CÓMO LEER UNA INTERRUPCIÓN
Un hombre sufre una enfermedad terminal, sin embargo escribe. Me pregunto si soy el único lector que tiene que superar el pudor y la vergüenza ante los libros póstumos de los escritores muertos; morbo de mirar las fotografías elegíacas de las solapas, de leer los prólogos póstumos y las canonizaciones diversas de la prensa, pero sobre todo pudor y vergüenza porque en las primeras frases del libro por un momento pierdo la plenitud de la lectura, es decir, no puedo desprender esas frases de la situación en que fueron escritas; no puedo olvidar que una mente viva eligió las palabras y las ordenó en frases que acumuló en un texto, que esa mente aún está tibia, pero que se va enfriando poco a poco. Por favor perdónenme la brutalidad con que me explico -y que mi sensación no tenga lógica intelectual alguna: la literatura no es ni nunca ha sido exclusivamente una celebración de la vida, un carnaval o una publicidad, como tampoco se trata siempre de una ceremonia funeraria o un epitafio-, pero inevitablemente cuando comienzo el libro póstumo de un autor recién muerto me lo imagino cuando escribió. Al autor póstumo. Aunque anestesiado e intoxicado por los fármacos, además de sus síntomas debe dolerle que pronto esas personas que quiere, aquella persona que ama, ya no estarán. Cuando llega la tarde debe cerrar los ojos y sentir -tal como entra en el sueño de los calmantes, tal como le pasa desde que le diagnosticaron la enfermedad- pánico. Pánico porque su cuerpo se desintegra, porque su persona se deshace y ya no hay de dónde agarrarse. Sin embargo, escribe. O bien: en consecuencia, escribe. Lo más importante, escribe.
Esa ausencia del énfasis, del señalamiento desesperado de una obsesión que acaso otorga la proximidad de la muerte es justamente lo que descoloca de El espíritu de las leyes, el libro que Carlos Cerda escribió durante su enfermedad fatal. En uno de los prólogos se sostiene que Carlos Cerda ideó en este libro una estructura narrativa que le permitiese, dada su enfermedad, "incorporar la interrupción como parte de la historia, transformándola de esa manera en un recurso literario". El editor con su prólogo, la amiga periodista con su prólogo, la circunstancia del libro póstumo y la nota inicial del (seudo) autor construyen un portal de varias puertas falsas adornadas con solemne esteticismo, como si quisieran que uno se demorara en entrar; como si el retraso y el pretexto cambiara en algo la lectura, y una vez dentro del libro no fuera uno a encontrarse con una colección de historias que una serie de narradores aparentemente enigmáticos quieren que uno tome por fragmentos ejemplares de un mundo dominado por el absurdo y la burocracia, cuando lo único que embarga cada relato es un estado de emocionalidad palpitante, de añoranza vetusta por una realidad relatada de maneras cada vez más lejanas, una realidad donde eran importantes la sociedad civil y Neruda, donde las instituciones de una nación tenían cierto prestigio, donde podían existir talleres literarios en el Congreso -hoy se fraguan negocios de otro tipo en ese lugar-, y donde la gente era capaz de acudir a un café para presenciar una pelea que en realidad era un espectáculo teatral cómico del tipo sainete, que todos discutían en sus casas antes de escuchar la radionovela.
Efectivamente las tres partes que conforman El espíritu de las leyes se leen con un efecto de interrupción. Sin embargo -y esto es lo que da más pudor al leer una publicación póstuma como esta- ese efecto de interrupción no vuelve más intensas y espesas las materias del relato, sino que simplemente me transfiere a mí, lector, parte de la emocionalidad que sus narradores intentan eludir en vano: aflicción porque un autor no haya logrado terminar su plan literario, inquietud de por qué no le fue permitido contar con el tiempo suficiente como para meditar la banalidad que adquiere su estratagema narrativa en la medida que los relatos se tornan más oscuros, lejanos y apurados. Y esta banalidad formal de un libro, cuando es la muerte de una persona lo que justifica su publicación, es tan insólita que a su lado los relatos pierden todo interés. No en vano aquel Carlos Cerda que escribió esa significativa trilogía de novelas -Morir en Berlín, Una casa vacía, Sombras que caminan- tuvo que advertir al lector al principio de este libro: "entrego esta vez a la consideración de los lectores una obra que no es de mi autoría".
EL ESPÍRITU DE LAS LEYES. Carlos Cerda. Editorial Alfaguara. Santiago, 2005.