CIELO DE SERPIENTES, de Antonio Gil

LA CIUDAD PROFANADA


El acto de atraer voces es una función propia, o una licencia, del autor literario: mediar las voces a través de la escritura. Si esto fuera efectivo, qué ocurriría con el mediador. Esto ha sido así, me dirán, desde la literatura –o lo que rotulamos con ese nombre– antigua, los cantos, la poesía española del Siglo de Oro –que cómo no iba a ser transmisora de estas veleidades, de los mensajes trascendentales, procedentes de la música de las esferas, que no se oye porque siempre está ocurriendo. Para qué hablar de los románticos y los espíritus –daimones– con los que correteaban por los acantilados, los mares inconmensurables y tormentosos. Los simbolistas, si bien desacralizaron esta comunicación, la irguieron como punto de partida de su proceso creativo; las correspondencias no son más que el genio del poeta en conexión con este otro plano, hermético, de afinidad entre lo sensible y lo espiritual. Unos, entonces, se empecinan en que es cierto, otros juegan con la posibilidad. Tal vez el punto sea cómo hablar a través del otro, cómo hacerlo hablar o cómo, a fin de cuentas, “el efecto de lo real” –parafraseando a Barthes– siempre pena. Cómo hacer que el otro hable, me hable, fielmente, y poder entenderle –aunque Platón dirá que las incongruencias y equívocos del poeta son producto del estado alterado en que se encuentra (me imagino que esto de la escritura inquieta un poco) y de la dificultad de asir, en términos humanos, el mensaje transmitido por la musa. El asunto se complica. Porque no es fácil. Es sospechoso.

        Lo anterior no es más que un preámbulo, o un pretexto, para hablar de la sexta novela de Antonio Gil, Cielo de serpientes. Hay algo de inmemorial en su novelística, de intromisión de tiempos y discursos, siempre comandados por la voz narrativa y poética de sus escritos. Una historia mítica donde siempre algo se escapa, porque es una imagen, porque es sinestesia, porque es un corrimiento en el tono del discurso histórico que lo vuelve una letanía. En Cielo de serpientes queda del todo claro que Gil quiere referir algo más que el descubrimiento y los fracasos en la mantención y conservación de la llamada momia del cerro El Plomo, un niño inca de ocho años descubierto por unos arrieros en 1954. La fatalidad que estaría tras esta profanación no ha sido comprendida por nuestra cultura, que ha transformado en mercancía al espíritu tutelar del valle central, este último recreado a través de su sueño eterno. Gil nos instala en esa cosmovisión desde el lenguaje; el problema de la traducción es realmente apasionante y también, podríamos llegar a decir, parte inabarcable de la alegoría que es Latinoamérica (pensemos en los españoles, en las culturas precolombinas y luego, siempre, en Europa). Pienso que Gil se preguntó cómo mediar entre estas lenguas, cómo hacer de intérprete y puso a su narrador en esa mitad a procesar y adecuar, a transmitir y transformar, por eso el relato del niño –desde su preparación para la ceremonia, junto con su abuela y abuelo, hasta la procesión hacia el cerro– está construido de manera tan vívida, así vemos cómo la abuela acaricia y trenza el pelo de tanitani, añuritay, mi estrellita alegre. No se alarme entonces el crítico literario si aparecen algunas palabras en quechua. Se entienden fácilmente por el contexto y, si esto fuera poco, el narrador se toma la molestia de indicar de inmediato la traducción del término; así nos hablan dos voces o una voz desdoblada. Si aparece un párrafo completo en quechua, tranquilo, señor: se trata de un canto que más adelante está traducido para nuestra comprensión. Y si avanzando en su lectura se enfurece porque encuentra otro pequeño canto en quechua –este sin traducción– ya estamos dentro. Nada podemos hacer –que no haga una lectura atenta y generosa.

        Cielo de serpientes realiza un registro fehaciente y exhaustivo de los hechos que rodean el descubrimiento, el análisis médico y la posterior desaparición de la momia del niño a través de los diversos sujetos que intervienen en el proceso. Sin embargo, todos estos documentos parecieran decirnos nada, parecieran fragmentos descontextualizados en comparación al relato despavorido de Guaquero Viejo, quien aún recuerda que el niño sangraba por los oídos cuando lo bajaron del cerro, y a las conversaciones del narrador con el arqueólogo argentino Jorge Disandro, quien cree que “esos pibes estaban vivos” y que posteriormente advierte en una carta y otros documentos que nos olvidemos del asunto, pues hay fuertes intereses tras estos “objetos de poder”.

        Esta novela no busca una reconstrucción histórica, sino más bien poética. Por esto la disposición del relato en nudos o quipu resulta doblemente interesante, si los entendemos como un modo de escritura. En este sentido, el abuelo va escribiendo la historia del niño y la historia mítica del valle central, en la cual presiente la profanación. Esos muchos lugares –o temas– así esbozados, expuestos sin más al lector, hacen de esta una novela sugerente y enormemente poética, no obstante asoma cierta mirada paternalista en torno a la cultura quechua que más bien presiona un botón de pánico ante el sacrilegio de El Plomo con un tono de fin de mundo, apocalíptico, que tal vez denuncia la pérdida de cordura del poeta en su intento por traducir las palabras de la musa.

 

 


Cielo de serpientes. Antonio Gil. Editorial Seix Barral. Santiago, 2008.