HÁGASE LA LUZ Y EL SILENCIO
El poeta sevillano José Antonio Moreno Jurado propone en su libro de memorias Aracne una suerte de venganza contra el tiempo, en todos los sentidos. El volumen se divide en dos libros: «Aracne I (1946-1967)» y luego el conjunto de «Aracne II (1968-1975)», «Aracne III (1976-1994)» y «Aracne IV (1995-2010)». El primero de éstos conspira contra el tiempo a través de la fábula y se presenta a sí mismo como «el polo opuesto de Ocnos», aunque arranca «de las mismas exigencias del período o de la frase clásica». Se trata de un libro escrito y publicado cuando el poeta contaba con treinta y cinco años, en realidad más una glosa que unas memorias, una suerte de complemento al quehacer poético de Moreno Jurado y fruto justamente del olvido de ese hacer –entonces huidizo- de la poesía. Aracne I se adentra en el territorio profético de la insegura infancia del autor en San Andrés, un lugar gestionado por la fuerza vivificadora de la pobreza que hacía «[entrometerse] taimadamente por los rincones de la casa» la dignidad y el sufrimiento. También por la atracción de la soledad. Esa pobreza hace que Moreno Jurado se retire al frío invernal de La Nava, con el abuelo José y la abuela Concha, ahí donde «nadie caminaba como en la ciudad». En La Nava se le aparecen los primeros fantasmas de la poesía, primero con el descubrimiento de los cuentos y la melopea, gracias a la «delgada y pequeña» Joaquina, y más tarde por la fascinación miedosa de un hombre de cincuenta años, con «ojos negros y una voz melancólica, profunda» que escribía palabras terribles y cegadoras, «cuadernos y cuadernos, páginas sueltas, papeles pequeñísimos y arrugados» tras el suicidio de su mujer a la manera de la Woolf.
En este período se acentúa la condición de forastero de Moreno Jurado –que arrastrará toda la vida–, cuando comienza la imprecisa escritura de «historias fantásticas» que le granjean el odio de sus compañeros de escuela, más el descubrimiento de las consecuencias trágicas del amor que sucede más allá de los libros –con un argumento homosexual– y una visita a la tumba de Juan Ramón Jiménez. Aunque a esto se suma la errónea vocación de cura –cuatro años perdidos «en la mentira y la apariencia», entre sotanas y el Breviario machacón, pero ganados para Virgilio, Ovidio, Horacio, Tito Livio, César y Cicerón aunque traten de hacerle «idéntico a los demás» y le prohíban, entre otras cosas, escribir poemas–, al final, irremisible, la poesía le sorprende «en la postura del que se arrodilla o se somete». Y así solo se le permite seguir su rumbo, aparecen «los primeros síntomas del mal incurable» del intelecto y el sentimiento íntimo. Este primer Aracne, fiel en su forma al contenido de lo relatado, termina con un torbellino poético donde el futuro queda abierto, impreciso, aceptado por Moreno Jurado bajo una sola premisa: «definir el camino de [su] propia libertad». Su cohesión tonal destila una suerte de mediterraneísmo, esa querencia por la lírica pastoral helénica, aunque también provenzal; e igualmente le sirven de aliento –lateral u oblicuamente– el Ocnos de Cernuda y el Platero y yo de Juan Ramón Jiménez. Es por ello la zona más liviana del conjunto, con su poesía ingenua –en su etimología latina, «que nace libre»– y que no renuncia a la carga simbólica, con todos los matices de dulzura y prodigalidad que proporciona la emoción del poeta embriagado por la obligación de vivir.
