LEJANÍA IMAGINARIA, REPRODUCCIÓN Y ACCESO
La relectura de Sabor a mí de Cecilia Vicuña me invita a pensar en la función de la obra artística y en el conflicto estético de su reproducción. “El arte nació para jugar, y aunque muchos se han olvidado está bueno que ahora se acuerden”, señala la página 65 de este libro. Creo imaginarme perfectamente a la artista en 1973 recortando y pegoteando, seleccionando y componiendo con extrema sensibilidad cada uno de los doscientos cincuenta ejemplares de su Sabor a mí, dando la impresión de que todas esas obras aparentemente disímiles formaron un todo estético homogéneo que hizo germinar la precaria semilla Vicuña. Cada ejemplar fue diferente: hubo páginas teñidas a mano y otras en papel volantín; se imprimió sobre papel de envolver y también sobre papel amarillo dorado; objetos adosados a las páginas identificaban cada ejemplar con distintivas hojas y mariposas disecadas; cada libro llevaba una carta elegida de entre aquellas que la poeta recibía desde Chile, o también sobres creados por ella misma. El Sabor a mí de 1973 midió 16 x 20 centímetros.
Esa primera versión era un libro de artista precario y económico, que se fundaba principalmente en su contexto histórico y en la biografía de la autora. Los objetos del interior trataban de matar tres pájaros de un tiro con sus alusiones a “la magia, la revolución y la estética” –en palabras de la misma Vicuña–, construidos por una artesanía ritual que les otorgaba una existencia independiente de “la historia del arte, como si esa historia se hubiera muerto o nunca hubiera existido”. La resistencia de este libro ante el imperialismo funcionó escasamente en el entorno literario chileno (ELICH), cuya censura silenció la producción de Vicuña aún antes del golpe de Estado. En ese escenario, y considerando ese silencio, Sabor a mí se publicó lejos de sus referencias contingentes, lo que no impidió –o quizás hizo posible– que obtuviera considerable reconocimiento internacional (la BBC londinense, por ejemplo, realizó un documental homónimo dedicado al libro durante el mismo año 1973).
El vínculo mantenido desde sus inicios con la poesía y los libros, sumado a su formación profesional de artista plástica, motivó a que Cecilia Vicuña difundiera muchas de sus primeras obras en libros de artista, tradición escasa y altamente innovadora para esos años en el medio nacional. En este sentido, la incomprensión y posterior censura de sus títulos no debieran llamar demasiado la atención: los libros de artista eran –y son– un objeto gráfico orientado a la posteridad que posibilitan una mediana difusión.
Con todo esto, en el binomio forma/contenido del Sabor a mí original encuentro su mérito estético más trascendente, por lo que la decisión de reeditar este título me genera una pérdida sustancial en términos de obra de arte, que incentiva una recepción equívoca al situar la obra como novedad de una colección editorial sistemática y masiva: la absoluta mayoría de los lectores conocerá Sabor a mí como el libro facsimilar de tiraje numeroso que hoy nos aporta Ediciones UDP, y no como un conjunto reducido de libros dotados de individualidad. En este sentido creo que el nuevo Sabor a mí, más que una reedición, es una primera edición en un cauce paralelo que busca acercarse a la multitud y suprimir la lejanía imaginaria que promovía el goce estético. Como Vicuña ha comentado, “el libro de las Ediciones UDP es el reverso del otro. Cumple una función nueva, que en l973 era impensable”. Sabor a mí después de todo se consolida en nuestro canon artístico y pasa a formar parte de esa muerta o inexistente historia del arte que ya citaba la autora, con lo cual dejo abiertas las preguntas sobre las máximas del arte, el sacrificio de su esencia, la apreciación estética truncada y las posibilidades de un acceso colectivo.
Por ahora no desecho mi fotocopia de aquel otro libro de 1973.
Sabor a mí. Cecilia Vicuña. Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2007.