LOS ESTRATOS, de Juan Cárdenas

UNA NOVELA DONDE TODO SE SOLAPA CON TODO Y REVERBERA

Martes 7 de mayo de 2013, 10:17 AM

Quería que habláramos de esta novela y de por qué no me deja mudo de discurso crítico, no me hace supurar frases sobre el mercado, el periodismo y la edición latinoamericana. Qué podría ser un libro productivo sino eso. Los estratos me hace sacar un lápiz y anotar –no al margen de la página, por qué ese fetiche de no ensuciarla si sólo así podría realmente entrarle– sobre la identidad, las identidades y la literatura, sobre el oficio y la tradición, sobre la modernidad como un espacio vacío y tal vez una simple mímica: la posibilidad de escribir del cuerpo con el cuerpo. 

        Primero pondría en relieve la continuidad y al mismo tiempo profundización que esta novela tiene con respecto a la estilística de Zumbido, la anterior novela de Juan Cárdenas: el despliegue de una prosa leve y rápida, amable con quien lee a medida que va avanzando y se va haciendo más compleja pero por superposición de mundos –por estratificación– y no por radical cambio de forma. La sutileza de las diferentes capas tectónicas de un posible palimpsesto narrativo latinoamericano, ¿se transparenta en esa amabilidad o está ahí por negación extremada? Leyendo apenas me doy cuenta de que a medida que avanza el libro voy de una prosa sin puntos a una prosa de párrafos cortos, casi viñetas al final, y eso tal vez sea un movimiento natural de la profundización en el inconsciente de los espacios, de la progresiva entrada en la espesura al mismo tiempo geográfica, cultural y psicoanalítica, usando el deslinde anticuado: esa amabilidad estilística colisiona con la opacidad de los personajes –hace olvidar la confusión irritante que produce el personaje opaco en quien lee novelas porque le gusta que lo lleven de la mano–; por medio de la empatía de su estilística uno se identifica con ese opaco y quiere seguirlo aunque no sabe a dónde. Porque su viaje es típicamente –en la novela de aprendizaje– a la infancia, pero inusualmente al cuerpo, a la experiencia reveladora que sólo descubre una sensación y no una historia, a los lugares no mercantilizados ni cartografiados –ni nombrados– para futuros negocios, a ese lugar indomesticable que es lo verdaderamente doméstico, la casa abierta y constante de la tía del narrador en el campo. Hay pocos nombres en esta novela, sí bastantes sensaciones. Hay episodios que son problemas políticos y literarios sin posibilidad de cierre narrativo convencional, como la historia de cómo se conocieron el protagonista y su esposa, el capítulo en la galería de arte y la posterior revelación de las cartas vacías en cada piedra, la figura del detective indio, la explosión del yagé, las notas de un veterano de La Violencia en su ejemplar de La vorágine, la conversación entre el narrador blanco y el guardia negro en el condominio de la plata colombiana. Esa imposibilidad es normal, es la cotidianidad del inconsciente en que vivimos todos los días silenciosamente: los sueños, las pesadillas, los estados intermedios, el trauma infantil recreado, el acto de imaginar. Creo que la novela entera es eso. Los episodios claros, los personajes divertidos no serían nada sin una densidad supranarrativa que los abarque de manera tenue y firme, sin la retórica geológica o de pieles de cebolla que creo es la mejor manera de entender la multiplicidad que nos define como personas en este mundo, como latinoamericanos, como gente que tiene memoria y tiene risa, como editores y críticos, como creadores e intelectuales, como animales humanos. 

            Por ahora quiero dejar ahí la arbitraria frase recurrente en Los estratos de que el lobo –¿o era el zorro?– no puede dar vuelta la cabeza, y que para mirar atrás debe volver el cuerpo completamente. Creo que nosotros tenemos que hacer eso con el cuerpo de la escritura. Y luego seguir y volver y seguir y volver a dentelladas.

Jueves 5 de septiembre de 2013, 5:12 PM

Cuando leí Los estratos también me resonaron muchas cosas de Zumbido, en especial esa distancia de tono nihilista que tiene el narrador con su vida y todo lo que hay a su alrededor, como si la coincidencia entre la primera persona que narra y el cuerpo que experimenta fuera circunstancial. La sucesión de descripciones hace parecer que el protagonista tiene un involucramiento nulo con la lluvia que cae gruesa, los árboles que van acumulándose o las personas que pululan por las galerías de arte o los centros comerciales, al punto que los lugares se hacen fríos y adquieren la calidad de cualquier ciudad en invierno: pastos cortados todos iguales, casas con espacios que producen eco. La parte en que el protagonista ve a su esposa saliendo de una tienda y caminando por la calle parece que ilustra eso: así pareciera que la está viendo vivir otra vida y que disfruta viéndola como algo que no le es familiar. Es lo ajeno de ella lo que le atrae en ese momento, incluso pareciera que no hay otra relación que ese efecto de extrañeza; es su forma de relacionarse o, mejor dicho, es la manera en que siente placer por no sentirse involucrado. 

