Desde hace algún tiempo observo el éxito de Jonathan Franzen en Chile y me pregunto, frente al modelo de narrativa que él representa y que identifica, entre otras temáticas, un auge de masculinidades en ‘crisis narrativas’, hacia dónde se dirige la atracción que envuelve a sus lectores asiduos. Bombos y platillos para Franzen no faltaron. Al tiempo que se publicó Libertad (2010) se dijo que el libro realizaba el gran y esquivo cometido de fecundar la gran novela norteamericana. Una saga familiar como esa no se había visto. Otras autoras y autores bien lo podrían haber intentado antes, pero no como él. Como era de esperarse, varias feministas se indignaron. A fin de cuentas, ¿qué otorgaba al autor, a diferencia de las numerosas escritoras que exploran el campo, esa grandilocuente prerrogativa? ¿Por qué, si ellas se preocupan de temáticas como la familia, el hogar o la comunidad, eran subestimadas y en cambio Franzen recibía elogios por sus proezas alegóricas? La respuesta no dio para enigmas. Mediante sus tramas heterosexuales, tal como nos recordaría Doris Sommer, la nación norteamericana se unifica. Los personajes, de hecho, recorren el arco de su juventud, crepúsculo y vejez sufriendo en manos de su deber ser. Lo que identifican es una ‘libertad americana’ que se somete a los sacrificios propios de aquella tierra. En el caso de la misma Libertad, Walter –el protagonista– se compromete a tal punto con la causa ambientalista que se integra al mundo político. El apocalipsis ecológico es inminente y el reducto de salvación de la humanidad sigue siendo, tal como demuestra el protagónico tesón, [norte]americano.
Pero como no estamos en tiempos independentistas, lo extraño es que una saga familiar que pareciera tan chovinista no resulte inusual en Chile. Cierto, la sociedad retratada es distinta a nuestros mitos sobre esa patria. Walter representa una nueva masculinidad, más sensible. El cuadro que abre la novela también es uno de los tópicos representativos de la decolonización patriarcal. Patty –esposa de Walter– pasea con su pequeño hijo por los suburbios domésticos perseguida por el escrutinio vecinal y su belleza, su simpatía inusual, además de su inteligencia, se vuelven el desmitificado blanco de las miradas inquisidoras. Es más, Franzen utiliza estrategias similares a las de aquellos escritores que, desde hace un buen tiempo, abren el ámbito de los géneros y la familia para desmitificar esa patria. Anne Tyler, Tony Morrison, Angela Y. Davis, Patricia Highsmith, Philip Roth, Susan Sontag y Joyce Carol Oates, entre otras y otros creadores, representan esta tradición que honra una distante camaradería de lecturas cómplices. Ahora, la mirada de la otredad femenina que dice proponer Franzen no instala aquel punto de fuga compartido por estos escritores: ese que relee las visiones simplificadoras y progresistas ‘americanas’, pero eso no importa. Libertad presentaría una renovación casi necesaria de nuestras miradas sobre las vapuleadas masculinidades que allí se representan. El protagonista y su soledad, tras el abandono y traición de su mujer, es el nudo dramático de la novela: es ella quien no entiende el ímpetu reformista de su ex esposo; ella quien no comprende su preocupación y, para empeorar las cosas, lo traiciona con un antiguo amigo rockero de su juventud. Así, inicialmente la narrativa no deja entrever ningún dejo re-fundacional patrio, sino que parece simplemente expandir nuestras miradas sobre problemáticas universales sin la mediación de autoridades geopolíticas. Walter es sólo el epicentro de un torbellino anti-humanista que dirige sus dardos contra ideales compartidos o tal vez contra valores que se creen abandonados.
Se trata, entonces, de algo más amplio que un discurso de ‘ciencia ficción’ propio de algún neo-caudillaje gringo. Claro, su retórica –de seguro– es más sutil o penetrante. Brota de un género: del realismo ficcional ¬–de desencanto y ruina inminente– que hoy reconstruye narrativas sobre masculinidades que, de forma tácita o no, demarcan su cualidad fundacional, su proximidad a una potestad patria. Esta suerte de género que también esculpe el carácter de narrativas más cercanas a nuestras latitudes se presenta, por ejemplo, en obras como las de Alejandro Zambra, Matías Bize o Gepe. En estas narrativas, los hombres también operan como síntoma de una incertidumbre mundial y son –de igual modo– los escuderos de una extinción venidera. La sociedad completa, con sus cambios y reformas aceleradas o con sus prejuicios sexistas, los desplaza; pero ellos presentan su inocencia frente a cualquier persecución. Nunca pretendieron ser machos, como se les achaca. No les importa medirse contra gladiadores. Humildes, ellos mantienen la estabilidad de un mundo habitado por mujeres volubles –tal como Patty, que sólo entiende tardíamente, con arrepentimiento, el ímpetu ecológico de su marido–; de un mundo poblado por hijos inestables y desarraigados; de un mundo en general vulnerable por todas las amenazas del universo postmoderno. En definitiva, estos hombres representan el nuevo y connatural símbolo de la fortaleza del género masculino. La palabra ha sido revelada. Ese género integra un poder inédito y su resistencia se une a su sensibilidad. Por eso son los guardianes de la comunidad entera. Bajo los pies de sus ficciones apocalípticas el suelo se tambalea con la añorante reminiscencia de un tiempo mítico en que los hombres, a pesar de su propia fragilidad, protegen la incertidumbre de las mujeres.
La fruición con la que se lee a Franzen, en este contexto, no es de extrañar. El autor produce una atracción casi pornográfica que, al parecer, compartimos. Me refiero a aquel culto homosocial, a esa pulsión primigenia que conlleva seducciones culposas hacia el poder pater. Insisto, tal como el libertario Franzen, al modo de una apuesta novedosa –de una impensada mirada de género– hoy son varios los escritores y artistas que ofertan su rostro insatisfecho y frustrado de frente a las imposiciones impuestas por su género. Son sensibles, femeninos y han sido forzados a adoptar su masculinidad. Pero su impostura derrotista, la retórica melancólica de su frustración, sólo vindica la economía erótica de nuestra cultura: la seducción de la viril estatua guerrera de genitales descubiertos, la seducción de la descarnada honra de un monolito que obliga al reclinar de cabezas. La seducción del mismo culto patriarcal que conlleva primero, ante todo, una venia para luego replegarse sobre un amoroso y honorable discurso de reverente distancia incestuosa. Esto para refundar el ‘ser hombre’, y para hacerlo con una ansiedad y un renovado sentimiento que vindica –una vez más– una de las coartadas centrales del poder masculino: el abrevadero prócer de la hegemonía patria. El intento infructuoso de feminización de los creadores es una prueba irrefutable; ellos intentan redimir la inevitable oposición de los sexos, esa inmemorial dicotomía, para luego elevar con ímpetu fatídico su propia figura. Así nos mantienen todavía obscenos bajo el pájaro de la noche, guarecidos en una casa de campo no tan distinta a la de los gringos, pues es igualmente propicia a atentados y allanamientos que se desmantelan con prontitud. Acaso ahora es esta nuestra heterogeneidad y se extiende sólo hasta las fronteras limítrofes nacionales. Quizás nuestro travestismo se parece al de unos niños debutantes y bien vigilados, pues no vemos que en realidad es esta erótica homosocial supremacista – y no nuestra supuesta oposición sexual– el rito atávico que nos configura y encanta.