TANTEANDO EL INTERIOR PARA PODER SALIR
La experiencia de la ciudad, para quien ha sufrido una enfermedad que lo mantuviera en el encierro por dos meses o más, puede llegar a ser reveladora. El contraste entre la quietud de las cuatro paredes que cobija una experiencia dolorosa y el movimiento que continúa veloz sucediendo –como constata el enfermo– aun en su ausencia, sirve como una especie de limpiaparabrisas ocular que refresca su mirada y le hace ver los espacios y superficies, las luces y los laberintos como si fuera la primera vez que posa sus ojos sobre los fenómenos de la ciudad. El adentro, en contraste con el afuera, sirve para tomar conciencia de la experiencia cotidiana que sucede en las ciudades, de igual modo que el silencio sirve para escuchar el ruido y, éste, a su vez, para agradecer el silencio. Recuerdo esto no sólo como experiencia personal, sino como coincidencia con otras lecturas que pareciera complementar e iluminar los Pasajes de Fernando Pérez Villalón.
Pasajes comienza con un oportuno “Abres los ojos”. Como si el sueño fuera una larga enfermedad donde la mente ha vagado sin seguir el hilo del cuerpo, los ojos parecen enfocar por primera vez los objetos de la habitación. Desde ahí, donde la actividad lingüística que ocurre aún sin palabras no ha encontrado su lugar, parece surgir la conciencia de la experiencia. La luz que entra al ojo, y que ataca con un silencio, es seguida por la palabra que da forma a los fenómenos en vivencia y que paralelamente identifica el lugar desde donde se habla. “Lugar desde donde se habla”, no utilizo aquí esa frase por azar, sino literalmente: el reconocimiento de la habitación, de los muebles y cachivaches que contiene, se parece mucho al reconocimiento del cuerpo, del lenguaje y de la existencia física en general; están, a lo largo de las páginas de Pasajes, coordinados de tal manera que parecen ser una misma cosa.
Sin embargo, estos poemas no sólo traducen el reconocimiento de los límites del yo –su cuerpo, habitación del alma, como resuena en una directa referencia a la tradición mística y platónica: “que tu cuerpo/ no fuera ya de tu alma la casa”– y, análogamente, su interacción con el espacio, sino que este yo que acostumbra interpelarse como un tú encuentra dentro de sí los trazos de otros. La presencia femenina que convive en su habitación lo invade y a la vez vuelve nítido a su tacto la capa exterior de la piel –algunos dirían que es una forma en que se describe al amor. Esta segunda identidad que se rastrea en los poemas llega a desplazar al hablante masculino en algunos poemas, y utiliza una serie de otros registros que el primer hablante no se permitiría, como la cursilería. A medida que pasan las hojas, aparecen en escena otros más que conviven en el espacio de la habitación: amigos o familiares a través de fotografías, cuadros, recuerdos, frases, o desconocidos a través de la ventana y los sonidos, y la tradición literaria a través de citas, alusiones indirectas y estructuras poéticas. Así, una vez que los contornos del yo se delinean con la primera luz de la mañana, a lo largo del día vuelve a esfumarse integrando todo lo propio que es ajeno; de esta manera, y tal como denota el movimiento de cerrar los ojos, la vigilia se vuelve a parecer un poco al sueño.
La distancia temporal y la memoria aparecen como la única actividad capaz de dar coherencia a los fragmentos espacialmente simultáneos, para que se vuelvan una totalidad comprensible. Sin embargo, estos atisbos iluminadores son también fugaces: en esos Pasajes entre la luz y la escritura, la materia en cuestión muta (porque los clavos en las paredes no sostienen siempre los mismos objetos, porque a veces la pieza cambia o, a veces, la mano que lo toca o el ojo que mira). Una función similar adquiere la ciudad: si bien el departamento de uno o dos ambientes funciona como una armazón llena de secretas certezas, el afuera es un Babel sígnico, torrente de alteridades que se cruzan en la ciudad y que desorganizan las paredes que ya se habían reconocido. Allá afuera los estímulos deben ser constantemente interpretados o mejor dicho traducidos –Pérez, a su vez, cita: “«el principiante en el aprendizaje/ de un nuevo idioma lo traduce todo a/ su lengua materna. Pero una vez que asimila el espíritu/ del nuevo idioma se puede expresar libremente/ cuando se orienta en él sin recurrir/ al viejo, y olvida su lengua nativa en/ el uso de nuevo»”–, para que la sucesión de fenómenos lingüísticos no arrollen al sujeto hasta convertirlo –o por lo menos lo intenta– en un “actor vulnerable/ que olvida sus líneas en la escena clave”. Así es como los diversos valores de la palabra que da título a este conjunto de poemas se despliegan en torno al paso de un lugar a otro –desde el interior hacia el exterior, de este a aquel tiempo, desde uno hacia alguien distinto– como verdaderos agujeros en las individualidades que disipan sus contornos. Si bien el cuerpo es en sí mismo permeable –nuestra piel al cabo de tantos años se hace completamente nueva, integramos el aire que fue parte de otros climas, comemos lo que otras manos han cosechado, dejamos mechones de pelo en la peluquería–, la enfermedad pone esta característica de manifiesto y, análogamente, la figura habitual de la resistencia del sistema inmunológico –“luchar contra la invasión de lo externo”, siguiendo la crítica de Sontag–, es un estado un poco falso. No hay pieza secreta que evite su intrusión.
Sin duda, la actividad de hacer consciente o comprender vestigios, fantasmas y brillos existe en todo acto creativo y, de una manera singular, en la escritura. Pasajes me hace pensar en la diferencia que existe entre los procedimientos de la narrativa y de la poesía. La narrativa enmarca los hechos crudos en principios y finales, dándole así una forma y un sentido –un hilo conductor– a su modificación temporal; por la compleja interacción entre los niveles del autor, lector y personajes, el lenguaje narrativo realiza, simultáneamente a la aparición de las palabras, el acto de comprensión. Pasajes, a pesar de su prefiguración de personajes y de la coherencia temporal de su relato cotidiano, presenta en su escritura la huella de esa imposibilidad de que experiencia y concreción lingüística coincidan. Por eso el primer acto de abrir los ojos está precedido por el cuarto poema, donde el escritor, frente a la página, escribe: “me miro un momento/ en el espejo de tus ojos, luego/ me pongo zapatillas y me vengo/ aquí a la pieza de al lado a escribir”.
PASAJES. Fernando Pérez Villalón. Editorial Festina Lente. Santiago, 2007.