IRONÍA, GUIÓN, DESTIERRO
A veces pasa, como ahora que recapitulo la lectura de Un guión para Artkino, que la música que me acompaña prefiere ser la banda sonora del marco de tres paredes y un vidrio por el que pasa la gente en la calle, un auto rojo, la moto ladeada en tres cuartos y el camión de Prosegur. Esa imagen es más fuerte que las primeras páginas de esta nueva edición de la novela de Fogwill, pues parece imposible que el ejercicio de estilo al que se aboca el escritor argentino aguante una segunda lectura. La claridad de la exposición inicial –el discurso bienpensante del socialismo y la recuperación de la figura del camarada Borges para la literatura bolchevique– no puede menos que, como toda ironía, divertir y evocar. Pero sólo cuando se empiezan a exponer las ambigüedades y contradicciones de ese montaje irónico la profundidad de la experiencia reemplaza al efectismo, y las páginas empiezan a cumplir las expectativas con que abro cualquier libro. Aunque parezca contradictorio, eso sucede justamente con la evidenciación de lo que parece más banal, esto es, cuando los personajes entran en las historias más propias de los géneros amorosos, melodramáticos y de intriga. De paso ese proceso destruye la voz autoral omnipresente –que todo lo tiñe– sobre la cual Fogwill cimenta sus novelas y que parece comentar que toda forma discursiva, así como el género, la figura del autor y cualquier otro modelo de comprensión colectiva, merecen toda nuestra sorna porque seguramente serán destruidos por los mismos deseos de siempre, los mismos lugares comunes que plagan las historias más vulgares.
La alusión al cine del título de esta novela no es casual. Podría decirse que no pasa de ser un mero divertimento o una casualidad que desata todos los hechos narrados a continuación. ¿Pero qué otra cosa es ese párrafo donde Silvia, la joven estudiante y secretaria del prominente escritor Fogwill, de 54 años, se ha soltado el pelo y se lo cepilla frente a los ojos de narrador, tal como él había descrito en una de sus antiguas novelas? La imagen está cargada de alusiones; me acuerdo de Stéphane Mallarmé, de poemas suyos donde aparecen gestos muy parecidos por parte de una mujer, y hay un montón de otras alusiones más certeras, como las que salen en la contratapa del libro. Lo que importa es que ahí el narrador ve realizado –en el mundo concreto, en su pupila, en su cuerpo– el gesto que antes estaba escrito, que él mismo había escrito; es el único trozo de su escritura que se ha convertido, finalmente, en un guión. Y no es más que la realización fantasiosa de un hombre que se encuentra en indudable posición de poder: un hombre inocentón, especialista en no ver las consecuencias de sus actos –a eso debe sus éxitos–, goza al notar cómo su escritura guía, forma y produce las actitudes y gestos de una mujer hermosa, joven e inteligente, quien utiliza los sentidos dados por otro en los suyos. ¿No ha sido por mucho tiempo ese el efecto del cine y la cultura de la imagen? ¿No es tal el sentido de la propaganda –en todo el espectro político–, que considera el cine uno de sus medios más hábiles y seductores? ¿No es acaso esta la forma predilecta en que se ha plasmado el deseo de todo un siglo?