MOVIMIENTO DE DEDOS
Escribo esta nota al sol; si alguien viera la posición en que estoy, el lugar desde donde lo hago –tal vez si no quisiera imaginarme, si no compartiéramos idioma y apenas nuestras referencias compartidas fueran que somos dos y que uno busca hablarle a otro– se preguntaría cómo estoy escribiéndole, si acaso me llega su brillo en la cara o me le dirijo o si sólo pretendo decir algo acerca del sol. En el relato «La sacerdotisa del bosque» una mujer se transforma en un gato montés. Grita desesperada, pero en lugar de su voz no escucha miau o ñau, o miaou, sino nkui nkuau. En otras narraciones de Hormigas rojas, de Pergentino José, la sensación de ser observado por alguien con un arma a la distancia se alterna con la presencia de personajes que levantan el rifle para dispararle desde lo lejos a alguno que aparentemente no lo adivina. Y en otro relato más las peripecias opacas se extienden a medida que la explicación del narrador se hace más lacónica: «trataría de cumplir mi promesa de cuidar estos pájaros». Lo único que efectivamente podría llegar a saber quien lee es eso que alguien se ha tomado el trabajo de dejar por escrito. Pero, ¿por qué esta necesidad súbita –durante ya, cuántos, doscientos años, quinientos– de preguntarlo todo, de querer conocer hasta el último pelo de la cola? ¿Hasta cuándo la práctica de la creatividad verbal tendrá que asirse del superestrato epistemológico científico en su afán de que la escuchen más que dos?
Escribo esta nota al sol. La mujer, desesperada, grita nkui nkuau; sin embargo, alguien tiene que venir a ponerle cursivas, itálicas –como quiera llamarle– a esa y otras expresiones que se nos salen de lo común. Hormigas rojas es una novela con una fragmentaria estructura enigmática que sólo se revela en los últimos tres episodios breves: no es un conjunto de cuentos. Pero quien edita, perdón, quien lee se da el trabajo de decidir cuál será la última página para que el libro no se cierre demasiado pronto; ojalá que nunca. Entonces en otras de estas frases aparecen más expresiones en relieve tipográfico, un narrador señala que ahí se habla lengua zapoteca, mejor no distraerse con la tentación de acudir a la biografía autoral de la solapa. Cómo no querer estar siempre traduciendo, cómo no buscar escribir siempre al sol, cómo no ir a los lugares con mejor música y mayor cantidad de gente y calor, sin embargo cómo no escucharse al tiro superponiendo una situación conocida –un hecho de la memoria, una escena mil veces encuadrada por el marco brillante de una pantalla entre marcas familiares, vínculo constante, adormecedor, calientito– a la narración de movimientos intrigantes, a través de pasajes de bambúes, bejucos, macahuites, madroños y piñanonas, de estos nombres inusuales que van sin apellido en compañía de ancianos, niños y animales amenazadores rumbo a espacios clausurados; cómo no querer inmediatamente hallar acá la alegoría de los últimos diez años de Oaxaca, del destino de su levantamiento popular de 2006, la recursiva referencia a una revuelta campesina más amplia sin tener que hablar de revolución ni de México ni de partido ni de institucionalizaciones; cómo no hacerlo: prestando oído a las perfectamente castellanas frases de este relato, en las cuales la noción de estructura sintáctica de sujeto se vacía igual que el zapoteco absorbe una y mil veces la lógica discursiva foránea donde existen tales cosas como nombres, causas, extensiones, efectos, adjetivos; la absorbe sin regurgitarla aunque en español se lea que uno está suspendido en los apelativos, que uno no progresa en los cuentos sino que se queda en los organismos aquí en vez de proyectar allá historias de amor, épicas, metadiscursos debidamente señalados para que nadie se pierda, enmarcados, iluminados, calientitos, planos, táctiles, transitables, compartibles, positivos, internacionales. Entonces cuál sería una manera productiva de leer esta novela, qué tan enigmático puede ser que uno de sus protagonistas diga «los zopilotes son sagrados» cuando se nos hace completamente contemporáneo un orden donde los pájaros de rapiña son intocables mientras los pollos y las gallinas terminan cocidos, rostizados, fritos, masticados y sus huesos crujen bajo las suelas que corren por las veredas y andenes ferroviarios de los barrios populares metropolitanos: la frase zapoteca no tiene traducción en Hormigas rojas y su castellano no quiere significar; no entrega un ahora sin final ni principio que no termina de consumirse, tampoco un rechazo a la historia en el relato, sino una voz que sigue hablando porque se moría de viruela, porque le disparaban, porque se caía de la espalda de su madre y sobre todo porque le cortaban la garganta con un machete: el uso continuo del pretérito imperfecto en las frases de estos episodios seguirá resonando para las autoridades que dieron la orden de abrirle fuego a la muchedumbre que se manifestó como todos los años en el zócalo de Oaxaca, en el momento que no pueda dejar de escribir al sol aunque me duela tanto la cabeza, cuando en un lugar llamado Loxicha sigan llegando a imponer el sonido desconocido de la J, y cuando ante varios de estos personajes alguien más saque a la distancia pañuelos blancos aun conscientes de que quienes van a disparar no quieren saber que eso significa algo.
