Alguien acostumbra atravesar los árboles rumbo a lo suyo hasta que lo detiene otra persona con un papel donde está escrito y firmado que ese sendero le está prohibido; ese alguien le pregunta a la persona si conoce el bosque por donde ha escrito y firmado que no puede pasar, y la persona le responde que eso no importa: su texto dice que le pertenece, y la firma –la escritura manuscrita, la huella de una mano– de una tercera instancia aun más ajena a ese bosque lo confirma. Ese alguien desprovisto de su sendero va a insultar a la persona, la va a empujar, le pegaría, no lo hace porque mañana vendrán invocando más papeles escritos para encerrarlo por una violencia que ha quedado anotada en una querella. A raíz de la ley, la escritura; a raíz de la escritura, la violencia. A raíz de mi imposibilidad ahora mismo de levantarme, de dejar de escribir, de caminar, de entrar a un bosque de tanto frío que hace, de tanto calor –o porque estoy solo o rodeado de tanta gente, o es demasiada la que no me habla–, a raíz de que no escucho otra cosa que una palabra humana, chilena, nacional, republicana, moderna, consciente, literaria, individual, y a raíz de esa imposibilidad de no estar acá en vez de escribir, y de la necesidad urgente de decir dónde y cuándo estoy, a raíz de que hay un abismo en la contingencia y de que me resisto a no anotar que existe ese abismo a la vez que no quiero perder inmediatez, consciencia de un hecho político ni tampoco ambición de multiplicidad (así me llamo, acá estoy, tengo y no tengo, digo esto y al tiro dejo fuera eso otro); a raíz de esa carencia en mi formación doblo la voz de Jorge Arrate con la mía cuando explica por qué en nuestro castellano de capital santiaguina, rozando la crónica pero sin ejercer el poder de la autoría singular, empezó a hacer este libro Weichan. Conversaciones con un weichafe en la prisión política desde una perspectiva «muy básica: la de un ciudadano chileno que entiende que no es especialista en el tema y que entiende que nunca le fue apropiadamente expuesta la problemática que enfrenta Chile en relación a sus habitantes originarios, particularmente los mapuches». Apropiadamente la perspectiva de nuestra básica ignorancia sobre siquiera el hecho de que una persona mapuche no es, no fue, ni será una persona chilena, y que desde hace ciento y tantos años el Estado de Chile ocupa a la fuerza, sin explicación, territorios que por tratados anteriores a su mera existencia como república pertenecen legal, cultural y tradicionalmente al pueblo mapuche, se arraiga en la forma de un objeto tan occidental, latinoamericano y chileno como es el libro –nuestro fetiche escrito y encuadernado–, y justamente por eso este volumen se aparta de la convención argumentativa, formal y de diagramación que se esperaría de un ensayo dialógico escrito por un político chileno de izquierda y un activo independentista mapuche –un weichafe, quiero decir, pero la raíz We en mi traducción castellanochilena como guerrero o soldado falla porque connota un oficio puramente bélico, autoritario a la vez que instrumental al poder gobernante y carente de individualidad. Arrate consigna que tomó notas manuscritas en cada una de esas sesiones en que visitó a Llaitul en la cárcel, para que así no tuviera que someter grabaciones a los registros de la policía carcelaria –la ley que otorga a gendarmería de Chile su violenta custodia de quien está preso se desarraiga sugerentemente de la escritura para volverse tecnológica, electrónica, maquinal su rutina y nuevamente fetichista su registro, pero inmediatamente vuelve a la imprenta el análisis legal que acaso se obtendría de esas tecnologías–; a sus notas Arrate sumó relatos manuscritos del propio Llaitul, luego las reflexiones que esos relatos suscitaron en su mismo proceso cronístico y de nuevo comentarios del weichafe, finalmente algunas contextualizaciones postreras de Arrate más fragmentos intercalados de textos y oralidades de una veintena de voces complementarias al curso de la argumentación. El weichán sería, tal como se presenta en una hojeada rápida a la forma de este libro, y cuando no se lee en profundidad todavía su concepto, una figura colectiva para que su número gramatical pueda difuminarlo y no permitir que venga el lector casual, el lector correcto que pasa a consultar la noticia mapuche –una rama apenas– y no su discurso complejo –el bosque– para capturar una definición instrumental, sobre todo cuando esos sonidos suyos parecieran nada más transcritos en una lengua que ha intentado hablar por él y negar su especificidad, su certeza, la fuerza de que parezca extranjero en su propio territorio que no es suyo aun cuando siempre lo ha sido, si cabe que el posesivo excluya la noción de pertenencia porque cómo puedo decir en una frase comprensible –incluso si legalizada y naturalizada parece una firma, una afirmación– que alguien es dueño de un bosque. «No estamos, sin embargo, a orillas de un río ni de un lago», precisa el cronista. «Estamos en la cárcel de Angol». El castellanochileno se me vuelve