El segundo Aracne, veinte años posterior, evidencia cómo en su composición Moreno Jurado acepta su imposibilidad por recoger el estilo anterior y recurre a los tonos narrativos. Aquí el aliento proviene de los poetas griegos Elytis y Seferis, y su propósito es producir una «autobiografía del alma». De esta manera, la cronología en ocasiones pega ligeros saltos y la anterior esperanza va trocándose paulatinamente si no en desdicha, en la tristeza del olvido de quien apuesta por la independencia y la voluntad inquebrantable de no desviarse de un camino trazado con anticipación. Todo comienza en la universidad de Sevilla, en su facultad de filología, donde se le hace patente a Moreno Jurado que «entre la acción y el pensamiento se abría lentamente [un] combate terrible». Tal combate toma las trazas de enfermedad poética, la de quien observa, de quien participa sólo de modo diferido, temeroso por caer en el narcisismo de la exposición pública y que, por ello, prefiere refugiarse en el silencio errabundo del pensamiento y la reflexión. Pero entonces, con los azahares, aparece el «Amor», así en mayúsculas; un amor insaciable «que todo lo devoró». Conflictos con la universidad, por causa del departamento «desangelado, cursi, dogmático y equívoco», obligarán a Moreno Jurado –tras una serie de traiciones de sus compañeros que se cuentan en detalle– a claudicar y buscar un camino nuevo en la soledad y el desamparo de Madrid, en ese «color oscuro, apagado y sucio de las casas» de Atocha, donde por ningún lugar parecen anidar los ángeles rilkeanos. El penoso trabajo en cierta academia de la Corredera de San Pablo lo hará descubrir la vejación de la enseñanza privada –no reglada todavía–; también, la poesía de la experiencia, la poesía objetiva que resulta igualmente anegada «de la realidad misma», que es capaz de superar y trascender el anecdótico azar de los hechos de la existencia. Ante todo, aparece la decepción con respecto a los cenáculos literarios, donde la hipocresía se disfraza de gestos coquetos para luego vapulear las actitudes poéticas con mediocridad, engaños y mezquindad, con el inevitable corolario: la independencia, cuando es auténtica, se paga con soledad y olvido. Después vendrán Malasaña, San Mateo y el aburrimiento. La traición de haber confiado en la gloria rápida del Premio Adonais, que obtiene con un libro de escritura febril: Ditirambos para mi propia burla. El mareo del «Amor». Breves viajes de decepción a París y a Atenas. Un encuentro peripatético con el beodo genial Claudio Rodríguez, la indiferencia con los periodistas y críticos, la amistad con algunos pocos poetas en un Madrid «vulgar y abigarrado, pretencioso y maloliente».
A veces, sin embargo, la literatura puede actuar contra la vida y a favor de ella al mismo tiempo. Inesperadamente, cierta tarde un joven le confiesa a Moreno Jurado en la Gran Vía que «su libro me ha salvado del suicidio». De todos modos regresa a una Sevilla «sumida, por costumbre, en la desidia secular, el abandono y la indolencia», como también a la universidad laboral con su doble, «a veces triple» moral se agregan al momento final del «Amor» y, cómo no, a «la hipocresía, la involución y la falsedad de muchos poetas sevillanos». Esta parte del libro –«Aracne II» y «Aracne III»– recoge, más que la ironía de Moreno Jurado, su rencor mezclado con revisiones melancólicas en contra de la propia ingenuidad pasada más una pantomima de recogimiento del alma –aunque esto no resulta posible para un hombre de tal pasión poética, así lo finja él–, con los cuales apuesta por una suerte de fluir hedónico del viento en la prosa, no carente de voluntad, pero sí de intercesión del ánimo. Un aceptar con elegancia una derrota (pre)sentida. El propio autor lo expresa en los siguientes términos: «las sensaciones siempre se dan en un espacio y un tiempo determinado», de manera que al tratar de recuperarlas siempre se corre este riesgo de ver cómo la candidez puede ir rebelándose hacia el (auto)fastidio y la conmiseración. El escollo insalvable de un libro de memorias es que «no es posible vivir otra vez lo ya vivido». Pero tal consecuencia no es por completo funesta, ya que igualmente será el testaferro de las diferentes resurrecciones –más literarias que vitales– del poeta tras los inevitables fracasos. Se trata de una lección de integridad y vida. «Aracne III» termina con la pelea entre Eros y Tanatos: un infarto confina a Moreno Jurado a una sedación hospitalaria de seis días, donde se le presenta «la angustia de la muerte» que, al mismo tiempo, se confronta con el quinto cielo de San Pablo, ese que «tiene la capacidad de ser en sí mismo sobrenatural» y que experimenta «en unos besos de una mañana de junio».
