EL GRAN DIOS SALVAJE, de César Farah

EN LA LITERATURA CREO

 

Que la literatura es un oficio peligroso es idea antigua, de tan conocida se ha transformado casi en lugar común. Sin embargo, después de leer la novela El Gran Dios Salvaje, no puedo dejar de pensar en la verdad que involucra. Pienso también en que no toda literatura es peligrosa, la que vale la pena sí lo es.

          Esta peligrosidad reside en concebir la literatura como cosa de vida o muerte, como religión y fundamento. El riesgo de tal radicalidad es la enajenación, la pérdida de claridad entre lo que es real y lo que no. Pese al riesgo inherente, hay osados que porfían en la lid literaria; César Farah es uno de ellos. Él sabe que la única forma de escribir es arriesgándolo todo. Conmovida por aquella escritura suya tan comprometida decidí traspasar a alguien mi entusiasmo. Días atrás, en una clase de Semiología y a propósito de signos y represtaciones, leí al curso fragmentos de esta novela. Entre ellos el siguiente: “Frente a la perplejidad que le produce el salvajismo más primigenio, ontológico, de la vida, el hombre inventa, crea, fabula. Es el modo, el intento desesperado por sobrevivir”. Tras haber pronunciado tan decidoras palabras pregunté a los alumnos qué creían que significaban. Una alumna levantó la mano y dijo: “significa que los relatos fundamentan nuestra existencia”. Y con aquella frase, tan simple en apariencia pero tan profunda en su verdad, encontró las palabras justas para definir esta obra.

          El Gran Dios Salvaje es la segunda novela de Farah. Diego González es el protagonista y comparte la profesión del autor: es un profesor universitario de literatura. Ha tenido una vida relativamente feliz y tranquila hasta que en un accidente automovilístico mueren su esposa y su hijo. Él sobrevive de milagro, pero queda –entre otras graves  secuelas– con pérdida de la memoria. Tras el duro proceso de recuperación, decide reconstruir su vida desde cero, convertirse en otra persona, con otra identidad, e iniciar un viaje por el país que le permitirá alejarse del pasado. Sin embargo, de los fantasmas literarios que fueron parte tan importantes en su vida no podrá escapar.

          Al comienzo de la novela el protagonista está en una ciudad del sur donde ha decidido asentarse. Ha cambiado las aulas y los alumnos por un asilo de ancianos y por un grupo de gente mayor que se reúne cada domingo a escuchar su lectura de grandes obras literarias. En este lugar conoce a un viejo ciego que recita La Ilíada, de memoria y en su versión completa. Este misterioso hombre dice ser Homero, el mismísimo poeta griego. Conocer la verdadera identidad de este individuo se transforma en el afiebrado fin de los desocupados días de Diego, en una delirante investigación que se irá transformando en  la búsqueda de su propia identidad. De su vida anterior quedan en Santiago personas que aún lo recuerdan, una de las cuales decide contratar a un detective privado para dar con su paradero. Las historias de este detective, Alonso Claro, junto con los testimonios e información diversa que recopila sobre la desaparición, se intercalan con el relato del protagonista Diego, que constituye la sección de la novela llamada “El cuerpo poema”.

          La otra parte es “El libro de los inmortales”, formada por recreaciones de grandes obras de la literatura universal. Hamlet, El Quijote, Ulises, Fin de partida son algunos libros inspiradores de esta parte, que si bien no se relaciona de forma directa con la historia principal, sí lo está en un sentido profundo. Se trata de “el gran teatro del mundo”, ese tópico que supone entender la existencia como el relato amplio que hacen los hombres de sí mismos. La vida, al igual que la literatura, requiere construcción y representación.

          En la confluencia de ambas partes se suceden numerosos personajes y acontecimientos, una gran cantidad de información. Esta característica, sumada a una composición fragmentaria de la novela, permite que el lector se sitúe ante ella tan lúdicamente como lo haría frente a un rompecabezas. Es que la realidad y la ficción se entrelazan y confunden constantemente en este relato. El protagonista es impelido por una fuerza superior a él a desentrañar el complicado texto en el que se ha convertido su vida. Sin noción del pasado, Diego González va descubriendo que sus recuerdos no son más que literatura, que él mismo no es más que eso. Le sucede como al Quijote, que de tanto leer y vivir en los libros ya no distingue la línea que divide lo que es ilusión de lo que no: al comienzo se desorienta y deambula a tientas, pero de a poco va tomando conciencia y entiende que el fundamento de su existencia es la literatura. Decide entonces ir un paso más allá y traspasar los umbrales de lo real.

          Aunque suene reiterativa, me parece justo señalar que El Gran Dios Salvaje es una novela sumamente literaria. Términos teóricos como metaliteratura o literatura abismada le calzan a la perfección, porque evidencia una urgencia convulsiva de narrar el mundo a la vez que reflexiona sobre lo narrado, sobre el lenguaje y las palabras que nos construyen día a día. En propiedad el autor hace confluir distintos géneros como la épica, lo fantástico, el relato policial y lo referencial, que se articulan de manera natural y sincronizada, sin que parezca rara tal congregación. Con la misma libertad y conocimiento se atreve a invocar en conjunto elementos de la mitología griega, hindú y cristiana. El texto se articula sobre referencias permanentes a obras y autores clásicos como Cervantes, Shakespeare y Borges, que tienen en común el haber jugado en sus relatos con la dicotomía realidad-ficción. Farah continúa la tradición de aquellos autores y descree de un mundo conformado de manera puramente lógica y racional, pues tiene la certeza de que toda realidad es construcción y, por lo tanto, representación. Resulta entonces que aquella realidad tradicionalmente menospreciada, la de la locura y los sueños, es igualmente parte de nuestra vida.

          Consecuentemente, El Gran Dios Salvaje evidencia pasión y dedicación, ambas características tan necesarias y tan ausentes en algunas novelas chilenas de la actualidad. En ocasiones se desborda a sí misma en su anhelo abarcador, pero está lejos de ser mero derroche de conocimientos. Hay aquí una imaginación exuberante que se encausa a través del talento y del trabajo para que el resultado sea una obra con numerosas aristas, de manera que el lector tenga la opción de elegir desde dónde asirla; una obra formada por redes que hay que seguir y tejidos que hay que desenmarañar. Su mismo protagonista entiende la existencia como un ejercicio hermenéutico cuyo sustento es el lenguaje. En este contexto, a los lectores se nos sitúa en el mismo nivel ontológico que a Diego González y, al igual que él, nos convertimos en decodificadores y descifradores de signos. El narrador nos dice con esto que como individuos estamos perpetuamente novelando el mundo, que creamos símbolos y metáforas que nos ayudan a entenderlo. Para Farah todos somos un poco semiólogos, un poco hermeneutas en busca del sentido; su novela evidencia que la literatura amplía nuestro limitado campo de visión, permitiéndonos vislumbrar ese sentido. Al nombrar lo innombrado exhibe aquellas partes del mundo que desconocemos. Una novela como esta se transforma en la llave de acceso a una realidad otra.

 


El Gran Dios Salvaje. César Farah. Emecé Editores. Santiago, 2009.