EL GARABATO, de Vicente Leñero

A TRAVÉS DEL ESPEJISMO

 

 

Hace varios meses me tocó revisar algunos de los artículos escritos en diarios por Hernán Díaz, más conocido como Alone. El tono amarillo que había adquirido el papel de diario, la distancia que denotaba su inexistente ductilidad, me hizo ampliar la sonrisa con cada vuelta de hoja. Cuando le devolví la cajita con los artículos, el encargado de sección me preguntó qué es lo que me causaba tanta gracia, si el crítico era importante. Sólo pude contestar que todos se lo tomaban tan en serio. Cuando leo El garabato sé que mi risa peca de juventud: Vicente Leñero se rió hace ya cuarenta y dos años de lo mismo. Pero la ironía de Leñero parece mucho más pertinente. En aquel tiempo la sombra del fenómeno editorial del Boom se había tomado Latinoamérica, convirtiendo a la escritura en una profesión deseable y a los críticos en personajes indispensables. Era la culminación natural de una idea que habían estado husmeando nuestros países desde su historia independiente: después de las polémicas del siglo diecinueve y de los experimentos formales, de aclamar lo que era nuestro y lo que no, de crear sistemas teóricos que pudieran sustentar al crítico para levantar la espada y dividir las aguas, la narrativa latinoamericana se corporalizó en un nombre; entre los lectores y espectadores aquella denominación fue una manera de confirmar que su misión estaba lograda.

           El juego de espejismos autoriales que el autor mexicano expone desde la patética carta que abre El garabato marca el tono irónico y autorreflexivo con que revisará las categorías de libro, lector, autor, sus concreciones –la publicación, la crítica, los premios–, la autoridad y la fragilidad de las personalidades que se envuelven en el aura artística. Y principalmente se ríe de sí mismo. La carta va dirigida a una autoridad literaria que responde al mismo nombre del autor de El garabato; la escribe un joven estudiante que ha conseguido publicar su primera novela gracias a la influencia de este comisario de la literatura; su ansiedad derrama agradecimientos y autointerpretaciones de su propia obra, lo hace proponer una posible diagramación, adjuntar su currículum vitae y un posible texto para la contratapa que, en el libro, es transcrito después de la carta. Las páginas que siguen se componen de la novela del estudiante, titulada El garabato.

           Pero en esta otra novela se desbaratan las diplomacias de escritores. Su anécdota ínfima recorre las mismas relaciones expuestas en la carta desde el punto de vista de un famoso y respetado crítico. Poco a poco los evidentes delirios de su megalomanía y los desequilibrios comienzan a romper la afectada racionalidad de su escritura. El tono irónico de la primera parte –un discurso inteligente que intercala citas de ensayos y artículos del propio crítico– consigue volverse revelador por las evidentes filtraciones desde su inconsciente, que lo obligan a actuar de maneras cada vez más lejanas a la racionalidad de la que se precia. Así es como llega a sus manos el manuscrito de esta primera novela de un escritor que intenta dar el salto hacia la publicación; este personaje es también la exageración del autor de la carta: asustadizo, reverente, torpe y todas las características atribuibles a un joven que empieza su vida profesional.

           Sin embargo, apenas nos encontramos con el joven escritor entendemos que la narración desde el punto de vista del crítico está cruzada por ese manuscrito que él lee –y nosotros con él– y luego comenta; el lector, entonces, está obligado a dejar el marcalibros en el mismo lugar donde lo deja el crítico. Si ya Leñero quiso traspasar las categorías de autor y la coherencia entre el personaje y su discurso en una ficción que se mira el ombligo, ahora se permite aclarar que historia y anécdota no tienen importancia. El autor elude la instancia que engancha de un libro: de la novela del joven, pura circunstancia y lugares comunes, se cuenta menos de la mitad. Los comportamientos lectores –los del crítico como lector ideal– se ponen junto a otros elementos de la teoría literaria para encarnarlos en personajes irracionales, azotados por los eventos y movidos por las emociones. El recorrido del joven provinciano –el personaje de la novela dentro de la novela–, se pone así en paralelo con el de este hombre mayor y capitalino que actúa la mayoría de las veces con inmadurez. En alguna parte leí un proverbio que decía algo semejante a esto: “cada uno encuentra el maestro adecuado para su propia sabiduría”; en El garabato se nos muestra a un viejo que encuentra al maestro en un joven torpe que lo invade como cualquier libro invade al lector que le dedica su tiempo.

           La composición de El garabato, a pesar de que sus métodos desmitificadores parezcan hoy retrógrados, aún tienen interés. Es verdad que la rimbombancia ya no es un valor de moda, porque los vicios son otros: escritores que escriben para la evaluación de determinado crítico o que construyen con sus cercanos un círculo que avale su lectura, escritores que declaran en la prensa que solamente hay una manera de escribir; cualquier cosa para no ver que la literatura es una de miles de maneras en que el humano busca el contacto con otro.

 

 

 

 

 

 


El garabato. Vicente Leñero. Joaquín Mortiz Editor. México, 2007.