            Esa desfamiliarización cruza este personaje lo describe todo con minuciosidad, pero no sabemos nada de su apariencia, y si mal no recuerdo ni siquiera sabemos su nombre. La novela podría llegar a narrar el ennui de un personaje que tiene todo, pero se salva en que ese estado le da placer, tanto como la indicación de que vuelve la crisis que antes lo llevó al manicomio. En tal sentido este es un personaje problemático, al borde de la crisis, pero una crisis pasiva; de acuerdo a su estrato social el desastre personal debe ocurrir sin escándalo. Y me refiero a esto porque me da la sensación de que el problema expuesto con placer y culpa por el narrador tiene que ver con un trauma de infancia donde creo que lo que menos importa es si se resuelve o no, porque de hecho no se resuelve. Esa herida es el problema que enuncia el título y que está en toda la novela: la diferencia de clases y la explotación de una raza por otra. Es el conflicto principal: el conflicto existe para el personaje en todo lo que ve, que son los pastos cortados por mulatos y las casas cuidadas por afrodescendientes, y las ciudades formadas a través de la inmovilidad de esos roles. Así la resolución del conflicto personal no puede sino ser ambiguo sí, descubre quién desapareció y quién raptó al otro, pero el problema continúa, sistémico, ya que se expande y se mantiene a través de la inmovilidad social.

            Me acuerdo de esa conversación que tiene con su amiga psicóloga sobre los muebles viejos y el buen gusto. El protagonista recuerda que «el buen gusto lo creó el diablo», recordando la leyenda del diablo de Churupití. El diálogo sitúa a los personajes en un contexto de inmovilidad de clase y se refiere directamente a los estratos sociales. Pero esos son sólo algunos de los estratos que refiere el título: los estratos territoriales, los estratos mentales, los estratos espirituales, parecidos a «las envolventes» que refiere el pensamiento comunitario en Bolivia según Julieta Paredes. Por eso me interesa cómo el narrador de Cárdenas va formando la relación con la mujer que lo crió a través de una serie de obsesiones entre ellas ese diablo de Churupití, del que se ríen porque se viste mal. En las dos versiones que se transcriben el diablo de Churupití es diametralmente opuesto. Como cuento civilizador del afrodescendiente o como promotor de un cierto espíritu rebelde que desafía las categorías de lo que se debe hacer en la ciudad con la intención de movilizar los estratos, sin embargo, ese diablo manifiesta las grietas en la sociedad por donde se cuelan esos problemas, frente a los cuales ese narrador prefiere enfriarse o fundirse por completo hasta quedarse en el lugar tranquilizador del trauma. Algo tiene que ver esto también con Zumbido, que también parte con la situación del shock y se estructura a través de un recorrido desde el centro de la ciudad hacia las afueras, hasta cambiar las coordenadas de norte/sur, centro de la ciudad/periferia, racional/salvaje.

            Hay varias cosas que se me quedan en el tintero, las anoto a ver si tú quieres hablar de ellas o si las puedo retomar cuando te escriba de nuevo sobre esto: el primero tiene que ver con esos extractos que transcriben hablas en español «imperfecto». ¿Cómo las leíste? Lo otro tiene que ver con el descubrimiento que el narrador hace sobre el caso de desaparición durante gran parte de la novela creemos que es la empleada la víctima, cuando al final no ha sido así. Lo último es el episodio de cómo conoció a la esposa y la escena de sexo en el motel; me parece que ahí hay un momento de fusión que es tan real como pasajero, y que no solo tiene que ver con la constitución del paisaje que narra el protagonista esa frialdad de la que te hablo al principio, sino también con las traducciones en el habla.