«Aracne IV», que cubre los años más recientes, nos presenta al poeta velando a la abuela Abelina, de ciento cuatro años de edad, quien «se metió en su cama, un día cualquiera […] y aseguró que no se levantaría más y se negó a comer y a beber para siempre». Nos habla Moreno Jurado en esta parte, pues, de la fe inversa: es igual la creencia del poeta y su familia que la de la ciudad sevillana que «quedó encallada en los más temibles roquedales del siglo XVII». En este último aparte son inevitables las disputas con Dios y la oscuridad de la religión, el aburrimiento de la tristeza, la constatación de que ya nadie escribe sobre ética o sobre la virtud, y la sorpresa de descubrir los arrebatos injustificados del pasado. En fin, se hace explícito el lamento inútil por «volverse intransigente» y un sobrevenido afán por opinar de los temas más diversos, como el hastío de la colectividad, las disputas con la filosofía, el descubrimiento de que «el dinero es anterior a toda empresa del espíritu» y de que «los vicios del dinero destruyen amistades y compromisos», pero también la felicidad de ver una selección de poemas traducidos al griego y la publicación de su obra poética casi completa en Los bosques de otoño (2006).
En este punto se produce la consumación literaria de la evidencia de que «soy coherente conmigo mismo» al mismo tiempo del encuentro con nuevos amigos que nada tienen que ver con la literatura, la imposibilidad del estoicismo, los sucedáneos del «Amor», la muerte del padre evocada poéticamente –en segunda persona– como también la de la madre y la retirada a Mazagón. Sobre todo, destaca la constatación perpleja de cómo ha cambiado su percepción del mundo. En «mi pensamiento más íntimo», señala Moreno Jurado, «desde mis veinte años hasta los sesenta […] es imposible que exista una épica de la modernidad, [dado que] en la diversidad no hay épica posible». Aracne es finalmente una celebración y un lamento de lo mismo: del ideal, de la imposibilidad de que lo idóneo exista plácida y plenamente en nosotros más que en fogonazos aleatorios, aunque plenos. No en vano señala el poeta que «viví cuanto pude la exaltación del momento, el instante atemporal, el único posible, intentando concebir el tiempo como mi única posesión». Se hace evidente que, con Aracne, Moreno Jurado no logra lo que busca al apelar –en el último tramo– directamente al lector del libro para que «pase por [sus] palabras con la celeridad del rayo», sino lo contrario: las suyas atraviesan la noche del lector como el bravo relámpago que –de repente, en un instante hermoso y efímero- todo lo ilumina.
En este período se acentúa la condición de forastero de Moreno Jurado –que arrastrará toda la vida–, cuando comienza la imprecisa escritura de «historias fantásticas» que le granjean el odio de sus compañeros de escuela, más el descubrimiento de las consecuencias trágicas del amor que sucede más allá de los libros –con un argumento homosexual– y una visita a la tumba de Juan Ramón Jiménez. Aunque a esto se suma la errónea vocación de cura –cuatro años perdidos «en la mentira y la apariencia», entre sotanas y el Breviario machacón, pero ganados para Virgilio, Ovidio, Horacio, Tito Livio, César y Cicerón aunque traten de hacerle «idéntico a los demás» y le prohíban, entre otras cosas, escribir poemas–, al final, irremisible, la poesía le sorprende «en la postura del que se arrodilla o se somete». Y así solo se le permite seguir su rumbo, aparecen «los primeros síntomas del mal incurable» del intelecto y el sentimiento íntimo. Este primer Aracne, fiel en su forma al contenido de lo relatado, termina con un torbellino poético donde el futuro queda abierto, impreciso, aceptado por Moreno Jurado bajo una sola premisa: «definir el camino de [su] propia libertad». Su cohesión tonal destila una suerte de mediterraneísmo, esa querencia por la lírica pastoral helénica, aunque también provenzal; e igualmente le sirven de aliento –lateral u oblicuamente– el Ocnos de Cernuda y el Platero y yo de Juan Ramón Jiménez. Es por ello la zona más liviana del conjunto, con su poesía ingenua –en su etimología latina, «que nace libre»– y que no renuncia a la carga simbólica, con todos los matices de dulzura y prodigalidad que proporciona la emoción del poeta embriagado por la obligación de vivir.
