sido brutalmente asesinada a piedrazos por adúltera. Una serie se hace famosa por resolver el caso de una joven asesinada en extrañas circunstancias. Hace varios años, Ana Pizarro apuntaba que la pareja intelectual que constituyeron Marta Traba y Ángel Rama potenció el trabajo de cada uno; sin embargo, los escritos de Traba no constituyen parte de la bibliografía de nuevos tratados sobre arte y estética. Thea von Harbou escribe Metrópolis y luego su pareja Fritz Lang la adapta al cine. La historia del cine maltrata la película de la precoz cineasta Gabriela Bussenius realizada en 1917 y queda registrada como parte de su relación con el director y camarógrafo Salvador Giambastiani. En 1985, Eve Kosofsky Sedgwick publicó un libro que acuñó el término homosocial, el cual usa en la portada el cuadro Almuerzo en la hierba, de Edouard Manet, donde dos hombres conversan vestidos mientras una mujer desnuda triangula el deseo de uno de los hombres por el oído, para atención y reconocimiento del otro hombre.

          Es común entre los cultores del lenguaje escrito, aun más entre ciertos periodistas especializados en el lenguaje de la homosociabilidad naturalizada, entender los proyectos y obras intelectuales bajo la línea guía de un hombre, única voz que son capaces de entender y contestar. Por un momento el libro de Mirko Lauer, Secretos inútiles, publicado por primera vez en Perú en 1991 y reeditado en España durante 2010, parece superar el compromiso grueso y efectivo de la homosociabilidad: el trabajo del narrador pretende concentrarse, según explican las primeras páginas, en la obra de la escritora anglo-peruana Miranda Archimbaud, sobre cuya vida espera –después de haber dedicado la tesis de bachillerato a su obra– descubrir otros detalles que puedan iluminar su trabajo. Digo que solo parece superar esta forma de socialización porque la novela se instala, justamente, en ese problema: los párrafos de la novela se concentran en una larga conversación que el académico y narrador sostiene con Clayton Archimbaud, primo y, según se rumorea, amante de la escritora. La obra literaria de Miranda Archimbaud no aparece un ápice –de ahí el nombre de la novela­– y el objetivo del académico es constantemente saboteado por el elusivo interlocutor. En vez, las múltiples interpretaciones de la vida que allí se desnuda constituyen cuadros parciales, armados sobre fotografías que pronto desmienten las versiones que se narran, y las historias son interceptadas por voces de terceros y varias copas de más. Como en el cuadro de Manet, son esas copas de más, la comida y el descueramiento de la mujer –simultáneamente desnudez y chismorreo– lo que media entre los dos hombres para dotarlos de su calidad de personajes. Las dos maneras de llamar a la escritora son, a pesar de las múltiples capas que se tocan, nada más dos, que indican así dos aspectos de esta mujer. Miranda Archimbaud, el apelativo que corresponde a la escritora y portadora de una obra intelectual, casi no aparece. Rendy, su apodo íntimo, describe en cambio a una mujer que, como el opuesto a la letrada, bordea lo patético y lo obsceno. Es este segundo nombre el que ocupa el grueso de las páginas.

          No es casual que uno de los motivos que cruza la narración de Clayton sobre la mujer sea su fealdad. En el relato los deseos de ella lindan con lo sucio, lo cual estaría relacionado a su condición de extranjería en el Perú y a la contante alusión que el entrevistado hace al proyecto narrativo y vital de su prima: «lo peruano». Este carácter criollista que, adivino, es de especial interés para el académico, es fuente de burla para el primo; implica, según él, un cuerpo femenino –lugar donde letra y vida coinciden– que se deja empapar por lo impropio y las costumbres ajenas a la fantasía colonizadora de los Archimbaud. En efecto, la novela hace un comentario directo sobre el choque racial en Perú y, en un momento, llega a redefinir el racismo para ubicar a la caucásica escritora entre el rechazo y el deseo por sus colores. «Me llaman excéntrica», expresa Miranda en una carta transcrita en las últimas páginas de la novela, «­que aquí quiere decir loca­; la gente del pueblo me lanza su mirada dura, sumisa, distante, resentida y orgullosa». A través de los distintos cuerpos que va tomando Rendy/Miranda se va colando la posibilidad de ver cómo esta mujer fue lo suficientemente obstinada como para integrarse a un mundo literario que la rechazaba por su género, por su raza, además de hacerse cargo de las acciones por las cuales sus padres y abuelos se apoderaron de tierras, mujeres, hombres y culturas.

