No parece de sentido común que Léon Bloy se ocupara, en dos libros publicados en Francia durante 1901 y 1913, de analizar las frases hechas de su tiempo, porque en una simple lectura tal parece un ejercicio pedestre para quien firmó algunos de sus diarios íntimos como El peregrino de lo absoluto. Sin embargo, su furibunda diatriba contra la lógica mercantil que se consolidaba como raíz de las relaciones sociales de todo el mundo tenía que confluir con su sensibilidad literaria, para que se preguntara qué esconde esta lengua utilitaria de todos los días, cuando no es simple crueldad. El asunto de su Exégesis de los lugares comunes es entender si la crueldad existe –como el amor, como la certeza– dentro de nosotros, agazapada esperando una situación que nos confunda, o si solamente sucede, como un accidente al que le ponemos nombre: malentendido, imponderable, vocablos con que nos explicarnos qué está mal en el diálogo entre un ejecutivo, con su traje nuevo, y la mujer que lleva dos niños en brazos:
–Coopere con una monedita.
–Todos tenemos problemas –dice él, mientras revisa sus bolsillos.
–La manera de dar vale más que lo que se da –responde ella.
Con otras vestimentas, este diálogo es tan viejo –tan nuevo– como la humanidad. De seguro el cristiano acérrimo que era Bloy sabía que en el bajo medioevo como en la Atenas de Pericles la lengua popular constaba de unos cuantos paños que se pueden usar una y otra vez, en velatorios como en cumpleaños cuando apenas muestran y apenas tapan, y que para Alonso Quijano todos los campesinos eran Sancho porque trataban de aprovecharse del Quijote. Con la entronización del dios dinero, dice Bloy, lo más común es el intercambio, la especulación: me hablas según te conviene, te respondo para saber qué escondes igual que abro la billetera. El lugar común, finalmente, es dónde y con quién elegimos estar. Una manera de decir la convivencia, lo que para los primeros cristianos era simplemente la limosna –la antigua elymosine se daba a cambio de nada– ahora es una empresa de solidaridad, cuando no la negación. Así nos explicamos que el latín haya pasado de ser una lengua sagrada, oscura y resonante a un subterfugio de leguleyos y de idealistas, devorada por ese grupo que en tiempos de Bloy se llamaba la burguesía –y ahora es toda la humanidad–, que quería secularizar los matrimonios y la comunicación: ser entendidos por muchos, comprendidos por nadie.
A diferencia de cualquier lengua nacional, el lugar común ignora el aporte del individuo. El periodismo actual nació en el mismo siglo que Bloy, quien coincidentemente propuso una secuencia para futuras exégesis de lugares comunes: “la solidaridad, la opinión pública, el combate limpio y la buena prensa”, oponiéndose al rol de trascendencia de la cotidianidad que el lugar común le asigna a la Historia. Uno de los trescientos clichés comentados en este libro, “¿Qué hacía usted en 1870”, se refiere a una serie de reportajes a la experiencia de los parisinos durante la sangrienta guerra franco-prusiana, igual que acá aparecen libros sobre qué hacíamos en septiembre de 1973. Es que, siguiendo a Bloy, “en el fondo el lugar común es una tangente por la que huir en los momentos de peligro”, una manera de escribir rápidamente aquello de lo que es imposible hablar.
¿Pero cuál es ese peligro? Libros como el de Bloy se dejan de escribir en una lengua prístina y a la vez incomprensible, mientras cada día se repiten innúmeros adjetivos –kafkiano, dantesco, platónico, romántico– para que el agua servida del uso haga desaparecer la punta de un continente sumergido. “Los lugares comunes nos remiten justo a la época, poco conocida, que precedió a la catástrofe”, concluye Bloy. Como en la caída de Babel, el desplome de la Atlántida y el enésimo muerto de la última guerra, se hizo necesario el completo vaciamiento para que nos convirtiéramos en cuerpos que esperan ansiosamente ser llenados por un significado. Abismos –dice el exégeta– por donde el viento sople y quizá haga música en vez de emitir ruidos que no dejan oír nada. O declarar como Job, junto con el falso sofista y aquel maestro que no habla: “la sabiduría no está en mí”.
Exégesis de los lugares comunes. Léon Bloy. Editorial El Acantilado. Barcelona, 2007.