LA LETRA VOLADA, de Pablo Oyarzún

RETRATO CON PIPA: LA CARTA PELADA

 

Primero un recuerdo, una anécdota: en una sala de clases vecina al patio –las copas de sus árboles se alcanzan a asomar en sus ventanas, por donde entran también las voces de los estudiantes que no están en clases–, un profesor presenta a un grupo de alumnos de primer año de Letras el programa de su curso, con el título algo absurdo –deja caer, como quien no quiere la cosa– de «Historia de las Ideas». No recuerdo cuál de sus afirmaciones, improvisaciones brillantes pero deliberadamente descuidadas sobre este tema, indignó a un estudiante aventajado que, con esa ansiosa pedantería de los jóvenes que se saben inteligentes (y no saben todavía cuánto les costará librarse de la estupidez que toda inteligencia trae mezclada consigo), lanzó una pregunta, algo como «¿Estamos asumiendo entonces para efectos de este curso que..?» (lo que seguía poco importa, era una de esas trabajosas elucubraciones que se agarran de una afirmación hecha al pasar como de la barra de un trapecio para componer piruetas en el aire, pesadas piruetas que el público observa con fastidio o impaciencia apenas disimuladas). El profesor interrumpido levantó una ceja, escuchó la pregunta con un amague de sonrisa creciendo en sus labios, y contestó «no», con un aire inocente que hizo más certero aun su laconismo. Touché. El profesor en cuestión es el autor del libro que intentaré reseñar. La identidad del alumno humillado (con una humillación aleccionadora que tiene más del inglés to humble que del hiriente humiliate) dejémosla en suspenso por ahora.
          Pablo Oyarzún es autor de una lista de escritos apabullante por su abundancia (la solapa de este libro habla de «350 publicaciones»), por su diversidad (traducciones del griego, el inglés, alemán y francés, ensayos sobre todo el espectro que va desde Diógenes a Duchamp, pasando por Eugenio Dittborn y la desazón de lo moderno), y por su siempre impresionante lucidez: sus ensayos nunca dejan de arrojar luz sobre el problema que abordan desde un ángulo insospechado. Por otra parte, hay que subrayar que está lucidez no carece de un lado sombrío: la escritura de Oyarzún siempre es sumamente opaca, no en el sentido de opuesto a lo brillante sino a lo transparente, y este último libro suyo no es una excepción a esta regla. Tal como en sus libros anteriores, hay aquí una diversidad a ratos fascinante y a ratos un poco irritante en su indisciplina, en su displicencia, digamos (en el sentido de «desaliento en la ejecución de una acción, por dudar de su bondad o desconfiar de su éxito»). Esta displicencia no es gratuita ni accidental en un libro que se abre con un ensayo sobre la relación entre literatura y escepticismo, uno de los prismas que pretende darle cierta unidad al volumen. El autor postula, en ese primer ensayo (al que me atrevo a atribuirle cierto carácter programático), que «es posible considerar a la literatura como variante del escepticismo», y desde esa afirmación se lanza a examinar a Montaigne, Swift, Lichtenberg, Hölderlin, Nietzsche, Kleist, Poe, Baudelaire, Lewis Carroll, Kafka, Benjamin, Mistral, Borges y Jabès, para concluir con dos ensayos de nuevo abocados a asuntos teóricos: «Literatura y utopía» y «Variaciones sobre el fin de la literatura».
          En el primer ensayo, que sirve de pórtico al libro, Oyarzún distingue entre el escepticismo como escuela, actitud, y estrategia. Su propio libro oscila entre las tres, pero (en virtud de la relación paradojal entre el escepticismo y la afirmación de lo que sea) la proposición de una tesis sobre la relación entre literatura y escepticismo lo acerca por momentos a un cierto tono escolar que no se concilia cómodamente con la actitud escéptica. De esta incomodidad nacen los méritos y las virtudes de este libro. En cuanto a la apuesta de una relación intrínseca entre literatura y escepticismo, un lector de actitud escéptica seguramente se encogería de hombros y mascullaría que se puede perfectamente escribir un libro destinado a demostrar que existe una relación intrínseca entre literatura y dogmatismo con sólo escoger otros ejemplos (pensemos en una colección de ensayos que fuera de Dante a T. S. Eliot, de Virgilio a Calderón de la Barca, de Claudel a Milton). Pero se trata menos de sostener la hipótesis opuesta a la que el libro de Oyarzún propone que de sugerir que del hecho que la literatura se resiste a establecer una relación unívoca con la verdad no se deduce necesariamente que ella esté afirmando que no es posible establecerla. En otras palabras, si se le piden peras al olmo y éste se rehúsa a darlas, no hay que necesariamente concluir que los olmos son perales obstinados en la esterilidad. La objeción es injusta, lo sé, y el propio Oyarzún matiza su tesis al sugerir que el escepticismo es un momento «originario, vigente quizá (…) en todo ejercicio literario». Difícil sería oponerle objeciones a esta afirmación: uno podría distinguir trazas de escepticismo en toda empresa humana. Más difícil me parece digerir su cláusula segunda, el escepticismo como un momento «susceptible de