JAMÁS EL FUEGO NUNCA, de Diamela Eltit

PEDAZOS DE CUERPO SOBRE ALMOHADAS DE PIEDRA

 

 

No se puede dormir sobre piedras.
        Una mujer, me contaron hace muchos años atrás, miraba los árboles de la plaza desde la ventana de su departamento, único paisaje posible después de un accidente que la había dejado postrada. La proximidad del otoño la hacía elucubrar sobre la serenidad de los árboles al perder las hojas, las partes de sus cuerpos –que ya no eran más– diseminadas sobre la tierra, pudriéndose ahí y luego alimentando ese tronco y las nuevas hojas que las reemplazaban; pensaba en el sereno padecimiento y en el suyo, alimentado de recuerdos que habitaban su dormitorio como ánimas en pena.
        Ese cuento me viene a la memoria durante la lectura de Jamás el fuego nunca, de Diamela Eltit, tal vez por la recurrencia de algunos motivos: el cuerpo, el padecimiento, la vejez, la ciudad, el departamento, la proximidad de la muerte. Pero también porque las analogías y metáforas sobre las que se construyen los respectivos relatos resultan previsibles. En esta novela, Eltit presenta una imagen ya conocida en su escritura: el cuerpo padece lo que la sociedad. Ese reelaboración –en negativo– de la metáfora organicista que los políticos del Iluminismo usaron para describir el comportamiento de los individuos en la sociedad moderna es trasladada aquí a partir de su unidad mínima: la célula, que vincula la unidad biológica de los cuerpos con la base de la jerarquía revolucionaria y el aislamiento moderno.
        Las células, aquellas piezas y departamentos donde se desarrolla la vida, se presentan en esta novela como entidades viejas y monstruosas que se han expandido a la misma velocidad con que se construye la ciudad de hoy. Cada cual está encerrado en su casa –quizás sería más exacto usar el término apartamento–, imposibilitado de salir, alimentándose de su propia mierda y deshechos, llenando el espacio de olor a encierro, a descomposición, de un calor que se impregna en todos los resquicios del hogar. Y a semejanza de esos árboles que miraba la anciana desde su ventana, quietos frente a la muerte, los personajes habitan un cuerpo que no les pertenece, como si ya estuvieran muertos. Casa y cuerpo son lo mismo en la narración de Jamás el fuego nunca: se trata de que el cuerpo sólo en su forma más patética –expuesta aquí por la descomposición, la cercanía de la muerte, la enfermedad y la vejez, aquellos motivos que tradicionalmente son atribuidos a la escritura femenina– parece poder traspasar sus propios límites, que biológicamente lo destinan al aislamiento.
        En sordina está la amenaza del cáncer, pues el cuerpo y la habitación de los personajes se plagan de discursos que no le corresponden, y que resultan mortíferos. La narradora vive junto a un hombre en un departamentito que es eco de las reuniones de la célula revolucionaria a la que ambos pertenecían. En el presente la narradora insiste en recordar las emociones, los padecimientos sentimentales que invierten la jerarquía logocéntrica de la desaparecida célula, donde él era el líder y ella lo apoyaba masculinamente, sin aparentes padecimientos y con una falsa frialdad que sólo miraba los objetivos. Ahora, sin embargo, conviven con un odio que los roe desde dentro del mismo apartamento: el hombre en la cama, paseándose en bata, fumando, acechado por la narradora como si se tratara del enemigo que se ha infiltrado dentro de las cuatro paredes. Hoy, en la pequeña célula, ella es la proveedora y quien marca el ritmo de la rutina cuando el hombre está tan debilitado por la enfermedad que le permite dejar que aflore su amargo histerismo sobre el pasado. Nuevamente los géneros se transforman en habitáculos impostergables, a la vez causa y efecto de una confrontación: la célula se ha rebelado contra sí misma. La ineptitud de la palabra de antaño provoca esta escritura cargada de reproches y amargura, que se pasea como un fantasma entre la acabada realidad. El lenguaje de Eltit –sus frases insistentes, sus merodeos paranoicos– se traslada al espacio de la intimidad de la pareja, a esa cama donde los recuerdos, como piedras sobre la almohada, perturban el cuerpo y llaman al insomnio.
        Para cualquiera que conozca de cerca a un anciano infeliz que se queja de su vejez no resultará extraño el estado de ánimo que provoca Jamás el fuego nunca, en la voz y acciones de personajes insatisfechos, amargos, marginados, solitarios, tristes y que sólo pueden ver lo que dejaron atrás, como si los árboles se quejaran y no pudieran parar de hablar sobre las innumerables hojas que han dejado ir durante otoños anteriores, como siempre.

 


Jamás el fuego nunca. Diamela Eltit. Editorial Seix Barral. Santiago, 2007.