SOLO EN EL MUNDO, de Hisham Matar

UNA CASA DAÑADA, MIL Y UNA VECES

 

 

 

 

 

¿Qué certeza tiene el lector de un relato sobre un lejano país aterrorizado por sus propios gobernantes, salvo que en un libro de infancia como Solo en el mundo, la primera novela de Hisham Matar (Nueva York, 1970), siempre resonará una voz que no se parece a la del historiador ni a la del fabulista, sino a ese inestable balbuceo que forma la propia experiencia? ¿Acaso puede uno tener la soberbia de esperar asir un solo instante de la historia de Libia, de Hungría, de Estados Unidos, de Sudáfrica cuando lee un libro de Matar, de Marái, de Roth, de Coetzee, y a partir de ese instante formarse una opinión geopolítica, un criterio a partir del cual juzgar cualquier cuento que provenga de esas naciones y también deducir de las noticias que cada día leemos en el diario la larga trama de un novelón histórico que alguien más comentará en el futuro?

        La negativa con que uno está tentado a responder cuando se cuestiona si un lector gringo puede entender el Chile de los setenta leyendo La casa de los espíritus debe suspenderse si se considera el caso de una novela escrita como Solo en el mundo, bien escrita –digo– porque prefiere detallar cómo el sol escuece en Trípoli un mediodía de verano para un niño cuyo padre ha desaparecido antes que volverse un resumidero de las causas, los hechos, las secuelas que el gobierno de Gadafi impuso a los libios. En vez de dispersar el dolor de una multitud de cuerpos que no pueden hablar en primera persona ni coralmente, Hisham Matar se inventa una memoria: Solimán, el narrador, quiere relatar cómo a sus nueve años se llevaron a su padre por conspirar contra Gadafi, pero en vez de hilar acontecimientos sólo puede reconstruir sus sensaciones infantiles de que los espacios físicos eran parte de sí mismo, y que los baños, las puertas cerradas, los pasos nocturnos en esa pequeña casa donde vivían se volvieron el cuerpo de un niño que se desequilibró en su paso a la adolescencia cuando se llevaron a su padre.

        La virtud de una novela como esta, con sus innumerables velos de atmósferas y sensaciones, es que logra establecer tal intimidad con el lector que, mientras pasan las páginas, miramos con Solimán el paisaje del mar desde su ventana y –mejor que cien libros de historia– con él comprendemos el problema de la libertad personal en Libia sin saber nada de su sistema político: como un niño deambulamos por los pasillos de una casa cuyo portón ha sido forzado, preguntándonos por qué llora nuestra madre. En esta capacidad de contar una historia a través del oído, del tacto, del gusto y del olfato resuena una arcaica y sugerente raíz árabe: un musulmán aborrece cualquier representación visual de lo sagrado y en el desierto un beduino debe desconfiar de los espejismos; sin embargo el niño Solimán se fascina por las imágenes de la televisión que transmiten la ejecución del amigo de su padre. Es la contradicción del escritor árabe occidental, a un paso de Hollywood y de La Meca. Aunque Hisham Matar nació en Nueva York y vive en Londres –como la iraní-francesa Marjane Satrapi dibuja su cuerpo desnudo y la cara de Dios varias veces en las viñetas del cómic Persépolis– decide esquivar el anatema de las imágenes aludiendo a Sherezade, la heroína de su personaje Solimán. Porque Las mil y una noches habla de un fenómeno tan arraigado como la esclavitud en los países árabes –asegura el narrador–, el título original de esta novela es En el país de los hombres. ¿Cómo narrar una sociedad que hoy denuncia un totalitarismo político cuando desde antaño aterroriza a sus mujeres? Escribiendo novelas elusivas que enmascaran una y mil veces la misma historia incontable, considerando la literatura como la única forma de relacionarse públicamente en la intimidad. Nadie está solo en el mundo, y menos alguien que escribe bien y publica mejor: toda novela es una renuncia a la alienación cultural, política, espiritual.

 

 

 

 


Solo en el mundo. Hisham Matar. Ediciones Salamandra. Barcelona, 2007.