EL GRANO DE LA VOZ
Tantas veces leer significa ir al grano, en ambos sentidos. Lentamente voy al tiro al grano de la hoja, a la complexión del fraseo –me imagino, me acuerdo, proyecto la manera que tiene de hablar esta voz cuando se sacude de la impresión–, al poro abierto de la tinta de bajo costo sobre el papel coloreado de Versiones de intentos / Attempted Versions, el libro de Francisca Villela. Y entonces, doble como es este libro bilingüe y doble como tiene que ser cualquier texto sobre un texto, reversible se me hace lo que quiero decir antes de ir a hurgar en el detalle textual: ¿es esto poesía –lo que pasa es que son versos, sí, pero el corte del fraseo, la rítmica, el montaje sonoro y de imágenes por medio nada más que de palabras para la multiple evocación en el proceso de montaje no es sólo una cuestión impresa, una virtud de la lectura silenciosa y privada del poemario, sino que también resuena una lectura en voz alta, la improvisación entre amigos sobre bases que sólo están en sus cabezas empatizadas, la declamación solemne para un grupo de escuchas incondicionales, el micrófono abierto para la rima, el discurso rabioso, improvisarse ante una audiencia que abuchea o aplaude, pero que jamás se queda intocada por esa imprecación–, es musical o es mnemotécnico el origen de la poesía? ¿Debiera contar la chimuchina, nada analítica, de por qué estoy tan cerca de este libro –lo que pasa es que con la Francisca somos cercanos y hace ya más de una década yo pasaba cada semana a verla a su departamento, ahí desenfundábamos varios teclados de juguete con los cuales ensayaríamos canciones que se nos iban ocurriendo con melodías que cada uno iba trayendo consigo, pero también a partir de letras que ella descuajaba de sus cuadernos manuscritos y que yo traía mecanografiadas, impresas también desde mis propios poemas rimados, y que mientras grabábamos en su radiocasetera y luego con el cuatro pistas de mi hermano durante el invierno de 2001 y el verano de 2002 en su casa de Monjitas, y luego, cuando tocamos en público por única vez en la Sala Máster de la radio de la Universidad de Chile, las palabras que ella cantaba tenían el corte preciso del verso, aun si le agregábamos o sacábamos uno que otro adjetivo, si la mayoría de las formas verbales tenían que irse, si separábamos las frases largas porque eran demasiado narrativas, la evocación creció con sus entonaciones y con mis acordes y con nuestras bases rítmicas, pero no es eso poesía, pero no está esa lectura demasiado lejos de este libro?
Voy al grano entonces, al grano de Versiones de intentos / Attempted Versions. No hay apuro alguno cuando uno lee, sin embargo siempre habrá la urgencia de pasar al renglón siguiente, a la página que viene, pues qué quiere decir este que habla tanto: acá se opone una noción espacial de montaje –el de mi memoria también, ya– a la secuencia escrita, a lo que quien lee espera que siga y, luego, cuando empieza a sonar el CD que viene dentro del libro –pero ahora nadie tiene un reproductor de CD; pero quién es nadie, quién eres tú para saber lo que sea de las tecnologías que puede agarrar la gente– esa sucesión espacial que fue rectificada por la lectura vuelve a ser rectificada por el sonido. ¿Qué es el orden que uno impone a las cosas si no una memoria leve que disciplina al cuerpo, un hábito, es decir olvidarse de que todo sentido es una rectificación de la importancia humana: las cosas son las que imponen su orden al cuerpo y no viceversa, aunque más lo quisiera yo, entonces la manera que uno tiene de mirar, de leer, de escuchar no tiene que ver con mi voluntad o con mi deseo o con mi proyecto? ¿Está hecha la memoria de imágenes, de frases o de sonidos? ¿Por qué algunos objetos riman entre sí sobre la página de Versiones de intentos / Attempted Versions? Me gustaría no sólo pensar, más bien experimentar, el hecho de que espacio versus tiempo es también una manera de asir el problema irracional que es la música; cuando tiempo es literatura y espacio es arte visual, la música ofrece un lugar más de sentido que no es fácil de poner abiertamente sobre la mesa ante los amigos para discutirlo. Sobre la primera página, en un falso fondo de mármol de papel –ahora que quiero ponerme analítico y ver si puedo agarrar eso que no es una tercera instancia–, Villela acumula un montón de objetos cotidianos que no pueden ser jerarquizados, pero que en las páginas siguientes irán dispersándose para que podamos distinguirlos. Se nos ofrece ahí a primera vista, en el doblez interior de las páginas –como entrada al libro– un apretujamiento: dos chalas, dos canastitos, una bolsa, cajas de tetra, parece que el poto de una ampolleta, una tijera apenas, un jarro o quizá una pistola de agua, un aspersor, una colonia de hombre, una cinta adhesiva, un lote celeste de colgadores de ropa, a lo mejor un secador de pelo y un paraguas, el borde de una caja con papas, etiquetas en alemán, un envase de producto para teñirse el pelo en inglés, un solo zapato de taco aguja, un rouge enorme acaso, no sé qué otra cosa pero harto más. Sí: objetos de aura doméstica para el consumo personal aunque limpios, prístinos, sin marca alguna de uso concreto, sin el polvo que da la acumulación a la intemperie ni el piñén del contacto con la piel humana. La mancha, sin embargo, aparece a vuelta de página, cuando la forma del apretujamiento pierde todo volumen y se vuelve el lienzo negro de dos conjuntos de versos impresos ahí en blanco: «tus amigos/ golpearán la puerta» «y/ que entren extraños/ a tu casa». Establezco de inmediato presunciones de dos niveles, para que uno crea que puede hacer fácil la relación entre una página y otra: el revés de esos brillantes objetos de domesticidad intocada es una mancha ominosa de contornos ilegibles, aunque el brillo de unos y la homogeneidad de la tinta negra de la otra no incluyen, no, el grano de la mugre humana que los quiere consumir, que quiere rajuñar esa oscuridad