UN GUIÓN PARA ARTKINO, de Rodolfo Fogwill

IRONÍA, GUIÓN, DESTIERRO

 

 

A veces pasa, como ahora que recapitulo la lectura de Un guión para Artkino, que la música que me acompaña prefiere ser la banda sonora del marco de tres paredes y un vidrio por el que pasa la gente en la calle, un auto rojo, la moto ladeada en tres cuartos y el camión de Prosegur. Esa imagen es más fuerte que las primeras páginas de esta nueva edición de la novela de Fogwill, pues parece imposible que el ejercicio de estilo al que se aboca el escritor argentino aguante una segunda lectura. La claridad de la exposición inicial –el discurso bienpensante del socialismo y la recuperación de la figura del camarada Borges para la literatura bolchevique– no puede menos que, como toda ironía, divertir y evocar. Pero sólo cuando se empiezan a exponer las ambigüedades y contradicciones de ese montaje irónico la profundidad de la experiencia reemplaza al efectismo, y las páginas empiezan a cumplir las expectativas con que abro cualquier libro. Aunque parezca contradictorio, eso sucede justamente con la evidenciación de lo que parece más banal, esto es, cuando los personajes entran en las historias más propias de los géneros amorosos, melodramáticos y de intriga. De paso ese proceso destruye la voz autoral omnipresente –que todo lo tiñe– sobre la cual Fogwill cimenta sus novelas y que parece comentar que toda forma discursiva, así como el género, la figura del autor y cualquier otro modelo de comprensión colectiva, merecen toda nuestra sorna porque seguramente serán destruidos por los mismos deseos de siempre, los mismos lugares comunes que plagan las historias más vulgares.

           La alusión al cine del título de esta novela no es casual. Podría decirse que no pasa de ser un mero divertimento o una casualidad que desata todos los hechos narrados a continuación. ¿Pero qué otra cosa es ese párrafo donde Silvia, la joven estudiante y secretaria del prominente escritor Fogwill, de 54 años, se ha soltado el pelo y se lo cepilla frente a los ojos de narrador, tal como él había descrito en una de sus antiguas novelas? La imagen está cargada de alusiones; me acuerdo de Stéphane Mallarmé, de poemas suyos donde aparecen gestos muy parecidos por parte de una mujer, y hay un montón de otras alusiones más certeras, como las que salen en la contratapa del libro. Lo que importa es que ahí el narrador ve realizado –en el mundo concreto, en su pupila, en su cuerpo– el gesto que antes estaba escrito, que él mismo había escrito; es el único trozo de su escritura que se ha convertido, finalmente, en un guión. Y no es más que la realización fantasiosa de un hombre que se encuentra en indudable posición de poder: un hombre inocentón, especialista en no ver las consecuencias de sus actos –a eso debe sus éxitos–, goza al notar cómo su escritura guía, forma y produce las actitudes y gestos de una mujer hermosa, joven e inteligente, quien utiliza los sentidos dados por otro en los suyos. ¿No ha sido por mucho tiempo ese el efecto del cine y la cultura de la imagen? ¿No es tal el sentido de la propaganda –en todo el espectro político–, que considera el cine uno de sus medios más hábiles y seductores? ¿No es acaso esta la forma predilecta en que se ha plasmado el deseo de todo un siglo?

          Al igual que en las novelas de ficción totalitaria que Fogwill reescribe en tono irónico, el deseo individual representa una esperanza de movimiento que sin embargo nunca convulsiona realmente el estado de las cosas: el cumplimiento del deseo no es al final un escape desde la narrativa totalitaria, como tampoco desde cierta particularidad humana –tal vez una esencia– a que alude una característica de todas las novelas de Fogwill: el cinismo que es renuente a la emoción. Esa distancia se enmarca en la maniquea ingenuidad que el autor atribuye al Fogwill personaje; porque ese es el único rasgo personal, imagina, con que alguien puede soportar durante años los halagos y comodidades de una Sociedad de Escritores. Mientras corrige la novela de Orwell, Fogwill recurre a la ingenuidad sin caer por completo en ella. Es la gracia de la ironía, ¿no? Parece encaminarse hacia una afirmación sobre el individuo que se caracteriza por su falla: nunca podrá realizar nada que cambie lo que está más allá de la individualidad, sólo padecerá los cambios externos; el movimiento individual, social, cultural –todo movimiento– es meramente superficial. Esto es ostensible ya desde la elección que Fogwill hace del género con que hace hablar al narrador de esta novela: su diario íntimo, su diario de escritura del encargo de la Artkino, que en definitiva dejará de ser un paratexto al escrito principal –el guión– para volverse el texto único que se publicará cuando sea desterrado al mundo capitalista. No es un dato insignificante, entonces, que llegue a nuestras sus manos esta edición.

          Como toda ironía, Un guión para Artkino es clara en el objeto de su burla y ambigua en su postura; si eso es reprobable en cualquier otro ámbito, la ficción literaria soporta tal situación e incluso la aplaude. El discursillo intencionalmente maniqueo en que se mueve Fogwill, el narrador, aparece cuestionado por banalidades cotidianas como el deseo sexual de un hombre viejo por una joven mujer o los celos de su esposa, quien los somete al filtro de la afiliación política. El efecto que produce la concreción de todo aquello que el narrador ha temido y ha escrito –eso que el guión del socialismo produce en sus enemigos– es reproducido por la literatura: un arte que, tal como lo conocemos, en su ejecución por la lectura no puede traspasar las barreras del acto individual. Es un efecto que busca el ámbito de lo íntimo –la escritura, el lápiz, el papel, la tecla– para que después otros, traspasados por los filtros de la fama, de la ideología, de los propios deseos en las imágenes que plagan las fantasías, produzcan las suyas. Y aquí se me aparece una interpretación de esta novela que cualquier cínico me tiraría por la cabeza: para Un guión para Artkino la forma natural del hombre es la de un desterrado, pues lo otro, donde vivimos la mayoría de nosotros, es conformarse con poco. Me acuerdo aquí de otra novela de Fogwill que yo prefiero, En otro orden de cosas, y que la ironía no es más que el intento de producir ese efecto, porque destierra a otros de un sistema de sentido.

 

 

 

 


Un guión para Artkino. Rodolfo Fogwill. Editorial Periférica. Cáceres, 2009.