LAS GUERRAS DEL CINE, de Jonathan Rosenbaum

EL ARTE DEL CINE, LA CRÍTICA Y EL MERCADO. DE ESTADOS UNIDOS PARA EL MUNDO.

 

Lo que digo aquí no es, por cierto, nada nuevo; tantos otros lo han denunciado, como tantos de nosotros volvemos a olvidarlo. La colonización cultural y la completa divergencia que existe entre mercado y arte han sido tantas veces criticadas que cualquier idea de resistencia cultural se descarta por anacrónica. Pocas veces, y debido a la expansión de estas ideas por intereses generalmente económicos y políticos, se puede apreciar que esta resistencia ha sido envuelta en esa categoría debido a afanes económicos y a las ideologías que los motivan. La flojera que la prensa muestra para investigar, definir y diferenciar la convierte en una instancia propicia para que estos manejos queden en las sombras y eviten volverse públicos.
        ¿En qué podría aportar una mirada crítica como la del libro Las guerras del cine al campo de la creación en Chile? Más que gatillar un nacionalismo falso y violento, como tienden a hacer el fútbol, las discusiones sobre límites entre países vecinos o sobre pedazos de tierra en la Antártica, la resistencia crítica puede descubrir los mecanismos de manipulación y las maneras en que los centros hegemónicos prestan e imponen lecturas a nuestra propia realidad, anteponiendo –por supuesto– la suya. Esta actitud, que ha llegado fácilmente a cristalizarse en los medios locales más leídos y confiables, repercute en una audiencia que va de a poco dejando pasar ciertos temas de discusión, cambiándolos por otros suministrados por las ideologías de esos centros hegemónicos.
        En la crítica de cine, tan cercana a los sistemas de producción industriales, esto es aún más notorio. La hegemonía se traduce en métodos velados donde el entretenimiento, el conocimiento y la publicidad se amalgaman en mecanismos perversos de información que se relacionan, finalmente, con quién tiene la autoridad de imponer a la audiencia qué películas ver y cuáles no. El lector dirá “a mí eso no me lo dice nadie” pero, según nos explica Jonathan Rosenbaum en los primeros capítulos de su libro, este fenómeno supera el esfuerzo individual; es un sistema que tiene sus suspensores bien agarrados.
        El análisis de este crítico de cine norteamericano –que sin embargo ha ejercido su labor durante varias décadas lejos de la esfera más popularizada del cine y sus medios de difusión– empieza por intentar destruir un argumento que esgrimen los productores: la seguridad sobre lo que el público quiere ver, un argumento común no sólo reconocible para alguien de Estados Unidos, sino para cualquiera que haya trabajado en televisión y cine en nuestro país o en cualquier otro de Occidente. La simpleza y estupidez con que la mayoría de los productores representan al público les sirve en su defensa de cualquier intervención en el producto, y también de ciertos autores ya probados. A pesar de esa seguridad, los productores cada tanto se preguntan por qué sus estadísticas no funcionaron y no ganaron la plata que auguraban las estadísticas. ¿Sabe realmente el productor lo que el público ve?
        La reflexión que Jonathan Rosenbaum hace sobre el cine norteamericano sirve no sólo para exponer, como lo hace él, en un lenguaje claro y alejado de todo academicismo, cómo el poderoso caballero logra manipular no sólo lo que podemos ver, sino lo que ni siquiera alcanzamos a conocer. Tal vez lo más interesante del análisis de este crítico sea la experiencia recogida durante sus años de oficio, y el consecuente conocimiento del medio cinematográfico y sus estrategias, en el que da nombres y ejemplos concretos. Sin duda se trata de un gesto de valentía si es que elegimos creer en que estas revelaciones pueden excomulgar a cualquiera del circuito cinematográfico creado por los estudios: productores, actores, una prensa y una crítica manipulable, una audiencia desinformada. Es, sin duda, una opción tomada a conciencia.
        La presunción de quienes ostentan el control económico del proceso cinematográfico –pensar que los que ponen la plata son los que crean lineamientos culturales, así que deben presentarse ellos mismos como autores– recae en una serie de actitudes que constriñen las posibilidades creativas y las diferencias de discurso: desde la compra, por parte de los grandes estudios gringos, de los derechos de películas extranjeras para limitar e incluso evitar su distribución, hasta la intervención en el proceso creativo para crear cortes o montajes más comerciales, más al gusto de la presumible audiencia. Estas mentiritas blancas son sustentadas por una gruesa red informativa, en la cual periodistas y críticos replican las opiniones vertidas en los dossiers que entregan los estudios, los cuales llegan junto a ciertos incentivos, como estadías en hoteles, invitaciones a fiestas y puestos asegurados en algunos de los medios locales. Tal vez lo más triste para el lector latinoamericano es constatar que nuestros periodistas reproducen aquellas opiniones certificadas sólo para abrazar la imagen de confiabilidad que esgrimen ciertas revistas y diarios de los Estados Unidos.
        Rosenbaum dedica un capítulo del libro a analizar algunos ejemplos del subgénero cinematográfico bélico y sus producciones, lideradas por algunos de los directores más influyentes que –como una paradoja que elude el contenido de esas películas– son respetados en nuestras latitudes. El contexto informativo y publicitario en que se entregaron algunas de esas películas, centrado en la tesis de un supuesto antibelicismo y un cuerpo crítico flojo, explica cómo éstas fueron las grandes causantes de las lecturas equivocadas de, por ejemplo, Apocalipsis ahora o Salvando al soldado Ryan; si uno simplemente las ve, descubre que lo que hacen es justamente ensalzar los valores de la guerra.
        Más adelante el autor, estudioso de Orson Welles y participante del trabajo que concluyó en la reciente versión del director -un término del cual él mismo se encarga de desconfiar- de la película Sed de mal, hace una lectura de la carrera de este cineasta a la luz de las contradicciones que se establecen entre creador y personaje público. Lo que Rosenbaum tiene que decir sobre esta figura y sus relaciones con la industria resulta en un análisis coherente de la difícil combinación entre mercado y arte, de la mezcla entre presentación, pretensión y representación de los ámbitos de la creación contemporánea. Es obvio que en un análisis semejante se hacen innegables las cuotas de racismo, de aislacionismo que la industria cultural norteamericana vende hacia el mundo. Rosenbaum muestra la ignorancia de los autores, productores y público estadounidense en general con una breve constatación: todos ellos dan por hecho que el resto del mundo tiene la secreta esperanza de ser ciudadano de los Estados Unidos. A pesar de que algunos de nuestros periodistas locales –como Alberto Fuguet o Ernesto Ayala– parecen rebatirlo con sus artículos, Rosenbaum se dedica a argumentar cuán errados están sus connacionales, por cuanto la producción de cine del mundo tantas veces se encarga de desbaratar los esquemas estructurales, organizacionales y productivos que exporta Hollywood. Sin embargo, el autor constata que estos esquemas han calado hondo en los circuitos no comerciales, convirtiendo a los festivales –que alguna vez se ocuparon de admitir también las políticas creativas anticapitalistas– en centros de la publicidad del entretenimiento. Así también el American Film Institute aparece en este libro como un organismo publicitario que elige algunas de las películas más nacionalistas de los Estados Unidos dentro de su lista de las cien mejores películas de la historia, donde la mención a películas extranjeras es mínima.

