AUTOPERCEPCIÓN
Parecido a un botón solo, a una tecla, a un garabato en la superficie electrificada de la pantalla, y luego al cadáver de una hormiga tras otra en el entramado del papel, no aparece aquí el cuerpo del que escribe, sólo figuraciones: brazos tan cortos, dedos tan anchos que no sé cómo alcanzo a moverme de la manera adecuada para dejar esta palabra; entonces viene otra voz que me desaconseja decir esto, que deplora la minúscula ficción de la materialidad de la lengua, como si no existieran los hechos concretos que me han tocado vivir, como si ignorara la posibilidad de cámaras de video caseras, de fotos y de espejos sobre enormes muros de edificios y centros comerciales me miento a mí mismo cuando no veo que escribe un hombre alto, flaco y al mismo tiempo gordo, mediano, indescriptible a fin de cuentas porque para eso necesito compararme con otro. “Ningún hombre es una isla”. Estoy seguro de que el encanto de esta frase de John Donne está en su arcaísmo, en la obviedad que no considera mujer, esclavo, niño ni animal. Durante la lectura de Habrá que hacer algo mientras tanto, del peruano Ezio Neyra, el humanismo renacentista –vitalizante y sensual, reduzco– se me aparece como ejemplo de cierta narrativa latinoamericana de ahora, donde un sujeto relata una parábola del descubrimiento de su propia sujeción: buscamos estar despojados de discursos explicativos sobre el mundo pero no soportamos el silencio, así que personajes, acciones y lugares son variaciones de todos esos nosotros mismos que nos disputamos el yo que escribe –que lee–, según sugiere el epígrafe de Freud.
Como un pedazo de tierra es archipiélago, continente o promontorio considerando el punto de vista del mar o el de la criatura que ahí vive, atenta a sus límites, Habrá que hacer algo mientras tanto quiere hablar de las categorías más formales, sí –puede ser una colección de cuatro cuentos, una miniatura de novela o una miscelánea de prosas–, pero sobre todo de la paradoja de que queremos darle nombres a este cuerpo, textos a esos nombres y una biblioteca a esos textos aunque los hayan inventado, ensuciado y reescrito otros, a los que no podremos zamarrear, agradecer ni insultar porque están lejos, al otro lado del mundo y del tiempo. Gordo, Mediano y Alto, los protagonistas de este libro, se ocupan de enumerar los peinados distintos que ensayan, se sienten “azules y aplatanados”, se apalean entre sí y no sangran, luego se reúnen para construir en plena ciudad cierta embarcación que “parece un patíbulo, una rampa, una cabaña”. Embarcación y texto, la superficie de este libro desarma una vez más la entrada a la tan adulta, cívica y familiar novela moderna, sale al descampado pero ahí no puede reconocerse, nadie habla su lengua y se pierde; los protagonistas que identifican sus cuerpos de goma en una larga fila para obtener visas de salida de su país se comunican según retruécanos verbales equidistantes de Rabelais, Cervantes y Boris Vian como –mantengámonos en la misma isla– Shiki Nagaoka con respecto a Li Po y Julius a Goethe. Finalmente se trata de forzar la soledad implícita en la literatura hasta escribir de ella, quizá el diario íntimo de quien despierta una mañana en su pieza sin habla, no sabe si está vivo o muerto porque sólo recuerda el lenguaje –que perdura, para bien y para mal– como pura información: estoy solo, nadie puede tocarme y decir si mi brazo es largo, si soy gordo, si soy una persona mediana.
A veces la literatura nos lleva lejos, pero no consigue apartarnos de nosotros mismos. Ya no hay ninguna necesidad de hablar con alguien, de escuchar a un doliente que quiere decirnos algo en la calle, y sin embargo no hay palabra privada de un lector y un escritor implícito. El arca de Gordo, Alto y Mediano tendrá que llegar a puerto, aunque no en este libro. Olvidamos que John Donne escribió su sentencia como una posibilidad entre cientos de sus meditaciones cristianas. Habría que considerar el punto de vista de la isla.
Habrá que hacer algo mientras tanto. Ezio Neyra. JC Sáez Editor. Santiago, 2007.