ser independizado y convertido en el epítome de la literatura sin más». Esta epitomización (por usar una palabra fea que no existe) me parece sumamente problemática, y creo que de hecho es la semilla de la constatación del fin de la literatura con que concluye el libro: ¿una vez más los poetas expulsados de la polis? ¿La filosofía danza sobre la tumba de la literatura, que acaba de cavarle a fuerza de comentarla? ¿El pensador arroja la capa de escepticismo con que se embozaba y revela su uniforme de agente secreto de la policía hegeliana? Oyarzún rehúsa tan dramáticas revelaciones, como rehúsa cualquier tipo de catarsis; pero es justamente esa reticencia el arma más peligrosa que esgrime (y se trata, por cierto, de un arma de doble filo, vuelta constantemente contra la mano de quien la sostiene). De hecho, una pista curiosa para discutir las tesis de Oyarzún sobre la relación entre literatura y escepticismo es su constante apelación, no tanto a Hegel (tal vez el más acendrado enemigo del escepticismo del que él mismo parte) como a Aristóteles (tal vez el más sutil de sus oponentes), cuya definición de la poesía como ficción, como trabajo sobre lo posible, subyace a muchas de las incursiones de Oyarzún en este terreno. Este libro habría entonces que leerlo dos veces: una de principio a fin y otra al revés, en dirección opuesta –como escribe Oyarzún que afirma Poe que leen los chinos–, desde el fin de la literatura al escepticismo del que parte: el tono dubitativo de sus primeros ensayos me parece una mejor conclusión que el tono algo apocalíptico de los últimos. Otro orden posible de lectura exigiría reemplazar la disposición cronológica adoptada por Oyarzún (basándose en la época en que escribieron los autores que comenta) por la fecha de escritura de los ensayos. Esto proporcionaría una suerte de retrato movido de la trayectoria intelectual de su autor, algo así como el sustrato de experiencia que subyace (si le creemos a Montaigne) a todo ensayo. Es, de hecho, curioso que un libro que parece suscribir ese imperativo de Montaigne de escribir siempre desde el propio yo contenga tan poco material, por así decirlo, personal. No se trata, podemos suponerlo, de una simple distracción. O más bien, sí, pero de una distracción de esas en que se juega un destino. El libro exhibe en su portada, como todos los de esa colección, una foto del autor. Pero a partir de ese momento, el autor se resiste a entregarnos imágenes suyas: los autores con los cuales dialoga son también las máscaras con que revela su rostro, al elegir maneras particulares de ocultarlo, siempre con los labios a punto de alzarse en una sonrisa que nunca se convierte en franca carcajada, una mueca que tiene algo del carácter enigmático que se atribuye a la Gioconda (y podría uno imaginarse que la pose de Oyarzún para la foto en la portada es otra variante duchampiana del cuadro de Leonardo, al que en vez de dibujarle bigotes le roba la semisonrisa para instalarla en otro rostro).
          La foto lo capta con una mirada cuya fijeza en la cámara es el mejor modo de huirle a su dispositivo, con una mano que queda fuera de campo y la otra tal vez sosteniendo una pipa, la palma vuelta hacia adentro. Hay en todo el libro, creo, un solo momento que prolonga esta pose del autor, con una especie de confesión cuya propia candidez vuelve enigmática e incómoda. Este momento ocurre en un ensayo a propósito de la traducción, tarea que el autor define como un «hobby compulsivo» suyo, una definición paradojal que ese ensayo (dedicado a Borges) y el siguiente expanden. Pero es algunas páginas más allá cuando esta reflexión sobre la traducción adquiere matices curiosos, por decir lo menos, en el texto titulado «Traducción y melancolía», que invoca a Saulo de Tarso en el conocido pasaje sobre su conversión (y posterior reconocimiento como San Pablo) con las frases siguientes: «Pero me estoy desviando, o eso podría parecer. En todo caso, el arcano del diferencial a que aludo sería lo que, de manera imprudente, llamé el “momento mecánico”, y que he apostillado como espasmo, síndrome o patatús. Lo cual me trae a un motivo que en parte es personal, y que aquí evocaré –y no se me pidan explicaciones– sólo por interposición de una máscara; es un motivo que quizá determina el talante melancólico –no el único, sin duda– del traductor».
          Este pasaje, con sus complicadas concesiones y deliberadas oscuridades, tiene algo del chiste judío que evoca Freud («¿Por qué me dices que vas a Moscú para que yo crea que vas a San Petersburgo cuando en realidad vas a Moscú?», o algo así). Aunque me inclino a pensar que la explícita interdicción de solicitar explicaciones es en realidad una invitación a hacerlo, me abstendré en este caso de exigirlas y, con mayor razón aun, de proponerlas. Pero no me resisto a apuntar que tal vez el momento de descubrimiento de que «cierto tipo de personas, desdichadas personas [entre las cuales el autor obviamente se cuenta], (…) sólo pueden cumplir la inscripción de sentido –y de sí– a partir del estímulo de algo anterior y exterior» (los traductores), tal vez, decía, estas personas no estén destinadas tanto a la «inmersión (…) en la piscina de Narciso» con que concluye el ensayo (y habría que pensar aquí en la Alicia de Carroll), sino a la suerte sin duda más modesta de la ninfa enamorada del muchacho que contempla enamorado su reflejo, y cuyas palabras no puede contestar sin repetirlas, desplazándolas inevitablemente hacia un sentido diverso del que tienen (se ogni pittor dipinge sè, ogni scrittor dipinge –sempre– altrui).
