EL CUERPO DEL RÍO
Su estación
Me pregunto si escribir sobre un poema sin desafinar es trabajoso sólo para mí o para cualquiera que haya despotricado suficientemente contra ese lugar común del vate nacional que, para bien o para mal, campea aún en las bibliotecas, en los pocos libros que el incauto lector de vacaciones puede encontrar en cualquier casa donde lo pille la canícula chilena. Pero la marea viene subiendo, lenta, empozado va quedando el adjetivo tradicionalmente caudaloso y en esta orilla la espuma de una diversidad de voces se aleja del chiste como de la oda, del énfasis ideológico como del simple ejercicio de afirmación psicoanalítica en un cuaderno que luego se publica. Entonces habrá que encontrar la palabra adecuada para anotar sin interrumpir la sensación que provocan los tres libros que Antonia Torres escribió con cuatro años de diferencia desde 1999, y que reúne en Inventario de equipaje. Los primeros versos de “Las estaciones aéreas”, sección inicial, ya lo advierten: “Remover los dormideros con asuntos inoportunos / como es la crítica / es encender la luz del velador y hacer inefable el sueño”. Muchos de estos poemas son pronunciados con las vocales arrastradas de una voz modorrienta que le comenta algo a alguien, que observa cómo el agua pasa mientras ella está acostada junto a su amigo bajo un árbol, que cita una frase encontrada en un libro de Cisneros, de Pavese, de Millán, que lee una carta llegada desde otro país, que come hojas de nalca mientras le hacen cariño en la cabeza, que conversa sobre los antepasados alemanes de alguien, que tararea un tango, que discute sobre la veracidad de un recuerdo mientras miran fotos. La poesía es el silencio entre demasiadas palabras o una palabra entre demasiado silencio, porque “cuando todo es imagen qué se puede decir / mejor es amarrar la barca a la orilla de esta página”.
Su tránsito
Una de las experiencias que hace tan cercana una buena novela es la materialidad que invoca su lectura –el lector se cansa pero quiere seguir dando vuelta las páginas porque los personajes parecen tomar cuerpo en ese relato del narrador donde tantas veces se puede sentir la respiración del autor mismo–, y parecida se hace la sensación que se va sugiriendo en el transcurso de la segunda sección de este libro, “Orillas de tránsito”, justo cuando el desplazamiento sugiere cierta narrativa: una voz poética tranquila, estacionada, que observa el agua corriendo como quien lee un libro fascinante por primera vez, como quien es niño y escribe –si eso fuera posible– que “ahora quizás / en estos meses de calma / pueda decir: fui feliz”, inesperadamente entra en la adolescencia cuando el amigo con el que estaba acostada bajo el árbol le da un beso; es la mutación del individuo en pareja, un hombre y una mujer se van a vivir juntos, nos cuenta la voz confundida de ella porque el aire que les limpiaba la cara desde el río –la estación quedaba frente al Calle Calle, cómo sentir que esa frescura pueda ser íntima a la intemperie si uno apenas conoce la hostilidad del Mapocho, la polvareda del Cachapoal– se enrarece ahora que están dentro de un departamento, entre cuatro paredes, en el contradictorio matrimonio de los que no tienen hijos, y “nuestra conversación se vuelve / una sala de cine vaciándose lentamente / al terminar la película que nos deja inmóviles / mientras el acomodador nos mira ansioso / apurando la cháchara y el pasillo”. El amor, el juego, la observación, la lectura maravillada empieza a quedar atrás, el tiempo hace su entrada y la voz envejece para volverse un cuerpo que ahora escribe para interpretar lo que no entiende, que practica sin resultado poemas nostálgicos si la única certeza es la “de un río que oculta, aún hoy, el sonido de la muerte”.
Su equipaje
Si este libro finalmente adopta el título de la sección dedicada a la fugacidad es porque quiere insistir en la contradicción y no en la armonía, aumentar la resonancia de una voz silenciosa, encerrada en una habitación o en la página para volverse escritura diferida –una carta, un mensaje para alguien desconocido, quizá un lector– que no puede escapar sin embargo del juicio biográfico o de la crítica periodística. Aunque en el retiro conseguido pierda el aire y la gracia de la ribera valdiviana hasta hacerse un bloque de prosa que atiborra cada superficie de la página, podrá llevarse esos objetos, esos fragmentos en el viaje solitario que emprende rumbo a Santiago, París, Buenos Aires o Chiuio, lejos del río vaciado donde “abajo, al fondo / la historia se aconcha en el barro”.
Inventario de equipaje. Antonia Torres. Editorial Cuarto Propio. Santiago, 2007. 85 páginas.