LA FÁBRICA, de Juan Guillermo Tejeda

FORMULAR LO TINTINEANTE

 

El mapa de La isla del arte cierra este libro y, cual papel de envolver, me sirve para atar todo lo leído. Por varios minutos observo cada uno de los hitos georreferenciados y en red que allí se dibujan como impronta de la dinámica trayectoria de Juan Guillermo Tejeda, cada uno designado por nombres de artistas, obras, lugares, tendencias, expresiones lingüísticas, etcétera, todos transversales en el espacio y el tiempo. Pero La fábrica también abre con un mapa que repite el gesto compilatorio y se vuelve señal de ruta para el lector: allí están estampados distintos medios de transporte que, con su recorrido, trazan el contorno de los cinco continentes de una Tierra individual. Ambos mapas expresan un sentimiento de libertad incondicional, el mismo que se retrata en estas trescientas páginas de crónica, testimonio y gráfica.

        Tengo la impresión de que un enorme sentido común es el responsable último de estas memorias que rompen con la lógica de las jerarquías o los casilleros, y también lo que –desde una observación panorámica– hace que no se entrampe en inútiles directrices y frases armadas. En este sentido, la independencia con la que Tejeda hace es notoria: no es política en términos partidistas ni artística en términos curatoriales. Es una relatividad que puede generar desconfianza, pero que a la larga está avalada por sus trascendentes resultados en el campo artístico, por las creaciones suyas que se mueven entre la funcionalidad del diseño y la intelectualidad de la escritura y la lectura. Asumiendo esa forma, Tejeda logra dilucidar lo que para el grueso de la sociedad muchas veces resulta invisible: consecuencia de ese talento son las ilustraciones de los Artefactos de Nicanor Parra, el diseño del pabellón nacional de la Expo Sevilla, la gestión de los supermercados de arte, el concepto de The Clinic, es decir hitos culturales de nuestra historia reciente, anónimos y espontáneos para la mayoría, a pesar de que hablan directa y deliberadamente de nuestra cosa identitaria, enfrentando los burdos convencionalismos de lo chileno.

        Pero detrás de esas producciones, Tejeda concibe el arte como fábrica. Es la inquietud de trasladar la producción artística hacia lo útil y lo contextual, de gestionarla como una máquina que trabaja a escala de kiosco, pues de otra manera se “hubiera visto obligado a producir cosas de gusto mayoritario y preformateadas”. Así, esta máquina “fabrica productos para personas reales, aunque también para el imaginario colectivo”, que a fin de cuentas es el aporte real que yo veo en esta empanada mental del autor, compuesta por una innumerable lista de referentes que se acumulan desde su infancia.

        Esta poética existencial y constructora de mundo se plasma al modo de un glosario de palabras y frases que se definen en acuerdo al contexto personal y social del autor, cuya (gran) semilla es el Diccionario crítico del diseño que publicó Paidós en 2006. Estos conceptos aparentemente aleatorios se intercalan en la estructura del libro y funcionan como eje de lectura paralelo al del relato mismo, al eje gráfico y al eje que rescata los textos de terceros –todos los cuales dialogan barajados pero con ritmo propio– y me sirven para moverme con mucha más facilidad y mayor sentido: abuso, almas dañadas, años ochenta en Chile, artista, artistas entrampados, Barcelona, cambiar, catalán, clase media, colegio, contratos, cuerpo, digital, esclavitud, espacio público, ganar, horizonte, mandos medios, pene, pobres, poder, producto, protocolos estáticos, tiranía difusa, ver, vida social, visual; todos hablan por sí mismos.

       Relevante me parece sobre todo la expresión por el amor al trabajo, la dedicación a éste, la felicidad de proyectarlo y realizarlo, la ansiedad de oxigenar con él nuestro tan sofocado medio, de generar conversación y de aportar ideas al debate. Desde allí quizá se comprende la fatiga que el autor expresa con respecto a la actualidad y “el impacto noticioso de último minuto” –lo que sin duda comparto–, y al mismo tiempo la fascinación por el estado de las cosas, el pulso de la opinión, “las estrategias que se enfrentan en la marcha de los asuntos públicos”. Al respecto, la lectura corrobora que hay verdadera lucidez en estos gratos apuntes –debo destacar la pluma– que transitan entre la contingencia política y la inquietud creativa.

        ¿Por qué de pronto decide alguien dedicar su vida al arte? Podría decir porque se tiene una innata capacidad de aproximarse a lo que aún no es en términos de representación, o el talento para expresar en códigos legibles una realidad aún invisible. Juan Guillermo Tejeda comienza a cerrar una trayectoria amarrada al afán creativo y al compromiso nacional, desde un espacio personal que está dentro y fuera del país. Nutrir esa arista del espíritu nacional que está entregada a la mediocridad en el hacer –y que podría consignarse como un sentimiento de profundo amor a la existencia– es una respuesta y un resumen del espíritu de estas memorias, ese que me hace entrar en un diálogo directo con el autor, y cuya contraparte o respuesta es este texto que ahora anoto.

 

 

 

 


La fábrica. Juan Guillermo Tejeda. Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago, 2008.