LA CORRECCIÓN ES LITERATURA, AUN
No es corriente que una persona lea libros. Y menos que alguien los escriba. Sólo haciendo notar la excepcionalidad de esa actividad humana que se llama literatura es posible discutir un fenómeno que campea por estos días, al cual se puede describir vanidad autorial. Aunque quizás ocurra desde antiguo -desde el origen de la escritura o desde el siglo de las luces, por lo menos- que ciertos escritores consideren su condición de rareza como un trampolín para el ego. Hoy día se conversa, se alega a favor o en contra de Pablo Neruda y de cómo la imagen de su persona se cierne sobre sus textos, sobre los textos de otros y sobre ese discurso que se llama Chile. De paso la polémica ha servido para que los televidentes y los escolares se enteren de la vida de otros egos inflamados como Huidobro, Bloom, De Rokha, Parra, Lafourcade, Nobel; pero no muchos, aparte de esos pobres niños que han tenido que leer de tarea las Odas elementales y los 20 poemas de amor, se habrán acercado a un solo verso, y menos a los Poemas árticos.
Cuando un escritor se revela ante el hecho de que la materia con que trabaja es la intimidad y el silencio, pierde de vista sus palabras, sus párrafos, su libro, e intenta poner su imagen en la página. En vano. La página se vuelve un escenario, el libro se transforma en una marca comercial, el propio autor se vuelve una foto de solapa y su única relevancia será lo que esa foto diga o no diga contra otras fotos, otras marcas y otros escenarios. Las polémicas literarias no hacen sino normalizar la excepcionalidad de la literatura, domesticarla y hacerla dormir en las páginas de los diarios. Pero un escritor, como cualquier ser humano, necesita discutir los problemas cotidianos de su oficio, consciente de que para los problemas mayores está la novela y el ensayo. ¿Cuál es la grandeza de las minucias de la literatura? ¿Cómo se dice el oficio literario en lengua literaria? Para Alfred Jarry, la respuesta era reírse de la teoría literaria, o bien entender que el humor es tan abstracto como un análisis; literatura es excepción y patafísica -es decir, otra disciplina- la constante de las excepciones.
Jean Echenoz propone el reverso del chiste de Jarry como remedio para la vanidad autorial: medir el ego del escritor con la muerte, la formidable muerte. Jérôme Lindon es una novela corta que se enfrenta -aunque oblicuamente- a la pregunta soslayada por quien crea que su trabajo es ser genio, profeta, barómetro de los tiempos, fundador simbólico de una nación, diagnosticador de la sociedad, puente entre las Eras; en fin, por cualquier escritor que piense en la fundamental importancia de su obra: ¿seré inmortal acaso, si mis papeles escritos se leerán a duras penas en cincuenta años más? Echenoz no formula esa pregunta, más bien la susurra en cada una de las descripciones que hace de la relación profesional y, finalmente, amistosa que tuvo con Jérôme Lindon, su editor de la francesa Editions de Minuit.
Un autor decide escribir una memoria de su obra, de su vida, de su vida en relación a sus obras. Podríamos leer una mistificación en primera persona como Confieso que he vivido, hinchada de tiempos verbales en pasado, viajes, nombres, ajustes de cuentas con personajes que tienen el nombre de seres humanos, escritores o no. ¿Para qué escribir esa memoria? Para que no se pierda mi vida, que es única, dice sabiamente la vanidad autorial. O bien podríamos leer breves anotaciones donde casi nunca aparece el nombre del autor y apenas uno o dos títulos de sus premiados libros. En cambio el relato está en presente, ni siquiera habla del autor, sino obsesivamente de su editor. Para colmo de su editor, nada más odiado por la vanidad autorial.
Echenoz no sabe qué está escribiendo, pero escribe "la cosa comienza un día de nieve". Jamás explica la composición de sus textos, sino que habla minuciosamente de los lugares de París que conoció junto a su editor, de cómo éste lo invitaba a caminar y siempre lo dejaba atrás, antes de mencionar la desilusión de los rechazos de su primer manuscrito. Nombra el temor que sentía cuando el editor no lo llamaba durante semanas, la inseguridad de cuando el libro no se vendía. Jérôme Lindon dejaba atrás a Echenoz en sus caminatas, lo presentaba a Beckett, Robbe-Grillet y Marguerite Duras, pero con el autor siempre terminaba conversando con su editor, no con los colegas.
¿Qué cosa "comienza un día de nieve", el genio literario de Echenoz acaso? No. Su vida profesional, su relación con Lindon, con la persona que lo publica, que le recomienda películas y lo invita a restaurantes. Nada más prosaico, nada más importante en la vida del escritor, del ser humano. Lindon le enseña a Echenoz que la palabra "aun" se escribe "aún" cuando quiere decir todavía. Lindon es partidario de que el ritmo de la frase esté expuesto por las comas, pero Echenoz no las quiere ocupar. Jérôme Lindon es la primera novela de Echenoz publicada en Les éditions de minuit tras la muerte del editor. "Todo termina una mañana gris", escribe Echenoz a propósito de la muerte de Lindon, al concluir esta novela donde ningún "aun" lleva tilde y las comas abundan en el párrafo. Echenoz, sin explicitarlo, declara que sin Lindon ya no sabe escribir correctamente. Que lo echa de menos. Que no es un autor completo cuando desaparece su editor. ¿Qué es ese "todo" que termina, entonces? La vanidad del autor. Una excepción, pero así comienza la literatura.
JÉRÒME LINDON. Jean Echenoz. Lom Ediciones. Santiago, 2004.