LIBROS EN MUESTRA GRATIS
Ayer, a las doce del día y a las ocho de la noche, dos o tres bellos y jóvenes promotores montaron un puesto en una esquina del metro Baquedano y repartieron la muestra gratis de un producto. Los que pasaban apurados por el lugar, insensibilidados por cualquier tipo de rutina laboral o escolar, aceptaron el producto sin cuestionamientos, como innumerables veces en otras estaciones del metro y en esquinas concurridas de Santiago, Las Condes o Providencia han recibido paquetes de papas fritas, bebidas gaseosas o panfletos de teléfonos celulares, llevaron por algunos minutos el producto en su mano, y tarde o temprano en algún punto de su trayecto que ya no requería la atención de sus reflejos -como por ejemplo al interior del tren, en el asiento de la micro, en el sofá de la casa, en el patio de la escuela, en el cubículo de la oficina- quisieron consumir el artículo que se les había ofrecido y, oh sorpresa, descubrieron que era un libro. Oh sorpresa, un libro, gratis. Un libro cuadrado, de bolsillo, de limpias imágenes y sofisticados colores en su portada, con la letra bien grande y dibujos en su interior, acompañando a los cien mejores microcuentos que, a juicio de los editores, participaron en el concurso organizado por Revista Plagio, la Minera Escondida y el Metro de Santiago. ¿Oh sorpresa, entonces? ¿Los que pasaban por el lugar rumbo a sus trabajos, a la casa, a alguna calle, a la escuela se sintieron al leer las primeras páginas súbitamente arrebatados por un discurso literario elaborado y complejo, un discurso de otra persona expuesto de una manera tan original y vasta que tuvieron que detenerse en plena calle, olvidarse de todas sus obligaciones importantísimas, inmediatas y obligatorias, para buscar un lugar en el que tomar asiento, suspenderse por tiempo indefinido de modo de poder leer el libro hasta el final, sin respirar? No.
Otros fuimos especialmente a la estación Baquedano a buscar un ejemplar, los poquísimos que estábamos informados y que nos interesaba el asunto. Le pedí dos libros al promotor, pero me dijo que no era posible, así que volví más tarde, me metí en una aglomeración de gente y conseguí otro libro. Utilicé los trucos usuales con que alguien que le gustan mucho las papas fritas se harta de muestras gratis, lo que no es casual. Uno por persona, me dijo el promotor, mientras yo me quedaba atónito pensando qué es lo que está sucediendo, y que no termino de entender, en el momento en que una empresa de marketing directo -supongo- es contratada por una revista cultural para repartir eficientemente libros en el metro. Cuando tuve el libro en la mano, seguí caminando haciéndome la pregunta, hasta que encontré un lugar en el que sentarme a leer. Y ahí, con un poco de calma, recién entendí qué era lo que me causaba cierto desconcierto. Justamente la falta de calma. Santiago en 100 palabras ciertamente es un libro: tiene un título en portada, una imagen que lo ilustra, páginas de papel enumeradas, letras de molde. Y contiene, en efecto, literatura: cien muestras del nuevo género narrativo llamado microcuento, con su característica concisión, sugestividad y rapidez. Pero a la vez no parece uno de los libros a que estamos acostumbrados: su diseño de revista a la moda minimal, su formato de taco, en fin, veleidades de la imagen y la sofisticación. Y lo que más me importó, cuando terminé de hojearlo: no parece literatura, porque no causa el efecto de la Literatura -la que merece una mayúscula-que es el abandono del punto de vista propio en beneficio de ahondar en el punto de vista del otro. Me di el trabajo de ir hasta el metro Baquedano porque me importan los libros, la Literatura. Y me importan no por una necesidad insondable, no por un apetito coleccionista, tampoco por la fama intelectual, sino porque es uno de los pocos espacios colectivos que conozco que resiste por naturaleza la necesidad de rapidez, la aparente neutralidad, la búsqueda de satisfacción fácil que rebosan la publicidad de la ciudad, la entretención de la ciudad, el movimiento de la ciudad, el espacio de la ciudad cuyo retrato busca, también frenéticamente, Santiago en 100 palabras. Iniciativas como la que ocurrió ayer en el metro de Santiago, frases vacías pero que suenan bien, como las que componen el prólogo de este libro -"esta vez es desde nosotros, el habitante, el ciudadano común y corriente"-, me obligan a enfrentar un hecho consumado: que el libro, tal vez el último lugar donde las palabras pueden significar algo, también se entrega fácilmente a la retórica del consumo masivo. Pero la buena literatura no.
SANTIAGO EN 100 PALABRAS: LOS MEJORES 100 CUENTOS. Varios Autores. Revista Plagio. Santiago, 2003.