El segundo Aracne, veinte años posterior, evidencia cómo en su composición Moreno Jurado acepta su imposibilidad por recoger el estilo anterior y recurre a los tonos narrativos. Aquí el aliento proviene de los poetas griegos Elytis y Seferis, y su propósito es producir una «autobiografía del alma». De esta manera, la cronología en ocasiones pega ligeros saltos y la anterior esperanza va trocándose paulatinamente si no en desdicha, en la tristeza del olvido de quien apuesta por la independencia y la voluntad inquebrantable de no desviarse de un camino trazado con anticipación. Todo comienza en la universidad de Sevilla, en su facultad de filología, donde se le hace patente a Moreno Jurado que «entre la acción y el pensamiento se abría lentamente [un] combate terrible». Tal combate toma las trazas de enfermedad poética, la de quien observa, de quien participa sólo de modo diferido, temeroso por caer en el narcisismo de la exposición pública y que, por ello, prefiere refugiarse en el silencio errabundo del pensamiento y la reflexión. Pero entonces, con los azahares, aparece el «Amor», así en mayúsculas; un amor insaciable «que todo lo devoró». Conflictos con la universidad, por causa del departamento «desangelado, cursi, dogmático y equívoco», obligarán a Moreno Jurado –tras una serie de traiciones de sus compañeros que se cuentan en detalle– a claudicar y buscar un camino nuevo en la soledad y el desamparo de Madrid, en ese «color oscuro, apagado y sucio de las casas» de Atocha, donde por ningún lugar parecen anidar los ángeles rilkeanos. El penoso trabajo en cierta academia de la Corredera de San Pablo lo hará descubrir la vejación de la enseñanza privada –no reglada todavía–; también, la poesía de la experiencia, la poesía objetiva que resulta igualmente anegada «de la realidad misma», que es capaz de superar y trascender el anecdótico azar de los hechos de la existencia. Ante todo, aparece la decepción con respecto a los cenáculos literarios, donde la hipocresía se disfraza de gestos coquetos para luego vapulear las actitudes poéticas con mediocridad, engaños y mezquindad, con el inevitable corolario: la independencia, cuando es auténtica, se paga con soledad y olvido. Después vendrán Malasaña, San Mateo y el aburrimiento. La traición de haber confiado en la gloria rápida del Premio Adonais, que obtiene con un libro de escritura febril: Ditirambos para mi propia burla. El mareo del «Amor». Breves viajes de decepción a París y a Atenas. Un encuentro peripatético con el beodo genial Claudio Rodríguez, la indiferencia con los periodistas y críticos, la amistad con algunos pocos poetas en un Madrid «vulgar y abigarrado, pretencioso y maloliente».