Martes 10 de septiembre de 2013, 5:59 PM

Las preguntas que me dejas planteadas sobre Los estratos son difíciles de rastrear de memoria en una respuesta así, rápida como quisiera escribirte para que el análisis no eclipse la conversa y esto no se vuelva mera reseña. Así que me fui en el metro leyendo a pedazos de nuevo esta novela –hace un año pareciera que la leí– y me doy cuenta de que su estrategia narrativa no tiene nada que ver con el tiempo, que asombrosamente para las lecturas contemporáneas que uno encuentra es una novela donde da lo mismo la biografía, el discurso cronológico o bien antilineal; que estas páginas no cae en la pregunta usual de la narrativa de nuestra edad de cómo relatar y en qué orden. Es como si el narrador y los mundos de la novela por fin hubieran superado esa noción tan europea, tan griega, tan inglesa, tan deportiva y tan relojera de lapso y progresión –entiendo también que dura poco esta posibilidad que planteo– para pararse de lleno en el problema tanto o más moderno, pero mucho más americano –estoy hablando de todas las Américas, por si algún gringocéntrico quiere darle cuerda al malentendido toponímico– del espacio, el lugar, la propiedad de la tierra, la tenencia de suelo. Cuando hablas de la superposición de estratos de cualquier tipo en los innumerables episodios que componen el discurso del sujeto sin otra biografía que un trauma y un episodio en el manicomio que protagoniza Los estratos se me viene a la cabeza una novela que alguien tendría que escribir alguna vez sobre todas las superposiciones en que están construidas las calles y campos de las Américas; sería diferente del ejercicio borgeano de apilar referencias prestigiosas para dislocar lógica y metafísicamente, sería distinto del sistema que Perec cranea para contar la historia de un edificio parisino a través de razonamientos y fórmulas armoniosas, técnicas, productivas en su continuidad fabril. En cambio Cárdenas propone un relato de ese espacio en colonización, donde pueblos, historias y nombres son borroneados cíclicamente por los más mezquinos personajes del lugar, donde los habitantes son una acumulación de negaciones en permanente conflicto, donde los traumas personales llegan a dar risa si se comparan con los traumas colectivos que fundan estas naciones de pacotilla que colindan entre sí –por eso me resultan tan banales la mayoría de «grandes novelas» gringas recientes cuando son traducidas al castellano de España.

            El relato contiguo, dialógico y amable de este espacio americano, tal como lo presenta en apariencia Los estratos al principio –en la conversación entre el protagonista blanquito y el guardia negro del condominio– se interfiere. Uno de los dos quedará mudo, casi siempre el que tiene menos fuerza en la voz y más propiedades; pero esa voz será la que cuente la mayoría de la novela, y se las arreglará para enmarcar con el uso de la letra los gritos del guardia que quisiera meterse a la piscina que le pagan por cuidar. Qué maravilla leer una novela donde está todo controlado hasta que se meten los gritos de alguien más, donde de repente alguien habla mal para interrumpir la falsa armonía del condominio literario donde vivimos los que tenemos acceso a la letra, y qué bueno que nadie va a corregir esa falta lingüística, que se van a apilar las interferencias entre las amplias secciones de capítulos bien enumerados y con evocadores conceptos geológicos como título, que esos intersticios finalmente no tienen una explicación fácil, pero de todas maneras se las arreglan para ser las voces que cierran la novela; qué maravilla que esos gritos horrendos, mal escritos y pésimamente enhebrados van a quedarse con la última palabra. A lo mejor es una profecía continental, en cuyo caso nosotros mejor estemos conscientes de que ya no tendremos fácilmente el acceso a la palabra –¿pero alguna vez lo tuvimos? No.

