La emergencia de un seudónimo
A medida que va llegando el frío cuando era todo calor, el cuerpo de uno se pone alerta –lo mismo al sol tras un invierno cualquiera– y sobreviene el reflejo de un optimismo, el eco de un rejuvenecimiento que te hace despertar más temprano, querer caminar a la intemperie, dormir menos y en lo posible no soñar. Tal es el comentario central del informante de Los pichiciegos cuando se descubre en medio de la novela que esto no es ficción ni tampoco realismo documental, sino un ejercicio de imaginación crítica sobre la penúltima guerra colonial en Latinoamérica, un testimonio que se pregunta sobre la identidad de quien informa, sobre la verdad como relato y la retórica que entierra el trauma: aun si para la persona aporreada es peor entrar del calor al frío, uno u otro son equivalentes cuando no existe una mínima estabilidad en su organismo; la constante adaptación a la incertidumbre –si vas a comer, si vas a congelarte, si te vas a enfermar, si te van a disparar– se traspasa a quien lee este libro y cualquier otra narración sólo se volverá interesante si es polifónica, miriada de posibilidades que se ofrecen ante la propia frustración colonial. Justamente todo y todos en la primera novela de Fogwill hablan por su cuenta, como el objeto animado, atiborrado de animosidad, que es la literatura en conflicto –si existiera otra literatura, si adquiriera sentido de otra manera este conflicto: hablan las islas Malvinas, las piedras y sus cortezas, hablan los seres de todo tipo que habitan ese suelo volcánico, las lombrices que son mascota de los desertores escondidos bajo tierra, las ovejas que explotan con las minas, también en sus cielos las nubes se pronuncian al tragarse aviones, sus aguas oceánicas se llevan sin vuelta los botes repletos de soldados; hablan los veinticincos pichiciegos, también los milicos rendidos y en pena, los oficiales argentinos congelados de puro orgullo, los que duermen juntos y los que ayudaron a los rasos ante la humillación sexual que funda la jerarquía; dicen lo que sea con tal de mantenerse participando físicamente, incluso a través del remedo transcrito del remedo vibrante del remedo de una boca que estaba ahí primero para comer y chupar; recuerdan cuentos, inventan memorias, pormenorizan sus necesidades y se enseñan palabras locales que nadie ha usado nunca: si dejan de hablar se van a morir ahí abajo, enterrados, si hablan muy fuerte ocuparán lo que queda de fuerzas, pero si lo hacen muy bajito nadie los va a escuchar, se olvidarán de ellos y no les reservarán sopa ni un espacio para dormir. Es mejor que un cuerpo cualquiera en temporadas de cambio no se exponga a mucho frío ni a demasiado calor: se hace importante seguir hablando.
Lo que quiero es dejar aquí expresada mi frustración de que Fogwill se haya convertido en Rodolfo Enrique Fogwill, autor del frío y de editoriales corporativas, escritor de incontables novelas entumidas a falta de una voz. Rodolfo Enrique Fogwill fue Fogwill y no el publicista por una razón: el libro que decidió publicar cuando vivo.
Lo que quiero es dejar aquí expresada –ni muy fuerte ni muy despacito– mi sorpresa por cómo va desplazándose la novela desde el coro subterráneo, desde las múltiples voces de quienes han muerto simplemente porque no son el autor, hasta la oficina con vista a la calle panorámica de gente que compra, veredas mojadas, autos y el sol de la tarde entre los edificios, donde un yo con nombre y apellido graba lo que el único pichiciego sobreviviente le va contando, a pesar de que éste vuelve una y otra vez sobre los detalles más inesperados, como esas varias líneas sobre la necesidad de que el cuerpo entre del frío al calor y no al revés, aunque al final ambos cambios sean perjudiciales igual que uno se pasa del diálogo naturalista al guionístico, del documental al archivo, donde todas las voces estarían representadas, consignadas pero con distinta entidad –aquí Pipo, allá el Turco, ahí Rubione, por entonces Miguel, luego el Ingeniero, antes García, acuyá Viterbo, el cuyano, el formoseño, el uruguayo, el santiagueño, el bahiense, la mulita, el peludo, el pichiciego–, y de ahí al relato contemporáneo, o que lo era hasta anteayer porque le importaba la mediación y no la mediatización, la máquina donde se graba y no la máquina donde se proyecta, la transferencia entre la posición del testigo dañado y el lugar de poder de quien recoge la voz para sumarla a otras voces con una estrategia, para luego pasarse a un inventario bélico técnico; sin embargo entre esas transiciones queda una impronta, un calor en la lectura que yo quisiera llamar su relevancia, pues sí, sí importa que esa persona se haya instalado ante otra a escucharla con atención, que le dedique su tiempo aun en temporada de cambios, sola una voz contra la otra sin hablar, e importa que quien lo haga decidiera eliminar su nombre propio y dejar en la cobertura de la caja de voces nada más que el apellido, como en la guerra y en las fábricas y en los archivos: Fogwill –voluntad de neblina o testamento difuso o decisión entre la niebla, en mi traducción antojada desde el idioma de quienes provinieron también de una isla pero decidieron calcularlo todo, medir el mundo con sus pies y pesarlo con la fuerza de los pulgares de una mano hasta explotarlo; esos ingleses que deciden ocupar y hacer negocios incluso con la isla de los muertos, con el pedazo de tierra en sus antípodas que es un poco maldito y un poco malvado, color malva como los huesos, y en esa Gran Malvina y en esa Soledad buscan eliminar la polifonía, el coro de víctimas, de manera que para ellos haya nada más una voz autorizada. Para los triunfadores se llama isla del halcón: el pedazo de tierra al que únicamente se puede llegar volando si eres carroñero; se trata del lugar del falk, antigua forma de decirle a quien se come los pájaros más chicos en pleno vuelo y ojalá en bandada, deidad del lugar en que se entra del calor al frío o del frío al calor de las innumerables voces que murieron y se transformaron en una novela impresa, enfriada en su tinta, polilaminada y puesta a la venta. Se trata de una literatura que era polifónica y ahora sólo alcanza para dos nombres y tal vez dos o tres apellidos que van a terminar como un cuerpo botado en esa isla, sin siquiera una etiqueta o una voz que se queje de su ilegibilidad. Se trata de haberse llamado Rodolfo Enrique Fogwill y haber decidido, admirablemente, atribuir todo este relato a un tal Enrique, Quique, Quiquito para los que lo quisieron cuando era chico –cuando era pichi, en buen mapuzungun.
Los pichiciegos. Fogwill. Editorial Periférica. Cáceres, 2010.
Los pichiciegos. Rodolfo Enrique Fogwill. Editorial Interzona. Buenos Aires, 2006.
Los pichiciegos. Rodolfo Enrique Fogwill. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1992.
Los pichiciegos. Visiones de una batalla subterránea. Rodolfo Enrique Fogwill. Ediciones de La Flor. Buenos Aires, 1983.