INICIACIONES, de Israel Centeno

EL ALUVIÓN

 

Quien responde a la trivialización de cualquier lectura con una frase que nunca traspasa otro oído ni perdura más que la página de un diario, quien se enfrenta con tristeza o con una puntada muda en la cabeza o en la pelvis a esa desidia que quiere que una persona sólo viva en encadenamiento con otras –a quienes no ha elegido– porque no hay silencio para escucharse, se enfrenta también a la tentación de sentir que leer es un acto solitario, un mero placer sin consecuencias, el entretenimiento de la simplificación: la figura del autor, la lista de ventas, la contingencia que rodeó la novela, su edición, su publicación, su traducción hecha especialmente para una entidad sin cara ni cuerpo ni nombre, que se llama el público. Cada vez que cierta frase sobresale de un párrafo ante mí lo suficiente como para pensar que fue una botella al mar dirigida a esta orilla me asombra que aparezca acá este yo, ese parapeto donde uno confía en que jamás se va a estar completo ni menos satisfecho porque hay oraciones de bocas o manos desconocidas que de repente narran con precisión alguna experiencia propia tan recóndita, innombrable, intocada e íntima –al fin– que las comparto con un centenar de personas que leen conmigo para saber que, si no soy único ni singular, tampoco seremos una grey ni una clientela.

        En ese instante de extrañamiento el lector se da cuenta de que está vivo, bombeando sangre y respirando sin querer en la lectura de una novela como Iniciaciones, sobre todo en ese efecto abismal que produce un narrador que describe en exactas letras de molde este mismo desvelamiento: “Por aquellos tiempos leyó Doña Bárbara por primera vez. Siempre había detestado al autor, pero un amigo mexicano insistió en que lo leyera. Al principio creyó que se enfrentaría con un Rojo y negro con criollismos, pero, sorprendida, fue más allá de la ciudad y participó en una épica, un mundo telúrico. Amelia logró encontrar un punto que la identificaba con la historia; en ella se dio el efecto contrario que esperaba el autor en sus lectores”. Es la pregunta –el aluvión de preguntas– de cómo escribir, cómo leer ese compromiso de palabra que al parecer existiría para explicar el tiempo –no otra cosa es un relato– cuando cada uno quiere comprar su propio reloj. ¿Las palabras pueden quedar grabadas en vez de cambiar según caiga la lluvia y se desborde el río, como le prometió Santos Luzardo a doña Bárbara y Moisés al pueblo elegido? Para Israel Centeno hay tantas posibilidades de contestar a esto como personas en una metrópoli que quieran marcharse al campo, y sin embargo cada vez que dos se unen entre sí para concebir una respuesta siempre se les hará necesario un espacio más grande, un jardín, un campo, un lugar en la naturaleza donde el hijo pueda jugar con tierra, correr y exponerse a la lluvia. Se trata del impulso inicial de todo negocio, de toda conquista, de toda colonización y de todo imperio: escribir un libro, plantar un árbol, tener un hijo. El fragmento inicial de esta novela de Israel Centeno pone en la voz difícilmente comprensible de un hombre bruto el relato de un aluvión, de un diluvio que arrasa con el lugar agreste donde se fundó la novela de este lado del mundo; en el fragmento final, Bárbara –estudiante de literatura y última descendiente de los que eran dueños de esos campos– decide escribir una novela sobre lo incomprensible que se le vuelve el cuerpo en la ciudad de Caracas, en la llanura de su infancia, en brazos de hombres, de mujeres, en solitario y en medio de la multitud. Sólo puede sentir que es una sola si se deja desleer, si permite que la crucen las voces de su hermano Andrés, de su primo León, de su madre Amelia; cuando habla con palabras de su profesor, un especialista en Simbología, puede hacer diagramas, símiles, correspondencias y teorías del lenguaje en torno a sí misma, tal como el bruto del comienzo sólo puede comunicar la furia que siente –la discordancia entre su cuerpo y sus palabras– contra su esposa, contra su hija y contra todas las mujeres a través de los alaridos con que arrea a las vacas en el campo. El múltiple relato de Centeno, la posibilidad ominosa de que todos sus personajes tengan el mismo apellido, el mismo nombre y la misma cara me hace pensar en que me quejo demasiado de la ciudad cada día, porque no entiendo cómo hay tanta gente metida en tan poco espacio, porque esos cuerpos y esa manera de hablar de ellos son los míos. Luego me acuerdo de que antiguamente no había que desconfiar de otros seres humanos, sino de los lugares deshabitados, pues ahí moraban los demonios; la palabra era un sonido sobrenatural, escribir era un acto valeroso y Dante se perdía en una selva oscura para encontrar a Beatriz.

        Ahora es difícil entrar al bosque. Nuestros entornos están hechos de pavimento, faroles, espejos y luces que tratan de señalizar claramente cada paso que damos. Los demonios han tenido que mudarse con nosotros a la ciudad y se hace urgente hablar en lenguas, conversar mirándose a los ojos, leer novelas polifónicas como esta a manera de un mapa; buscar páginas que se enfrenten y se cierren una sobre otra como modelos a escala de un espacio y un tiempo que siguen ahí a pesar de los seres humanos, dentro nuestro, en mi piel.

 

 

 

 

 


Iniciaciones. Israel Centeno. Editorial Periférica. Cáceres, 2006.