EL PÁRAMO CERRABA SUS ENTRAÑAS A LA SIEMBRA
Y que me atreva a sentarme acá para escribir sobre un libro diminuto, en sus bordes, encima de ninguna página fundamental cuando el terremoto nos dejó inmóviles y sin embargo nada nunca termina de asentarse en uno. Que las palabras parezcan no moverse lo suficiente para así poder hablar de que nuestras coyunturas son frágiles, que la tierra y el agua y el fuego harán lo suyo sin pactar con nosotros a pesar de las ficciones de ingenieros, sacerdotes y comunicadores. Pienso en el primer poema de Füchse von Llafenko, de donde he extraído el título de esta nota y también la sensación de que “las tierras […] jamás fueron un edén como se nos dijo”, según señala ese hablante extranjero que, recién llegado a tierras sureñas, pone en palabras ajenas eso que quienes hemos vivido toda una vida aquí decimos, por generaciones: este montón de tierra que llamamos Chile no nos quiere, se sacude de nosotros pero no de los pájaros ni de los árboles; esa enorme masa de agua quiere llevarnos hacia su fondo, quiere arrancarnos de ese arenal de tranquilidad que ha formado y que estos pequeños seres vivos insisten en ocupar con sus pulsiones, llenar de fuegos artificiales, acalorar con sus cuerpos; hacemos sentir a la tierra que adolece con nuestros festivales de la canción y con nuestras miradas de deseo sobre la arena, le impedimos olvidarse que ya completó, hace millones de años, su transformación desde la lava, su picazón de placas tectónicas y su propia inmadurez de continentes. Pienso en que los dos terremotos chilenos que me ha tocado padecer ocurrieron al final del verano, me pregunto si también en California, en el Vesubio y en Tailandia una masiva sexualidad humana se volvió demasiado magnética cierta noche de luna llena. Imagino el amor de los mapuches como contraste: que declaran su pertenencia a la tierra antes de cualquier emparejamiento, que alejados del pensamiento occidental, de Platón, de la patrística y la escolástica, no separaron el cuerpo de la mente ni del alma ni del espíritu, sino que se integran minúsculos como somos a este suelo, a la montaña, al volcán y al río por el que caminan cotidianamente para así, cuando en las explosiones bilabiales de la palabra con que dijéramos “nuestra tierra” estuviera incluido el deseo de tener en nosotros el temblor, su apetito subyacente, su necesidad de integrar otros cuerpos, no viniera el cataclismo de la palabra castellana, alemana, gringa que, desarraigada de su entorno, grita, balbucea y finalmente encuentra en el silencio su verdadero consuelo, en una introspección que en sí misma halla el sentido, siempre a posteriori como somos los romanos, nunca en el aquí ni en el ahora. Deambulamos como los personajes de Füchse von Llafenko, como fantasmas de la Recta Provincia, de los valles de rulo, de la Ciudad de los Césares o de los bosques repletos de espíritus perdidos de Chiloé; vivos o muertos, no lo sabemos, desesperadamente buscamos echar raíces y el suelo no nos deja: fundamos ciudades que son destruidas cada cien años porque los nombres que decidimos darles no resuenan en ninguno de los rincones. ¿Qué se ha concebido en Concepción? ¿Qué se ha constituido en Constitución? ¿Qué apostolado ha surgido de Santiago? Los españoles, los alemanes, los gringos llegaron a colonizar una tierra ya habitada por gente que desde hace cientos de años estaba entretejida con esa misma tierra y, cuando araron su suelo, navegaron su mar y creyeron ser los zorros –füchse– del valle, juraron que jamás se rendirían, ni siquiera ante la aparición de un puma mítico de nombre Llafenko. Pero ese juramento fue en vano; en la expresión de esa vanidad el pueblo de Llafenko de Gloria Dünkler limita con el Spoon River de Edgar Lee Masters, allá y acá las páginas llevan el epitafio de la profesora incrédula cuyas alergias, cistitis y enfriamientos la hacen rendirse ante la curandera local, el epitafio del joven mapuche al que su gente escupe por ayudar a los alemanes a abrir caminos con su machete o el del joven Karl, que en plena batalla por el ejército nazi se masturba con la foto de esa india a la que se unió una noche allá en Llafenko, y aunque se siente racialmente impuro es arrebatado por la certeza de que sólo en ese temblequeo se unió con su lugar, con su tiempo y consigo mismo. Hay una idea heterodoxa de pureza –alguna esperanza en la catarsis colectiva de este terremoto chileno– que Lao Tse sugiere en la sextuagésima primera meditación de su Hua Hu Ching: “La energía de la tierra, centrada en el vientre, se expresa como sexualidad”. Las imágenes televisadas de los caseríos de Cobquecura, Constitución, Dichato o Talcahuano enterrados, aterrados y diluviados no nos hacen bien; no estamos hechos biológicamente para presenciar todo el sufrimiento al mismo tiempo. Apenas podemos ser ubicuos y simultáneos en el éxtasis erótico. “No cantaremos a la rosa ni la haremos florecer aquí, / vamos a desojarla hasta hacerla sangrar, / hundirla en sus espinas, asesinarla, que así sea”, escribe quien habla en Füchse von Llafenko, un hombre anciano que hizo del erotismo una conquista, del deseo una empresa veraniega, un negocio con aquello íntimo que no se puede vender ni comprar, una siembra que si logra echar raíces tal vez haga que la tierra reaccione con violencia para expulsarnos de nuevo.