LA MESERA ERA NUEVA, de Dominique Fabre

UN DÉBIL NO SÉ

 

la_mesera_era_nueva1La única página de los libros que casi nunca leo es la contratapa, ni siquiera cuando busco un libro al azar en las librerías; en esas ocasiones prefiero apoyarme sobre lo que dice el índice o alguna de sus páginas, las que, fragmentarias, hablan por lo menos las palabras del autor. Pero en esta ocasión se me hizo imperativo. Al cerrar mi ejemplar de La mesera era nueva me había quedado en blanco, casi como si no hubiera leído nada, no sabía siquiera qué decirle a mi esposo sobre la novela que me había visto cerrar, más que un débil no sé. Sin embargo, el texto de la contratapa me confundió más; el que había escrito eso transmitía la misma falta de emoción, como quien olvida a la persona que acaba de pasar a su lado. Por momentos parece que al responsable de ese texto ni siquiera le hubiera gustado la novela y simplemente se aburriera con ella, porque al fin allí no había pasado nada.

            Y claro -pienso varias semanas después de esa primera dubitación-, tiene que ver con eso, con lo que en la teoría dramática se llama narrativa del conflicto central, estas verdaderas anteojeras a las que nos ha acostumbrado el cine gringo comercial, donde cada uno de los acontecimientos está puesto por algo, porque alguna incidencia va a tener en la trama o, como dice Henrik Ibsen -uno de sus más célebres gestores- en una frase que se ha hecho lugar común, "si vas a poner un rifle en escena, utilízalo". Debido a esa omnipresencia, no hablar el lenguaje del conflicto central no es sólo una opción artística, sino que se transforma en una oposición de tipo político o cultural al arrastre que causa esta escuela de pensamiento. Por ahora sólo recuerdo dos ejemplos cinematográficos donde esa oposición se hiciera patente: Jean-Luc Goddard -figura célebre que ya no necesita más comentarios- y Carlos Sorín, argentino cuyas historias sobre aconteceres que no se organizan en torno a una amenaza, transforman al receptor que vive en el reino del conflicto central, lo que constituye una entrada potente para interpretar la fascinación que causa su poética. Se podría alegar que ese efecto es el que produce la literatura, pero mirando hacia atrás encontramos varios ejemplos donde el relato de novelas y piezas teatrales es el de una crisis. Ahora -varias semanas después de esa primera dubitación-, creo que la oposición a ese esquema narrativo gringo es la particularidad del estilo de La mesera era nueva.

            El título de la novela coincide con su primera frase. Podría haber sido ése su  nombre como cualquier otro, pues no se refiere directamente a lo que sucede -como pasaría en una película, la mesera sería el punto de interés de la historia y se desarrollaría en torno a los intrincados deseos de una seductora mesera-, sino que simplemente es el inicio de algo, del relato, de los acontecimientos. Junto al título se da a conocer la voz narrativa, esa mirada distante que la caracteriza, un desapego que a veces se confunde con felicidad y otras con melancolía; la quietud interior que recubre las imágenes de desasosiego cosmopolita, la convivencia resignada de los errores del pasado con el rutinario presente; una voz que no parece encontrar un mejor adjetivo que vieja para describirla como cansada y descreída. Tras esa distancia hay un misterio, el hecho que anuncia una crisis: el jefe del café donde trabaja Pierre, el cocinero congolés y la mesera nueva, ha desaparecido. Ni siquiera su esposa que vive en el piso de arriba y lleva la caja sabe dónde está, pero sospecha -como todos ellos- que se ha ido con la mesera antigua, que se ha reportado enferma. A partir de un argumento que bien podría ser el de una película, Fabre decide contar sucesos como un trasfondo sordo a la narración llena de digresiones del monólogo de Pierre, mientras se prepara para servir a los clientes, ordenar la caja, tomarse él mismo un café junto al cocinero, viajar a su casa, comer solo, acostarse, leer un rato, vivir en silencio.

            Tras esa rutina que domina y sostiene el relato, de a poco se desarrolla la historia; la distancia que Pierre ha procurado mostrar no evita que los acontecimientos de quienes son apenas más jóvenes que él, pero que aún se sienten capaces de padecer las historias y sus amarguras -a quienes, al parecer, les corresponde pensar en que los acontecimientos se desarrollan en torno a un conflicto central-, le afecten. De a poco el trasfondo empieza a desempañarse; la historia de un solitario se transforma en el relato de la vida de miles. No es la voz de Pierre la que está distante, sino que somos todos los que no atendemos a quien pasa por el lado camino a tomar el metro; nos desentendemos de los viejos, de los inmigrantes, de los solitarios, de los que dependen de otros: una sociedad incapaz de sentir. La prosa anhedónica aunque amable y limpia de Fabre logra dar con la rutina y la insatisfacción de estas vidas privadas de su happy-end.

 


LA MESERA ERA NUEVA. Dominique Fabre. Lom Ediciones. Santiago, 2006.