            «A nosotros no nos mata ni el Putas», dice una de esas voces radicalmente ajenas que por fin vuelve a entrar en la limpia novela latinoamericana. Me preguntas sobre esos fragmentos, por esas voces orales que parecieran transcritas, por esa ilegibilidad que termina de ser gradual y exige que los lectores responsables –todos quienes elogian este libro y las pasan de largo–, suspendan por un segundo su tranquilidad por lo bonita que está la edición y lo pulcra que es la prosa del nuevo gran escritor de la siempre correcta dicción colombiana para escuchar lo que aunque está mal dicho no es incomprensible. Pues bien, yo creo que esas obstrucciones son evidentes si uno le ha puesto atención a los actos del protagonista, y que si no consideramos esos fragmentos no empezaremos a entender la propuesta de Los estratos. Esas partes ilegibles son experimentos de interferencia narrativa, prácticas de desestratización literaria que el narrador está poniendo en marcha con su grabadora, esa máquina que echa a andar en el hotel justamente cuando le viene el recuerdo revelador de cómo cuando vio por primera vez a su esposa el cuerpo de ella bailaba alegremente mientas su cara aborrecía al mundo. Se superponen en esas partes ilegibles fragmentos de discursos publicitarios, relatos de la vida social de la elite capitalina, apelaciones amorosas melodramáticas y un monólogo en plural de marcada transcripción fonética oral que termina expresando –tú ya dijiste– el más profundo trauma de estas páginas, nuestra base mítica silenciada aunque no muy silenciosa: somos negros –no somos de aquí pero tampoco tenemos origen, seguimos esclavizados–, estamos muertos, y aun así necesitamos bailar y meternos a la piscina a pesar de que cuando lo hagamos perjudiquemos el trabajo de nuestra sobrina. Esta transcripción fonética nada tiene de española ni de castellana, válgame Dios que tantos de los españoles todavía se creen blancos, y el relieve del texto en negrita pareciera dirigir arbitrariamente la atención de quien lea hacia secciones del texto en desmedro de otras. Por algo esa parte del texto no está enmarcada por números ni nombres doctos de capítulos. Por algo el cierre de la novela lo da el discurso de una embarcación de fantasmas –esas personas que cruzaron el Atlántico en barcos esclavistas, y que llegaron apenas sin cuerpo, sin lengua propia, castigados por el volumen de su voz, burlados por su pronunciación–, por algo en su pesadilla el mismo barco conduce al narrador protagonista, el cual sin embargo se acerca a la costa como promesa de cordura, de hogar y lucidez, de revelación. Tal vez no sea más que el narrador exponiendo fuera de las acciones que lo enloquecen el lenguaje puro, objetivante, de los cortes que hizo en la grabadora. Lo que creo es que deliberadamente Cárdenas se impone a sí mismo el ruido, el zumbido, para impedirse hablar de modo transparente sobre Colombia o Madrid o América; la interferencia deslocaliza, desorienta, confunde a la narrativa unidireccional con respecto a sus evidentes metas mercantiles hacia estratos de identidad imprevistos, difícilmente discursiables si no se cuenta con la debido entrenamiento corpóreo para traducir algo que de vuelta no sea un pocotón de certezas. «Todo muy bajito, muy discreto, pero se revuelve con el sonido que sigue saliendo de la tele, con el de la lluvia. Mi respiración. Todo se solapa con todo y reverbera.» Te vuelvo a preguntar sobre esa enigmática pregunta de por qué un lobo –¿o era un zorro?– no puede mirarse la propia cola. Y te dejo otra más: ¿será que al terminar esta novela de interferencias con un elusivo episodio de revelación alucinógena natural –tú leíste también Zumbido– se plantea la validez para nuestras literaturas de un discurso del conocimiento trascendente en negativo, sin narrativas pero con una Narrativa, en un registro inconsciente, en negro, sin nombres? ¿Será eso lo que quiere decir el Putas, el diablo de Churupití que da y quita, que entrega vida y muerte, que posibilita la elegancia en el mal gusto, lo impronunciable, que la novela es una grabación nomás, aunque una grabación lo más abarcadora posible?

Viernes 20 de septiembre de 2013, 7:14 PM

Pensé que te había contestado ya por el lobo –era un lobo, no un zorro– el animal que no podía dar vuelta la cabeza. Esa parte está escrita como uno de los mitos falsos y las bibliografías inventadas que se meten también en el mundo de la ficción; es un dato sacado de un diario viejo –qué más raro que diario viejo– en la sección «Aunque usted no lo crea» de la novela, esa que hace, del discurso científico y su realidad pura, espectáculo. Daba un poco de miedo cuando uno veía en la tele Ripley, aunque usted no lo crea, presentado por Jack Palance. ¿Te conté alguna vez que la mamá de una amiga de infancia pololeaba con «el tío Jack», y que ella actuó en una película hollywoodense sobre un virus que mataba a todo el mundo y solo dejaba sobrevivientes en la Antártica? De alguna manera la cara de un actor semidesconocido se mete en la memoria infantil y tiñe ese terror cotidiano, acallado afuera, de ese otro terror espectacularizado. Que el lobo no puede dar vuelta la cabeza es tan cierto como que hay un alebrije de zorro que mira hacia atrás guardándome el sueño desde el borde de la cama, y que ese otro alebrije con que soñó el artesano que los inventó, animales tan aterradores que incluso después de un proceso de turistización esos objetos siguen transmitiendo su origen desde el inconsciente del mundo. Algo así pasa con los diarios viejos que vienen con su discurso de realidad a invadir el tiempo posterior, especialmente cuando las noticias se incrustan en las portadas para tapar tanta matanza y acciones de político trucho.