          Como el cuento de Poe que tanto Borges como Cortázar tradujeron, y del que toma su título este libro («The Purloined Letter»), en los ensayos de Oyarzún las más inquietantes verdades no están veladas, sino expuestas con esa misma candidez (la mejor máscara) que adorna la portada. Deben ser tomadas no figurativamente, sino al pie de la letra («esto no es una pipa»), con exacta, estricta literalidad. La letra volada es también una letra velada, pero el retrato del autor es esa veladura y no lo que se oculta bajo el velo (pienso menos en el autorretrato con pipa de Van Gogh, deliberada y enfáticamene desquiciado, que en el de Courbet, más sutil pero no menos radicalmente loco, los párpados bajos, perdido en la contemplación de un suelo que no cabe en el cuadro, tal vez porque no lo hay). Esta relación entre lo literal y lo figurado es justamente el problema que está al centro de la traducción, su núcleo escurridizo: se podría decir que este volumen de Oyarzún (y tal vez su obra entera) funciona, entre otras cosas, como una fenomenología de la letra, ya que no del espíritu.
          Hablaba antes de cierta displicencia vinculada al desamparo, desde donde Oyarzún dispara. Hablé también de indisciplina: uno de los rasgos fascinantes de este libro es su constante desmarcarse de los límites disciplinares. El autor es un filósofo díscolo que insiste en irse a jugar en el lado de los escritores y de los artistas, para mostrarle al pensamiento lo que se pierde al no perderse en esos derroteros. Pero, agente doble, Oyarzún mete autogoles en el equipo al que se pasa, como para recordarle que se trata menos de ganar algún partido que de desconcertar al enemigo (que tal vez no es más que un espejismo). Habría que decir que este ejercicio de Oyarzún tiene que ver no sólo con una incomodidad en cuanto a los límites del pensamiento (que colindan con la literatura o tal vez están contenidos en ella como un recinto cerrado, su fuero secreto), sino también, sin querer queriendo, con un remezón a los límites en que los estudios literarios (en general pero particularmente aquí) intentan contener, definir, atrapar a su objeto (permítaseme, de paso, una provocación: si no fuera por algunos filósofos que persisten en abordar la literatura general o comparada, o, digamos, la literatura que está algo más allá de las fronteras locales, los literatos nos tendrían reducidos a una dieta insalubre de estudios exclusivamente sobre la literatura chilena de anteayer).
          Tal vez lo más notable de este libro de Oyarzún es su capacidad de aliar un rigor conceptual nada despreciable a una pasión –un pathos– de la lectura en todo lo que ella tiene de dislocadora de certezas, de desoladora, sacándole el piso al pensar. Y sus momentos menos afortunados (para mi gusto, por ejemplo, el ensayo sobre Kleist o la pequeña nota sobre Jabès) tienen que ver con un relajo de esa dualidad (tal vez insostenible a largo plazo). El texto de Oyarzún sobre Mistral –donde muestra que no sólo tiene mucho que enseñarle a los estudiosos de la literatura sobre la literatura europea, sino también sobre la supuestamente más nuestra, la más cercana y por lo mismo menos familiar– propone llevar a cabo una lectura que llama exigente, una lectura que «ama del poema lo que lo fuerza a pensar, a romper con sus hábitos, a quebrantar sus categorías, a desasirse de sus pertenencias institucionales, lo que, para decirlo en una palabra, urge al lector a hacerse cargo, con el poema, de su experiencia». Los mejores textos de Oyarzún no sólo le son fieles a esta exigencia, sino que conminan al lector a serlo: tal vez por eso el libro apela tan poco a la propia experiencia, porque entregárnosla, si fuera posible (como si fuera la experiencia algo de lo que uno es dueño), nos parecería tal vez aliviar de la carga insoslayable de asumir la nuestra, en toda su impropiedad. En eso, Oyarzún tiene a veces algo de maestro zen o –en un registro que seguramente le resultaría más cercano– de escéptico griego, de ese Diógenes a cuyo dedo el autor le dedicó su primer libro. Entre la duda y el dogma, entre lo didáctico y lo desolado, Oyarzún nos enseña, a ratos con el dedo apuntando hacia arriba, como el Platón del cuadro «La Academia», a ratos con el dedo indicando hacia abajo, como el Aristóteles del mismo cuadro, y por momentos enseñándonos el dedo medio, alzado. No le queda a uno, ante ese gesto, más que alzar también el dedo, en mi caso un índice, como el de un alumno que –todavía– levanta la mano para hacer una pregunta.

 


La letra volada. Ensayos sobre literatura. Pablo Oyarzún. Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago, 2009.