A veces, sin embargo, la literatura puede actuar contra la vida y a favor de ella al mismo tiempo. Inesperadamente, cierta tarde un joven le confiesa a Moreno Jurado en la Gran Vía que «su libro me ha salvado del suicidio». De todos modos regresa a una Sevilla «sumida, por costumbre, en la desidia secular, el abandono y la indolencia», como también a la universidad laboral con su doble, «a veces triple» moral se agregan al momento final del «Amor» y, cómo no, a «la hipocresía, la involución y la falsedad de muchos poetas sevillanos». Esta parte del libro –«Aracne II» y «Aracne III»– recoge, más que la ironía de Moreno Jurado, su rencor mezclado con revisiones melancólicas en contra de la propia ingenuidad pasada más una pantomima de recogimiento del alma –aunque esto no resulta posible para un hombre de tal pasión poética, así lo finja él–, con los cuales apuesta por una suerte de fluir hedónico del viento en la prosa, no carente de voluntad, pero sí de intercesión del ánimo. Un aceptar con elegancia una derrota (pre)sentida. El propio autor lo expresa en los siguientes términos: «las sensaciones siempre se dan en un espacio y un tiempo determinado», de manera que al tratar de recuperarlas siempre se corre este riesgo de ver cómo la candidez puede ir rebelándose hacia el (auto)fastidio y la conmiseración. El escollo insalvable de un libro de memorias es que «no es posible vivir otra vez lo ya vivido». Pero tal consecuencia no es por completo funesta, ya que igualmente será el testaferro de las diferentes resurrecciones –más literarias que vitales– del poeta tras los inevitables fracasos. Se trata de una lección de integridad y vida. «Aracne III» termina con la pelea entre Eros y Tanatos: un infarto confina a Moreno Jurado a una sedación hospitalaria de seis días, donde se le presenta «la angustia de la muerte» que, al mismo tiempo, se confronta con el quinto cielo de San Pablo, ese que «tiene la capacidad de ser en sí mismo sobrenatural» y que experimenta «en unos besos de una mañana de junio».
«Aracne IV», que cubre los años más recientes, nos presenta al poeta velando a la abuela Abelina, de ciento cuatro años de edad, quien «se metió en su cama, un día cualquiera […] y aseguró que no se levantaría más y se negó a comer y a beber para siempre». Nos habla Moreno Jurado en esta parte, pues, de la fe inversa: es igual la creencia del poeta y su familia que la de la ciudad sevillana que «quedó encallada en los más temibles roquedales del siglo XVII». En este último aparte son inevitables las disputas con Dios y la oscuridad de la religión, el aburrimiento de la tristeza, la constatación de que ya nadie escribe sobre ética o sobre la virtud, y la sorpresa de descubrir los arrebatos injustificados del pasado. En fin, se hace explícito el lamento inútil por «volverse intransigente» y un sobrevenido afán por opinar de los temas más diversos, como el hastío de la colectividad, las disputas con la filosofía, el descubrimiento de que «el dinero es anterior a toda empresa del espíritu» y de que «los vicios del dinero destruyen amistades y compromisos», pero también la felicidad de ver una selección de poemas traducidos al griego y la publicación de su obra poética casi completa en Los bosques de otoño (2006).
En este punto se produce la consumación literaria de la evidencia de que «soy coherente conmigo mismo» al mismo tiempo del encuentro con nuevos amigos que nada tienen que ver con la literatura, la imposibilidad del estoicismo, los sucedáneos del «Amor», la muerte del padre evocada poéticamente –en segunda persona– como también la de la madre y la retirada a Mazagón. Sobre todo, destaca la constatación perpleja de cómo ha cambiado su percepción del mundo. En «mi pensamiento más íntimo», señala Moreno Jurado, «desde mis veinte años hasta los sesenta […] es imposible que exista una épica de la modernidad, [dado que] en la diversidad no hay épica posible». Aracne es finalmente una celebración y un lamento de lo mismo: del ideal, de la imposibilidad de que lo idóneo exista plácida y plenamente en nosotros más que en fogonazos aleatorios, aunque plenos. No en vano señala el poeta que «viví cuanto pude la exaltación del momento, el instante atemporal, el único posible, intentando concebir el tiempo como mi única posesión». Se hace evidente que, con Aracne, Moreno Jurado no logra lo que busca al apelar –en el último tramo– directamente al lector del libro para que «pase por [sus] palabras con la celeridad del rayo», sino lo contrario: las suyas atraviesan la noche del lector como el bravo relámpago que –de repente, en un instante hermoso y efímero- todo lo ilumina.
Aracne. José Antonio Moreno Jurado. Paréntesis Editorial. Alcalá de Guadaíra, 2011.