        Las guerras del cine rebasa necesariamente la esfera del cine y el territorio de los Estados Unidos al criticar una forma de producir información desde una perspectiva ideológica y cultural. Cómo no ver la actualidad que una cita como esta tiene en nuestro propio campo cultural: “En la mayoría de las revistas y periódicos el problema reside en que se respeta tan poco a la crítica de cine que cualquiera con cierto nombre o con los contactos adecuados termina escribiendo sobre cine, a menudos con resultados lamentables”.
        Si bien las opiniones de Rosenbaum son aún modernistas en el sentido que pueden serlo las opiniones de Theodor Adorno sobre el arte, el lector también puede y debe aplicar sus propios lineamientos críticos a la perspectiva propuesta en Las guerras del cine: sustentado en una teoría de corte marxista y cercana a la crítica francesa –el mismo autor nos cuenta que parte de su educación cinematográfica la hizo en Francia–, su defensa del cine extranjero en el sobrecargado medio de los Estados Unidos destaca a ciertos cineastas por sobre otros, a los que han conseguido fabricar sus espacios de exhibición y red de intereses alternativos en base a afinidades contraculturales o de cercanía ideológica por sobre los que no tienen una plataforma discursiva. En este sentido, sin embargo, es loable que el mismo autor remate su ensayo con una autoentrevista, en la que responde a ciertas críticas que exige su argumentación y vuelve sobre la paradoja que sustenta cualquier crítica o intento de explicar lo que pasa en las sociedades humanas: nuestra visión es limitada y parcial.

 

 

 

 


Las guerras del cine. Cómo Hollywood y los medios conspiran para limitar las películas que podemos ver. Jonathan Rosenbaum. Uqbar Editores. Santiago, 2007.