LA ETNOGRAFÍA MAPUCHE EN ÁFRICA
Quiero imitar aquí el recorrido mío por Tubab como si mi propio cuerpo se hubiera movido lejos con su relato, sin cansarme al perseguir a este narrador a través de esos incontables lugares distintos que desde hace unos siglos reducimos al África en un mapa. Es un asunto de límites: me pregunto cuándo un cuerpo que viaja y la escritura de ese cuerpo que viaja, el rastro huero que va dejando a su paso –basura, dinero, papeles– se volvió bitácora, documento, mapa, guía y finalmente una novela. El problema limítrofe entre los cuerpos de carne y hueso de un estudiante de medicina llamado Beltrán Mena que escapa a las antípodas antes de graduarse, del narrador homónimo y del lector que lo persigue toma la forma epigramática con que esta novela tiende a cerrar sus episodios: “son los mapas los que generan la ilusión de que el mundo puede ser recorrido”, declara el narrador. No hay un dibujo de los territorios de la muerte, a pesar de Dante, Milton y otras religiones. Un cuerpo que muere se revienta, hediondo, sudado, insoportable, sin embargo este narrador demora 288 páginas, una treintena de pueblos y la lectura de una larga biblioteca occidental en llegar a padecer el cálculo renal provocado por la falta de agua del Sahara; ese dolor lo vacía de la retórica del enjuiciamiento de aquello que no conocemos –para este narrador las mujeres, los árabes y los negros–, de la fingida perplejidad de las guías de viajes.
“Yo es otro”, aprende Mena. Aunque antes haya parafraseado cien veces a Rimbaud, sólo mi aflicción corporal hace que en Tubab vaya abandonando el turismo y me pregunte cómo concebir el mundo a través del lenguaje si me resisto a que entren en mí las palabras ajenas. El narrador de esta novela habla francés en su viaje y quiere hablar francés en la forma que da a su viaje, un francés sublimado por Vicente Huidobro y, luego, por Godofredo Iommi cuando quiso obtener de esa idealización una práctica de vida; Mena llama americanos a los gringos con que se encuentra e ingleses a los muchachos de Sudáfrica que lo acompañan por las dunas saharianas. Él mismo se declara español. Pero Huidobro, Iommi, Mena y yo hablamos una lengua chilena, un mapudungún, un castellano y un quechua desguañangados. Junto a Santiago Elordi y Cristián Warnken, Beltrán Mena llamó Noreste a su revista, para advertir con ese título el recorrido literario que tomarían determinados escritores –narradores y poetas nacidos entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta–, para quienes el significado del lenguaje, esa relación entre el cuerpo, el rastro que nos va quedando y el mundo de ese rastro, es el movimiento constante; el viaje al Norte y al Este, al centro de esa Europa de fronteras tan definidas que queremos que nos incluya porque no queremos decir que cuando hablo nadie me entiende. Otros novelistas santiaguinos de la misma edad proponen narraciones para escapar de la nostalgia por ese lugar impronunciable –Sergio Missana recurre a la atmósfera de espejos borgeanos, Cynthia Rimsky imagina un desapego judío por la letra, Mauricio Electorat ejerce la ominosa risa del absurdo–, y yo propongo que tubab –como le dicen al hombre blanco en la novela africana de Mena– quiere decir winka. Y que los remotos pueblos de sal, las impensables montañas de arena, los imaginarios ríos sin agua de esta novela en realidad componen un lugar sin nombre que llamamos Chile.
Tubab. Beltrán Mena. Editorial Alfaguara. Santiago, 2009.