            Al final de Los estratos –y es verdad que tiene algo del final de Zumbido– esa revelación que de nada sirve más que para haberla experimentado –pues es algo que estaba allí, que ha estado allí siempre– es la base sobre la cual se construye la cotidianidad opaca de estos personajes. Ver es la revelación, y es distinto a mirar oblicuamente, de pasada, sin entender del todo porque no se tiene respuesta completa: no, no es un caso de desaparición política, pero sí es un caso político, de esos que cruzan hasta el meollo de la vida, que construyen individuos, que le dan al protagonista con plata su lado interesante: que no le importe que la empresa se vaya a la mierda. Otro personaje interesante: el detective. El detective es, pues, quien precipita ese conocimiento, quien no va a encontrar lo que va a buscar, sino algo más. Las bases mismas de Colombia. Al protagonista le mandan el detective porque su caso es tomado en serio solo a medias por la psiquiatra que siempre se ríe un poco, y por la fiscal que busca desaparecidos; ambas ya saben lo que el narrador va a encontrar, pues ellas ya lo vieron. Es como ese sueño que tiene el protagonista antes de encontrarse con el detective: él es el propietario de la fábrica y debe hacerse el patrón frente a las trabajadoras, que de pronto mutan en brujas; se trata de un poder doble: el de él es transparente, el de ellas es oblicuo y arcano, por eso más poderoso. Con el detective entra otro estrato, el de los pueblos originarios. Con él –¡y al igual que en Zumbido!– el camino va hacia las afueras de la ciudad, donde los tiempos por venir se anuncian a través de los movimientos de los perros y de la sucesión de consonantes que en la novela arman las letras dibujadas sobre sus costillas; como si para leer mejor necesitáramos una letra casi sin uso en español, la w, justamente para establecer la inoperancia de ese conocimiento allí adonde van –conocimiento y no saberes, porque aquí no se hace esa diferencia, se pierden esas coordenadas. Así también los nombres se desplazan; los nombres de animales indican personas, los apodos insisten en aparecer –para qué usar nombres allí donde los seudónimos o los oficios o la ubicación son más útiles para señalar. El detective solo de forma oblicua sale en busca de la empleada; todo el tiempo va haciendo otra cosa junto al narrador. No buscan una desaparecida, sino escapar de la muerte. Pero claro, el protagonista está muerto –la indiferencia y la insensibilidad le vienen porque está muerto.

            Esa pregunta que me haces –sobre qué hace la novela y la escritura en todo esto– tiene una respuesta hacia el final: el remedio es el remedio, y esa es su relación rara con las palabras. De nuevo se trata de algo oblicuo, que no puede decirse ni escribirse. El remedio nada más hay que tomarlo, pero no es un remedio que se toma en soledad y en cama, sino estableciendo una relación: ¿te imaginas que cada vez que uno se tomara un remedio –mis inmunosupresores, por ejemplo– el doctor que te los dio se los tragara también, único camino para que realmente el remedio surta efecto? Otro saber, otro conocimiento, lo otro que es a la vez nuestra cotidianidad. La perplejidad sería vivir creyendo que somos europeos, como los hombres de negocios que hacen empresas para ganar plata y esclavizar trabajadores («Qué capricho el de los hombres/que comparten las finanzas:/ pero si aquí no hay pobres,/ todos criamos panza/ Lo dice sin un dolor/ un político y un dotor/ Hay quien vive para comer/ y quien come para vivir», Virginia Brindis). El saber transformarse en jaguar con el remedio, el poder de mover las orejas y oler a kilómetros; un detective que se transforma en el diablo de Churupití vestido de terciopelo rojo. Y allí, en el espacio de esas transformaciones, la escritura –en la grabadora, en el papel, el registro en general– es un exceso: «Después, cuando tome el remedio, va a ver que no necesita grabar nada». No sé si esta sea la mejor manera de cerrar este diálogo crítico. Acabo de leer en la novela sobre la risa que se transforma en carcajada, el vómito en cagadera, los niños en gusano, los vivos en muertos cuando se toman el remedio. Y a la mañana siguiente todo parece más tranquilo, porque el remedio no respondió ninguna de las preguntas. Y no ver siquiera con otros ojos: sin ojos.

 
Los estratos. Juan Cárdenas. Editorial Periférica. Cáceres, 2013.