para ver qué hay detrás; también la narración verbal que se cruza es lacónica y fragmentaria, limpia y deliberadamente ambigüa: los amigos son tuyos y si van a golpear algo será una puerta y en futuro, pero cuando lo hacen es en tiempo subjuntivo, la manera con que en español castellano chileno manifestamos nuestros deseos; aunque la puerta ya es concretamente una casa que es tuya, esos amigos se volverían extraños. En la transformación que las páginas hacen de una pila de objetos cotidianos prístinos a una mancha negra informe, la posibilidad de un tiempo futuro afectivamente positivo –tus amigos– y un espacio metonímicamente cálido y lleno de posibilidades –la puerta que se puede abrir– se vuelve una mala voluntad hacia el otro: te deseo que venga un grupo de extraños y entren a tu casa. ¿Quién es ese tú, quién es el otro a quien se le ofrece aquí el reverso de la intimidad? Yo, quien lee. El lector bienintencionado que decide suspender su juicio para seguir adelante, como cuando uno empieza cualquier recorrido: una amistad, una muestra de arte, un libro, un disco –pero ya nadie escucha discos, nadie lee libros, nadie hace el recorrido completo de una muestra, nadie va a ser amigo tuyo toda la vida, ¿quién es nadie, quién eres tú para saber lo que sea de las tecnologías que pueden agarrar entre sí a la gente?
Voy al grano, entonces. A vuelta de página, tras el primer ejercicio de cruzar objetos y mancha, versos y narración posible, uno se da cuenta de que es productivo preguntarse si Versiones de intentos / Attempted Versions es poesía o volumen de arte o cancionero, porque la relevancia de cuestionar qué es un libro viene del entusiasmo de querer entender cómo cualquier dispositivo en sus dos primeras páginas busca enseñarle a quien ha tenido la voluntad de abrirlo su propio código, que luego esa persona tendrá que poner en práctica; es el entusiasmo de establecer otro tipo de sentido y no con alguien, no con el espacio ni con el tiempo ni con el sonido, sino con los objetos. Aparece el reverso del objeto inerte: un mundo en que todo significa o nada significa, donde Dios es todos los dioses y todos los objetos están animados y no hay nada sagrado y todo es sagrado –es un decir; Tú perdóname, porfa, la grandilocuencia. Así que voy al grano, doy vuelta la página de Versiones de intentos / Attempted Versions y ahora el apretujamiento de objetos ha crecido en cantidad, distingo ahora un celular medio viejo y un reloj dorado de pared, la contratapa de una guía de viaje, una vela a medio usar, un buen pedazo de carne molida que bien podría ser el cerebro de alguien, una enorme galleta de chocolate con crema, un montón de esponjas de cocina sin usar, un par de guantes, un bolso que puede ser de cuero, un refrigerador repleto de vegetales y frutas, una taza de porcelana llena de café en una posición que hace imposible que no se caiga el líquido encima de todos los objetos súbitamente tan limpios y tan viejos a la vez, una brillante llave con una inscripción metálica en alemán. Me quedo mirando la llave, su reflejo metálico. Esa llave va a abrir la puerta de la casa de la página anterior, y ojalá que entren extraños, pero no te deseo mal. Doy vuelta la página con buena intención, el apretujamiento de objetos desaparece, sólo queda su silueta informe convertida en una mancha negra que ocupa ya la mitad de las dos páginas y es el lienzo de diecisiete grupos de palabras, diecisete estrofas, diecisiete capítulos de un relato íntimo en primera persona, en estilo directo que a veces se dirige a un tú que me doy cuenta es sólo retórico –es el desdoblamiento de esa persona que concretamente imagina formas en que las cosas se le vengan encima, se apretujen malamente en torno a su amigo o amiga. ¿Tal vez cada uno de esos objetos que se amontonan en la página anterior equivalen de alguna manera a cada uno de esos relatos de venganza? ¿«Tu taza de té se quebró / what a disaster zone song» debe ser leído en relación a esa imagen de la taza llena de café que no se da vuelta a pesar de su disposición imposible sobre el mármol falso que cubre el papel? No. El título del libro de Francisca Villela es Versiones de intentos / Attempted Versions, lo cual deliberadamente quiere decir que no aspira a la certidumbre analítica, crítica, que no quiere ser leído para un entendimiento de la relación entre objetualidad íntima, mancha, música y acumulación, para que alguien diga que esto sí y eso no, que esto es un libro de poesía y que es comprensible, que el exilio voluntario latinoamericano en Europa, que la generación post consumo y que los padres y que los hijos y que el espíritu santo no, que para entender el fenómeno de la cultura pop chilena no debemos buscar el significado así en sucesión, que Francisca Villela no reclama aquí un lugar histórico a la sombra –la mancha después del apretujamiento– de fenómenos masivos y al mismo tiempo ilegibles, fértiles, que hoy dan una identidad a muchas personas que quieren mirar sus cuerpos desde la abstracción de la juventud, como las canciones de la Javiera Mena –con quien compuso algunas de estas letras– o como la estética objetual en la explosión de la moda artesanalmente manufacturada en algunas capitales chilenas; más bien el libro le tiene mala voluntad a ese impulso histórico, archivístico, memorialista, de diseñar un futuro en la página siguiente, cuando el mismo apretujamiento de objetos objetos seductores, parciales, recatados –su sentido minimal– que fue apenas creciendo y llenándose de palabras –prístino, limpio, libre de polvo y piñén– estalla en la doble página, la ocupa completa y muestra explícitamente sobre el mármol objetos, materialidades hechas de plástico, de petróleo, esa materia que es finalmente una trasmutación comercial del cuerpo antiquísimo de animales y árboles; todos seremos petróleo para otros lectores –y sí, hay ahí en la página también un teclado de computador, tan parecido al que uso para escribir esto.