           A medida que avanza la noche, a medida que aumenta la cantidad de copas y la conversación entre los personajes ML y Clay, Rendy es retratada como una intelectual, una Quintrala, una aprovechadora, ingenua, suelta, enjuiciadora, vieja moralista, mujer histérica, deseada, despechada. El desdoblamiento de la escritora es secundado por el del narrador académico y por el carácter múltiple de la novela que se constituye a través de repeticiones: Miranda y Rendy, el autor Mirko Lauer y el narrador ML, Clayton el colonizador y Clayton el travestido sobre el escenario; incluso, para quien lea esta novela ahora, Archimbaud como el nombre de la escritora sin rastro y Archimboldi, el escritor de análogas características en la obra póstuma de otro escritor sobre el cual se ha inventado tanto. La sensación de extranjería que ocupa el final de la novela tiene que ver con la multiplicidad de versiones que se barajan en un solo diálogo y en una sola noche. El exceso de bebida que se acumula en los cuerpos es análogo a la incapacidad del narrador de interpretar el exceso de versiones, pues, en buenas cuentas, ¿estaba Rendy enamorada de su primo y vivió despechada por su rechazo? ¿O era él quien la amaba incluso cuando ella lo cambió por otro? ¿Quién mató a Jack Wu: Rendy, Clay o su tío? ¿Quién amó a Jack Wu: Rendy, Clay o su tía? ¿O es que Wu siguió vivo y fue todo una versión del borracho y despechado Clay? Y la pregunta inicial con la cual el académico Mirko Lauer busca a Clayton Archimbaud en Estados Unidos –si acaso había sido amante de Miranda– nunca se resuelve. ¿Realmente importaría todo eso para conocer mejor una obra? ¿Qué hace el académico cuando busca en la vida privada de los escritores sino convertirlos también en personajes, sino volverse él también –como Lauer– novelista y doble de sí mismo? El último desdoblamiento que se suma a esta lista es la coincidencia entre el espacio de la historia de Rendy, el lugar donde ella y Clay crecieron –Cerro Azul– y el sitio donde Lauer localiza el punto final de su libro.
          Parte de la novela, sin embargo, se demora en describir a Clayton y sus modos de vida. El hombre descrito al principio, sus largas manos, su color de pelo, sus actitudes que más que respeto provocan miedo contrastan con la pierna desnuda que al final de la novela se revela tras una pared. En este sentido, la narración traza su camino a través de la vestimenta: desde los dos hombres que con camisa y chaqueta de terno al principio están en una biblioteca de madera y whisky a la chinoiserie con su kitsch degradante, cuya calidad de disfraz la hace portadora de una verdad inesperada y más reveladora que la respuesta buscada por el académico. Se podría proponer que cada portento del arte se inspira en otro creador cuya obra, en su calidad de reverso temporal, queda inscrita como un evento posterior por esa habilidad que tiene la historiografía literaria –académica o periodística– de ubicar el original en la copia, y divulgar así una de las tantas versiones bajo el puzzle de la visibilidad. Esa lucidez es la que ha quedado registrada en Secretos inútiles, en cuanto se lanza a descuerar a la escritora como excusa para escribir todo lo que está a su alrededor. En tal sentido, la novela podría entenderse como una ficción sobre los lectores, especialmente sobre el lector fan –y su versión académica–, para quien es difícil reconocer la verdad, aunque lo golpee en la cara.




Secretos inútiles. Mirko Lauer. Editorial Periférica. Cáceres, 2010.