exclusivamente sonido, ruido, extrañeza, ajenidad pura porque me aleja un problema y me lo trae de vuelta en forma de algo comprensible; me quiero quejar de este símil que emerge de la espesura en forma de pregunta: cómo hacer literatura a partir de un libro urgente, de qué manera hacer un libro a partir de un apremio, cuáles formas elegir para escribir en este idioma cruzado en uno por la contingencia que motiva y hace necesario este libro sin perderla al mismo tiempo que agrego la mía a ese bosque de voces donde se esconde el grito de weichán –acción física colectiva, fuerte y precisa con un objetivo, inminente para que el habla de todos esos territorios a los cuales un cartel reflectante les pone el nombre de Chile tiemble, y reconozcamos que ese toponímico no nos significa nada, que sí aceptamos una palabra porque estaba ahí previamente –Chile–, pero no concedemos nada a los cuerpos con sus comunidades que habitaban según prácticas igualmente definidas y sistematizadas con anterioridad a nosotros–; por eso pronunciamos con indiferencia, con frialdad, con dejadez, dependiendo de cuánto miedo tengamos, de cuán solos nos hallemos y de cuán tupido sea el bosque que queremos arrancar. El impulso de leer al otro en que confía el cronista de Weichan. Conversaciones con un weichafe en la prisión política, y que presumiblemente nos lee de vuelta con hostilidad, esconde no solo la urgencia de evitar que todo libro chileno que ocupa la voz mapuche digregada se vuelva un palimpsesto, texto ya hilado en su etimológico sentido de entretejimiento de discursos sobre una alba página fabricada de pulpa de árboles –¿cómo podrían leerse de manera ordenada las líneas en que el weichafe Llaitul acusa directamente a las corporaciones madereras que producen este mismo papel de destruir todo intento de las personas que viven en ese bosque de organizar su discurso ante ellos?–; también es contingente perder entre esos árboles la frustración que entraña un descubrimiento literario –cultural– tras otro: una serie de hechos que hemos escuchado tantas veces pero nada más en la forma fragmentaria del eufemismo que subraya Dauno Tótoro en el prólogo a este libro, ahora dichos de frente, con la extensión y la complejidad necesaria, adquieren la forma minuciosa de una revisión histórica más allá de los sujetos, y conforma así una masa donde se distingue sin nitidez morbosa ni confusión elusiva la trama de abuso, despojo, criminalización y masacre que el proyecto de Estado Nacional chileno –en las últimas décadas de institucionalidad pinochetista, en sociedad con las corporaciones y conglomerados empresariales multinacionales– ha cometido con alevosía contra las comunidades específicas que conforman en conjunto el pueblo no occidental mapuche al lado Este de la cordillera de Los Andes. Esa falta de ambigüedad, la arbitrariedad con que han sido encarcelados por la justicia chilena los weichafes de los últimos veinte años, la directa acusación a nombres, apellidos, cargos, instituciones e instancias de la sociedad que se supone uno integra por acción u omisión por el solo hecho de tener cédula de identidad chilena no puede salir del primer plano de mi lectura, y el efecto de indignación, de empatía, de vergüenza del lector chileno es tan frontal que ahí todos los discursos se vuelven superficiales, pura superficie, escenario, arena, cancha, campo de batalla; entonces cobra sentido que esta crónica de múltiples voces sea también un relato largo sobre una cultura que es física, una disciplina que no es escrita ni abstracta ni morosa ni burocrática, sino corporal, extranjera a la palabra que nos ha construido un proceso de consciencia individual, introspectivo, latinoamericano, occidental, letrado: no se trata nomás de la traducción inevitablemente reduccionista de, por ejemplo, el kollella-waiñ como «el arte de mantener la cintura como una hormiga«, «un tipo de arte marcial […] que recoge posturas y movimientos defensivos y ofensivos propios de ciertos animales», sino una puesta en práctica de que la brecha que separa a una masa de gente ocupadora de otra masa de gente ocupada no es conceptual –los bosques no son ya la frontera entre Estado chileno y la institucionalidad colectiva mapuche, como en los viejos pactos entre ésta y los invasores españoles–, no es teórica, ni siquiera está hecha de un elemento apenas sutil como el habla o la escritura; por el contrario, está hecha de golpes, de hambre, de llanto, de ninguneo, de invalidez, de ese dolor físico que mal dicho se llama desarraigo: el término sincréticamente gringo the radical other resuena con lejanía necesaria porque el épico weichafe mapuche y el inerte descreído, desocupado lector chileno nos oponemos de raíz, por esa raíz que a la vez nos ata sin solución a un bosque, o por lo menos hasta que alguno de nosotros consiga la soberanía epistemológica.
WEICHAN, de Jorge Arrate y Héctor Llaitul
UN LUGAR DE POSESIÓN
Weichan. Conversaciones con un weichafe en la prisión política. Héctor Llaitul y Jorge Arrate. Ceibo Ediciones. Santiago, 2012.