Escribo esta nota al sol; si alguien viera la posición en que estoy, el lugar desde donde lo hago –tal vez si no quisiera imaginarme, si no compartiéramos idioma y apenas nuestras referencias compartidas fueran que somos dos y que uno busca hablarle a otro– se preguntaría cómo estoy escribiéndole, si acaso me llega su brillo en la cara o me le dirijo o si sólo pretendo decir algo acerca del sol. En el relato «La sacerdotisa del bosque» una mujer se transforma en un gato montés. Grita desesperada, pero en lugar de su voz no escucha miau o ñau, o miaou, sino nkui nkuau. En otras narraciones de Hormigas rojas, de Pergentino José, la sensación de ser observado por alguien con un arma a la distancia se alterna con la presencia de personajes que levantan el rifle para dispararle desde lo lejos a alguno que aparentemente no lo adivina. Y en otro relato más las peripecias opacas se extienden a medida que la explicación del narrador se hace más lacónica: «trataría de cumplir mi promesa de cuidar estos pájaros». Lo único que efectivamente podría llegar a saber quien lee es eso que alguien se ha tomado el trabajo de dejar por escrito. Pero, ¿por qué esta necesidad súbita –durante ya, cuántos, doscientos años, quinientos– de preguntarlo todo, de querer conocer hasta el último pelo de la cola? ¿Hasta cuándo la práctica de la creatividad verbal tendrá que asirse del superestrato epistemológico científico en su afán de que la escuchen más que dos?
Escribo esta nota al sol. La mujer, desesperada, grita nkui nkuau; sin embargo, alguien tiene que venir a ponerle cursivas, itálicas –como quiera llamarle– a esa y otras expresiones que se nos salen de lo común. Hormigas rojas es una novela con una fragmentaria estructura enigmática que sólo se revela en los últimos tres episodios breves: no es un conjunto de cuentos. Pero quien edita, perdón, quien lee se da el trabajo de decidir cuál será la última página para que el libro no se cierre demasiado pronto; ojalá que nunca. Entonces en otras de estas frases aparecen más expresiones en relieve tipográfico, un narrador señala que ahí se habla lengua zapoteca, mejor no distraerse con la tentación de acudir a la biografía autoral de la solapa. Cómo no querer estar siempre traduciendo, cómo no buscar escribir siempre al sol, cómo no ir a los lugares con mejor música y mayor cantidad de gente y calor, sin embargo cómo no escucharse al tiro superponiendo una situación conocida –un hecho de la memoria, una escena mil veces encuadrada por el marco brillante de una pantalla entre marcas familiares, vínculo constante, adormecedor, calientito– a la narración de movimientos intrigantes, a través de pasajes de bambúes, bejucos, macahuites, madroños y piñanonas, de estos nombres inusuales que van sin apellido en compañía de ancianos, niños y animales amenazadores rumbo a espacios clausurados; cómo no querer inmediatamente hallar acá la alegoría de los últimos diez años de Oaxaca, del destino de su levantamiento popular de 2006, la recursiva referencia a una revuelta campesina más amplia sin tener que hablar de revolución ni de México ni de partido ni de institucionalizaciones; cómo no hacerlo: prestando oído a las perfectamente castellanas frases de este relato, en las cuales la noción de estructura sintáctica de sujeto se vacía igual que el zapoteco absorbe una y mil veces la lógica discursiva foránea donde existen tales cosas como nombres, causas, extensiones, efectos, adjetivos; la absorbe sin regurgitarla aunque en español se lea que uno está suspendido en los apelativos, que uno no progresa en los cuentos sino que se queda en los organismos aquí en vez de proyectar allá historias de amor, épicas, metadiscursos debidamente señalados para que nadie se pierda, enmarcados, iluminados, calientitos, planos, táctiles, transitables, compartibles, positivos, internacionales. Entonces cuál sería una manera productiva de leer esta novela, qué tan enigmático puede ser que uno de sus protagonistas diga «los zopilotes son sagrados» cuando se nos hace completamente contemporáneo un orden donde los pájaros de rapiña son intocables mientras los pollos y las gallinas terminan cocidos, rostizados, fritos, masticados y sus huesos crujen bajo las suelas que corren por las veredas y andenes ferroviarios de los barrios populares metropolitanos: la frase zapoteca no tiene traducción en Hormigas rojas y su castellano no quiere significar; no entrega un ahora sin final ni principio que no termina de consumirse, tampoco un rechazo a la historia en el relato, sino una voz que sigue hablando porque se moría de viruela, porque le disparaban, porque se caía de la espalda de su madre y sobre todo porque le cortaban la garganta con un machete: el uso continuo del pretérito imperfecto en las frases de estos episodios seguirá resonando para las autoridades que dieron la orden de abrirle fuego a la muchedumbre que se manifestó como todos los años en el zócalo de Oaxaca, en el momento que no pueda dejar de escribir al sol aunque me duela tanto la cabeza, cuando en un lugar llamado Loxicha sigan llegando a imponer el sonido desconocido de la J, y cuando ante varios de estos personajes alguien más saque a la distancia pañuelos blancos aun conscientes de que quienes van a disparar no quieren saber que eso significa algo.
Hormigas rojas. Pergentino José. Editorial Almadía. Oaxaca, 2012.