CONTEMPLACIÓN DEL ABISMO, de Richard Parra

 

SE NOS RESISTE A ENTRAR DONDE SABE QUE NO SALDRÁ

 

 

En algún momento los gritos, los gruñidos y los gemidos de las bocas que estaban cerca empezaron a parecer familiares para quienes oían. En virtud de la simultaneidad y ubicuidad del dolor agudo que enlaza con su presencia –por el movimiento constante de la masacre humana– cada sitio y cada momento relatado con crueldad en Contemplación del abismo, fantaseo con que alguna vez ciertos animales semejantes que estaban cerca convinieron en imitar y establecer una complicidad en la manera de gritar, gruñir y dar gemidos; eran tan frágiles que mientras pasaban escondiéndose de los depredadores en las cuevas o en los árboles tuvieron tiempo para obsesionarse con el remedo al vecino, con la inventiva vocal, con el sistema. Así las palabras empezaron a articularse unas con otras para que yo imagine que su pronunciación conjuraba esas contradicciones que milenios más tarde calificaría uno de sociales: hay una lucha que se da entre quienes se parecen demasiado entre sí –por eso no se quieren–, una guerra para desposeerse de lo propio sin perder lo ajeno y así no dejar que fructifique en mí ese detalle violento, indeseable, que en el otro veo intuyéndome. «¿Ha terminado la guerra?», formula uno de los contusos caracteres de Contemplación del abismo, justo cuando el carácter siguiente va a silenciarlo. Si el animal aletea y chilla porque un cuerpo que se asoma idéntico al suyo sobrepasa la línea de un espacio delimitado por los olores de la propia caca, ¿son conjeturables sus fronteras? ¿Es carnal, escatológica o ideológica la necesidad de supervivencia de un individuo dentro de una familia, de una familia dentro de un barrio, de un barrio dentro de una población, de una población dentro de un territorio, de un territorio dentro de una nación, de una nación dentro de un Estado, de un Estado dentro de un continente? Los párrafos de Contemplación del abismo reproducen esta pregunta en sus sonidos escritos como si estuviera anticipándose a hablar antes de la embestida, para que inevitablemente quien lee se sacuda o se someta a la cuestión de si la letra debe forzadamente optar por imprimir en el corpus literario el discurso de quienes depredan o bien de quienes se esconden: cada una de las secciones de este libro puede ser considerada un cuento perfectamente competente, una relación autoconclusiva de hechos verbales, sin embargo sólo en su sucesión leída se aprecia la amplitud y relevancia de esta meditación irreflexiva sobre Latinoamérica, Perú, Lima, Huánuco y ese lugar múltiple que tantos nombres implican y excluyen, sumado al sitio innúmero donde me leo sesgadamente en espejos; ahí el territorio refleja la violencia y su posible revés –lo que buscamos en cada acto literario, político, cotidiano– no deja nunca de atravesar, de constituir en su impulso de muerte el principio vital de las compañías humanas que devuelven la mirada. Es posible ofrecer a quien lee la aparente sencillez de la forma cuentística, su límite reconocible, su brevedad y su anécdota como una promesa de que hay un fin, un amanecer, una comunidad sin objeciones al otro lado del cerro, una vida sin convulsión, una convulsión sin muerte, una narrativa tenue, pero la lectura de Contemplación del abismo como libro, como novela, como el significado complejo de una boca abierta que, aun cuando en su perplejidad apenas puede acusar el hecho –abuso, mutilación, matanza–, es capaz de articular de manera eficaz la diversidad del dolor en el animal humano. Se trata de encochinar más todavía el adjetivo arguedeano, rulfeano, borgeano, bíblico e indígena de que la sangre tiene la misma consistencia si todas las épocas y los lugares son superpuestos –simultáneos y ubicuos– exclusivamente en el cuerpo de quien escribe y lee que la selva de la guerrilla es la metrópolis de sus inmigrantes, el balneario populoso es la montaña minera, la hacienda rural son las barriadas que son cíclicamente demolidas para que se levanten en otra parte. Ese montón de gritos, gruñidos y gemidos se vinculan, se vuelven palabras y conforman una relación permanente que dura sólo el momento en que son leídas, relevantes y urgentes al mismo tiempo que inasibles y pasajeras. Es lo que dura la literatura. Nada más lejos de la fama y la eternidad –de la abstracción de sus ruidos– que un garabato sobre un papel, que las acumulaciones breves de párrafos que son llamados con justeza cuentos porque van exponiendo rápida y concisamente la noticia de ciertas acciones, los apelativos de algunos caracteres inolvidables y los datos de ciertos paisajes –Huánuco, Nueva York, Barraca, Agua Dulce, Roma, Aucayacu–, pero nunca el nombre propio de la voz que narra, del último protagonista y su mayor enemigo; las palabras literarias sólo se detienen, se ceban y recuerdan también su genealogía chillona cuando entran en la llaga cruda, en el hoyo abierto por la piel, en el pedazo de carne supurante, en el flujo que palpita desde algo que antes de ser nombrado estuvo vivo, y el misterio es en realidad cómo nos mantuvimos tan bien sellados como para movernos por ciudades y campos; obstruidos, delimitados y a la vez expuestos ante otros para que nos leyeran, incomunicables. Pero siempre nos hacíamos entender, incluso si no queríamos: el cuerpo humano caliente es una sangrante majamama expiatoria –ya no un carácter, un narrador, un protagonista– para ese conjunto de fuerzas que podría uno llamar sociales –si no fuera eso un frío logo que perdió su silbar y se hizo abstracto en papeles de otros–, para un cuerpo público, sí, que en las páginas de Contemplación del abismo resuelve descomprimirse, descargarse, cortar su miembro hinchado y sacrificar al idiota del pueblo, al Cristo, a la mascota de la familia, al extranjero incomprensible, al niño bueno, al mudo, a la niña hosca, a la mujer que habla, al deforme, al mártir, al lichiquiri, a quien todos adoran tanto que su descuartizamiento significa horriblemente que no hubo ni habrá posible integración ni integridad en quien siga leyendo este libro, y sus miembros quedarán tan repartidos que nadie podrá ir a visitar su túmulo aunque lo que importa es que quedará su voz, el zumbido del relato, la única relación entre palabras que importa: leer con delicadeza el espacio vacío después del último párrafo –la moraleja nunca debe ser enunciada– es el imperativo moral. Sin embargo, nadie podrá interpretar esa edificante escritura hecha con cadáveres sobre nuestros campos arrasados por encomiendas, haciendas, fundos, huertas orgánicas, invernaderos y laboratorios, porque nadie es tan alto como para ver las fronteras de esa hoja; luego la página es mejor que vuelva a quedarse regada de palabras –no de cuerpos–, porque otra vez la guerra se termina. Es una manera posible de contar cuentos que producen arcadas –nadie puede hablar mientras vomita–: quien sobrevive al espasmo se envalentona porque no ha sido contagiado. Ningún lector sano puede entrar al abismo de un cráneo abierto en cualquiera de estas batallas que están pasando ahora en las afueras de las ciudades. Sólo queda quedarse contemplando cómo la vida se retira sutilmente, en un flujo de palabras.

 

 

 


Contemplación del abismo. Richard Parra. Borrador Editores. Lima, 2010.