OLVIDA UNO, de Claudia Hernández

RECORDAMOS TODOS

 

Que al leer palabra tras palabra un párrafo diagramado, impreso en tinta negra sobre hoja blanca bajo una frase destacada que –creemos– es el título de un cuento que sigue a otro en este libro que tenemos entre manos –Olvida uno, de Claudia Hernández– vamos dejando marcas graduales, únicas para quien lee, pasajeras, casi imperceptibles, a las cuales vamos a volver al cabo de unas páginas cuando algún ruido en el lugar donde leemos, el cansancio, la suma de las figuras tipográficas, la hora o el sonido envolvente de las frases nos lleve hacia un lugar del texto diferente, que empieza ahí pero nos excluye dentro de uno –ya no más nosotros– en un sitio intermedio donde no hay sujeto ni autoría, sólo múltiples detalles enfrentados a este trance literario de generalización que nunca podré asir, que incluye y excluye simultáneamente a cualquiera que recoja su propia señal imperceptible en este libro: me olvido de nuevo de eso que impide cualquier perpetuación de la literatura; que la literatura no se va a acabar mientras dure el tiempo leído; que en un lapso tan corto como el que ocupo en las ochenta páginas del más largo cuento de este volumen, «La han despedido de nuevo», dejo de estar guiado por la consabida convicción decimonónica, razonable, periodística, antropológica, científica, burguesa, rectilínea, moralizante de que un cuento consiste en título, registro narrativo, historia, personajes, diálogos, progresión, cierre, espacio en blanco; que cuando estoy a punto de dejar la lectura de un cuento que se está volviendo novela corta y de nuevo qué importa lo que sea el formato, algo me lleva e impide que siga midiendo mi decurso interior –las palabras mías que están ahí desde otra parte mientras leo, para nada escritas y tan sonoras– con la suma de voces sobre la protagonista, Lourdes, en la ciudad de Nueva York, de la misma manera en que dejo por fin de comparar las escalas de esas mismas calles con las de Santiago, San Salvador, Rancagua o Madrid por las que he andado, cuando me doy cuenta con vergüenza –como un niño que aprendió de golpe que su cuerpo no continuaba en el de esos otros niños– de que aunque ahora estoy aquí y no allá, simultáneamente puedo leer mis pasos en ciudades donde nunca estaré; que este cuento largo sea una nouvelle –o sólo el capítulo de una novela de varios tomos, que esa novela sea parte de una biblioteca y esa biblioteca sea arrasada por el fuego, llevada por el agua o convertida en Biblioteca Nacional por parte de un grupo de gente que se arroga la posibilidad de normar el comportamiento para todos, una arrogancia que llaman nación y a cuyos límites le dicen país– es la guía que abandono en mi lectura; que Lourdes recorre las calles de Nueva York de un trabajo a otro, agobiada, aburrida, cansada de las múltiples voces de personas que le dan consejos porque, como ella, dicen ser nuevos en ese lugar, aunque estén empecinadas en sumarse a esa nación de extranjeros y enriquecerse, reír en voz alta, hablar en el idioma de los que se ríen en voz alta de manera inequívoca; que de camino a la casa de la familia judío-norteamericana donde debe hacer aseo antes de que llegue el sábado y no la dejen irse ni tampoco permanecer ahí, llegando al asilo de ancianos donde ayuda a su madre, rumbo al diner donde hace el turno de la noche después de su prima y camino a la pastelería donde el dueño insiste en que sea la madre del hijo de su amigo, el cúmulo de voces que la aleccionan sobre la necesidad de pensar más en la plata, la plata y la plata para que no la deporten, para ayudar a su familia allá lejos y comprarse botas para la nieve, sandalias firmes para el calor del verano y zapatillas livianas para la lluvia del otoño, las calles neoyorquinas desaparecen ante ella con el idioma extranjero y de repente sólo está entre enormes lobos de piedra, mariposas de luz, gatos de sombras, torogoces de agua –también llamados pájaros relojes, aves monógamas que, aunque en cautiverio mueren y jamás ahí se reproducen, son pretendidas como ave nacional de países de fronteras nacionales extremadamente resguardadas como El Salvador, Nicaragua, Guatemala– y otros animales que «huelen a miel», «cuyas risas suenan como el viento» y que le hacen el ofrecimiento de llevársela en un idioma que parece castellano pero que bien oído no proviene de Castilla ni de castillo alguno, sino de un constante punto de fuga de ella misma hacia otro lugar donde la llaman Nuna, palabra indígena, infantil o simplemente expresión de ahora en idioma de Islandia, ese lugar tan frío, tan lejano que parece imaginario, ese único tiempo donde podemos estar; que cuando ella se crea única porque nadie más parece notar a estos animales, en ese momento de lectura que es pasaje a una parte necesaria de nosotros que no es el campo antiguo ni la ciudad, extranjera siempre –esa parte que no se dice y que pareciera única, ilegible, preciosa, incomunicable–, van a aparecer otras personas que alguna vez supieron de eso y lo perdieron: dirán que es algo peligroso, algo de lo cual hay que cuidarse porque carece de un camino, para confundir una vez más el idioma en que uno habla consigo mismo y se entiende con aquella otra persona que lee estas páginas simultáneamente en todos los lugares donde no hemos estado: olvida uno eso, cuando es de lo único que debiera defenderse.

 


Olvida uno. Claudia Hernández. Índole Editores. San Salvador, 2006.