CADENCIOSO VAIVÉN POÉTICO
Un movimiento azaroso me lleva a levantar este libro de poemas en una tarde de calor, que se siente muy distante de la atmósfera viajera y móvil del libro levantado. Algo me inclina a abrirlo. Un último movimiento, me detengo a leer Atar las naves y me quedo junto a esta poesía de Enrique Winter que se agita lentamente y que en ocasiones intenta detenerse para consumar su proyecto: inmovilizar y suspender esas naves. Pero, ¿qué son esas naves?
Es difícil identificar esas naves, pero tampoco se puede hablar de que estemos en un terreno tan difuso. El acto de querer trabar el movimiento de estas naves podría ser el intento por atar recuerdos o simplemente quedarse anclado en un presente. Pero el atar las naves implica dejar recuerdos que vuelven solos: "Nunca aprendimos a saltar la cuerda". Un título y a la vez un verso que nos traslada a la niñez y a la torpeza, tal vez masculina, de no poder seguir el salto lúdico femenino, no pudiendo entrar al juego propuesto. También puede ser el no aprender a moverse con presteza -ser torpe- o remitirse a la cuerda mortal que pende desde un techo, pasando del carácter lúdico al letal: "Al techo sigue amarrada,/ balanceando a mi abuelo". Así, con este comienzo no podemos determinar a primera vista si este poemario propone un canto optimista o apocalíptico, aunque tampoco lo podemos determinar con el correr de los versos, debido a que el hablante se mueve y su temple también.
Atar las naves, un poemario compuesto por cuatro partes y un postfacio escrito por Armando Uribe, donde el premio nacional pone play y lanza relaciones comunes entre el verso libre de los que saben y los que no, de esa poesía joven que según él intenta ser inclasificable, en un discurso que se puede leer en otras presentaciones hechas por el poeta, como aquella a Genetrix: "¿A quién, a quiénes se parecen los poetas jóvenes? Ellos piensan a nadie".
Prosigo y vuelvo a pensar en que Atar las naves literalmente puede ser suspender el movimiento. Quedarse quieto. Inmóvil. Atar las naves se puede presentar como la pausa del tiempo en momentos en que la sociedad vuela a mil por hora. En rebeldía, el hablante gira su cabeza para mirar hacia atrás lanzando muchas cuerdas hacia la infancia, dando cuenta de imágenes pretéritas que vuelven sin esfuerzo a quien las recupera, y que no van en concordancia con los tiempos fríos y distantes de remembranzas posibles para comprender el sentido de todo: "Perdimos nuestras fichas de ludo", "…Pero este es un viaje sin destino,/ la tregua entre los golpes del colegio y la casa".
Y así avanzo por entre los versos libres del poemario, con pausas, vaivenes y tropezones, hasta que de repente detengo la lectura, cuando surge una prosa poética fugaz que bien podría no tener nombre o bien llamarse "Vacío", poema que se transforma en un oxímoron que tensa el espacio en blanco al cual quiere emular cargándolo de palabras, repitiendo en serie cuatro párrafos saturados de "Inmenso, gris y mudo", "Nada y cielo, y un frío perfecto", "Es silencio este blanco mineral", "respetar su inmensidad callada", proyectando un vacío que paradojalmente se vale del silencio para repetir una y otra vez el silencio.
He tomado este libro, ya lo dije, y se mueve entre mis manos, se agita, trota, se desplaza, danza, juega como las imágenes que propone el hablante. Esta poesía de Winter no llega a la melancolía melosa de un añorar desgarrado y menos se centra en construir futuros inciertos. Por el contrario, el movimiento se deja llevar por el impulso que alguien dio, un vaivén sin grandes proyectos futuros. Un movimiento que es simplemente eso: movimiento. Incluso algo fútil e insignificante y que se resume con los versos finales del poemario: "Y lo admito: mi canto es huero/ como un globo en el cumple años/ del que infla mi vientre".
ATAR LAS NAVES. Enrique Winter. Ediciones del Temple. Santiago, 2003.