MIRADAS LASTIMERAS NO QUIERO, de Flavia Radrigán

MIRAR A OTRA PERSONA 

 

miradaslastimerasDada su franca discursividad, el monólogo es un formato idóneo para preguntarse qué es la dramaticidad: ¿una acción tiene sentido en sí misma, o bien es el espectador quien le otorga significado, connotaciones, contexto, relaciones en el tiempo a esa acción que presencia? Aunque no en vano teatristas, filósofos, músicos y matemáticos se codeaban en la antigüedad clásica, una larga historia occidental intentó separar la elaboración discursiva y el trabajo actoral, al clasificarlas como especializaciones artísticas diferentes, además de etapas consecutivas del montaje teatral que estarían destinadas a realizarse en el espectáculo. Hubo remezones epistemológicos en todas las especializaciones durante el siglo XX, y así fue como de nuevo actores y filósofos se encontraron nuevamente mezclados cuando las hipótesis de Saussure o de Wittgenstein de que el mundo es discurso fueron tomadas al pie de la letra por los expertos en marketing, para que luego el hábitat de los seres humanos se convirtiera en una batalla sígnica donde cada espacio está ocupado por un eslogan, por una marca y un aviso comercial. Miradas lastimeras no quiero aborda el monólogo como una respuesta momentánea a la pregunta por la dramaticidad: en nuestra selva semiótica ya no cabe la defensa del cuerpo ni la apología de la abstracción, porque la Historia -sobre todo la historia sociopolítica- nos ha enseñado a encontrar una ideología detrás de todo movimiento corporal, y una acción detrás de toda palabra.

        En términos formales, el texto dramático que da el título a Miradas lastimeras no quiero hace posible leer un intento de involucrar de manera consistente la estructura y la textualidad. Lo primero es arriesgarse, mediante el formato del monólogo, a poner en duda esa verosimilitud que produce la delimitación de personajes, el diálogo entre ellos y la consecuente pasividad del lector-espectador en el desenvolvimiento de la dramaticidad. Lo segundo es establecer cierta expectativa de integridad entre el discurso didascálico del texto dramático ("Entra una mujer de rodillas [con] un enorme rosario colgando del cuello"), el registro de la protagonista ("Por tu culpa, por tu culpa, por tu grandísima culpa…) y la estructura dramática de progresión aristotélica que toma su relato. Sin embargo, esta expectativa desde el comienzo también es erosionada por tenues dislocaciones retóricas que se van haciendo paulatinamente más ostensibles: el discurso de la protagonista está poblado de referencias y fórmulas lingüísticas provenientes del registro católico popular, registro que es constantemente autosaboteado por una sintaxis repleta de puntos suspensivos, un léxico festivo, coprolálico y melodramático, así como una permanente duda y corrección en medio del relato de la protagonista ("no, eso no funciona", "¿dónde iba?", "no, mejor te lo muestro después, no me vaya a ir en la volá"). Lograda la sensación textual de que hay algo insincero en el monólogo, el lector alerta comienza a notar una continuidad entre las marcas dubitativas del discurso del personaje -que en su mayoría se trata de puntos suspensivos- y la aparición del discurso extradiegético de las didascalias que describen directamente la acción, las cuales en su mayoría denotan estaticidad e interrupción temporal ("Pausa", "Se detiene", "Se para", "Duda" son las didascalias usuales). Es esta continuidad entre discurso actoral y discurso dramatúrgico la que permite resumir la anécdota de este texto dramático en una cita:

        "Nunca supe por qué había cortado tan brutalmente nuestro amor… No, no esta historia es muy difícil muy intrincada, me volé mucho, no me llena no me entretengo. (Mira) […] Siempre me pasa lo mismo, si lo que me encargaron era que hiciera un vestuario, no que me lo pusiera y empezara a decir leseras, es que fui a ver a Marlon y no estaba, claro, cómo iba a estar si también se fue hace retanto tiempo, entonces me puse a trabajar…" (22)

        A partir de esta cita es posible figurarse una síntesis de la anécdota implícita al monólogo: la protagonista es una mujer que intenta espantar su soledad contándose historias de amor a partir de los trajes que le mandan a hacer y los galanes que ve en la pantalla del cine. Pero la reducción de este texto dramático a su anécdota no es posible dado el riesgo expresivo que toma, cuyo mérito es acercarse tanto a la relevancia de la experiencia literaria en un mundo donde todo es signo -la plenitud comunicativa que por un instante sucede entre narrador, mundo narrado y lector- como a la intensidad de la experiencia teatral -la plenitud experiencial que durante la función comparten dramaturgo, compañía y público­-, cuando el monólogo logra una reciprocidad expresiva entre el contenido del discurso de la protagonista, sus formas retóricas, su discurso dramatúrgico, su estructura y su ideología. Llama la atención el verbo que ocupa la única didascalia que aparece en el párrafo citado: "mira". No en vano titulado Miradas lastimeras no quiero, este texto se pregunta qué es la dramaticidad, qué da sentido a la acción y la vida de una persona para que ésta se sienta desdichada o plena, para cuya respuesta desarrolla una analogía entre el proceso de vestirse, el de actuar y el de hablar como elaboraciones, fingimientos, invenciones que los seres maquinan para llamar la atención de otros seres humanos, para sentirse acompañados. Sin embargo, la conclusión del texto es que esta compañía durará lo que dura la mirada del otro -no en vano teatro significaba mirar a otra persona en griego antiguo-, y produce cierto cansancio pensar que sólo mientras actuemos, mientras produzcamos nos vamos a sentir acompañados, como si la gratuidad -el amor- no fuera de este mundo.    

 

*Este análisis fue publicado originalmente en Archivodramaturgia.cl 

 


MIRADAS LASTIMERAS NO QUIERO. Flavia Radrigán. Editorial Ciertopez. Santiago, 2006.