Quiero ir al grano, sin embargo se me interponen los objetos en la página. El problema de querer encontrarle sentido a cualquier cosa que a uno se le ponga enfrente, por mínima que sea, es que el primer material que tal operación cotidiana ofrece es el afecto; y el afecto es igual que los envases sellados y prístinos, que las películas explosivas que vienen, que esos timbres nunca antes escuchados –encienden por un segundo las emociones–, esos múltiples objetos con que el capitalismo nos ofrece, a sus trabajadores, algún fetiche del que agarrarnos cuando el dinero que se nos paga no es suficiente –en términos de subsistencia básica y de significado cotidiano. El afecto de uno es altamente inflamable cuando el objeto en que se posa ya ha sido cargado por el afecto de alguien más, y al mismo tiempo tiene la fecha de caducidad que proveen los apetitos, las temporadas, la vejez. Consciente de que el reverso del fetiche capitalista es una mancha negra –que ni siquiera tiene polvo ni piñén, el aura sólo se le conserva si el envase sigue sellado y el objeto jamás se utiliza–, Versiones de intentos / Attempted Versions amuebla el reverso de la explosión con otros fetiches, esta vez lingüísticos: el relato del fracaso –que estoy tentado a considerar el equivalente del objeto de diseño retro, pero no puedo dejar de seguir leyendo para pensar que ya entendí la relación entre objetualidad íntima, mancha, música pop y acumulación, para decir que esto sí y eso no, que esto es un libro de poesía y que es comprensible. En el estallido de manchas perfectamente negras sobre la página «vivo/ esperando nada», «en el/ medio/ de nada», donde «nada/ literal» «no reaccionará jamás» y queda «sólo/ anular/ las palabras/ que/ quedan». Sobre todo, «esta es/ una gran colección que no tiene final/ que sin intervalos te destruirá», «el paisaje del momento/ el motivo de un afecto/ lo que hay en la pantalla/ en el medio/ de nada».
Voy al grano: me doy cuenta de que no estoy leyendo un poemario, ni un libro de arte, ni un cancionero. Versiones de intentos / Attempted Versions es una serie de pantallas de papel, una sucesión de fotogramas impresos; el volumen de un video. Una pantalla, sí, pero mejor en el sentido antiguo del término: una instancia para proyectar. El tiempo en esta lectura mía, entonces, subyuga al espacio, y por una vez eso que estuvo escrito en papel, tallado en mármol –una puerta cerrada al frente y una llave en mi mano, ahí donde todo podía pasar mientras no me acercara demasiado; la amistad, el afecto ya no entre uno y sus objetos cotidianos, sino entre yo y tú– se pone en movimiento, se anima, cobra vida. Ese impulso que no interrumpe el flujo de una página en la anterior y en la siguiente no es el estallido: es el distanciamiento. Mi lectura del movimiento de estos objetos de una página a otra, que los va alejando unos de otros hasta sacarlos por completo del marco y así dejar el fondo vacío en el centro de la experiencia, reflexión y sentido último, se vuelve aceptación: lo que estuvo alguna vez apretujado se licuará, irá alejándose entre sí, se volverá petróleo, luego plástico; el afecto de quienes estuvieron muy juntos se convertirá en otra cosa con el alejamiento, se extinguirá o bien llegaremos a hablar otro idioma y al revés, pese a la distancia, la nuestra –juntos– será una música indescriptible, 10 minutos y 42 segundos con muchas pausas pero sin interrupciones, como en la única pista del CD que cierra este volumen.
Versiones de intentos / Attempted Versions. Francisca Villela. Publishing Puppies. Berlín, 2014.