Sobre el Premio Nacional de Literatura a Volodia Teitelboim

 

El viernes 29 de agosto el ministerio de educación dio a conocer la decisión de conceder a Volodia Teitelboim el premio nacional de literatura 2002. La complacencia fue mayoritaria. No hay que equivocarse en la apreciación. Todos nos felicitamos de que Volodia Teitelboim ganara, pero de ninguna manera porque sus novelas constituyan el giro deseable desde la novela social hacia una más compleja confluencia de estructuras y referentes narrativos. O debido a que sus trabajos de síntesis biográfica hayan abierto una escuela memorialista en Chile. Teitelboim ha escrito bastante y con un mínimo de excelencia y cultura plausible. Es una figura cultural con una trayectoria que debía ser reconocida. Pero sus novelas y cuentos no son únicos y pasmosos como los de José Miguel Varas, el postulante que debió ganar por méritos exclusivamente estéticos. Aunque si se trata de literatura, ha de ser Roberto Bolaño. Es mejor esperar.

        Lo que causa impaciencia es el cotilleo que rodea el premio desde el año 90. Desde que se reinstauró el sistema político democrático, cada año de premio nacional de literatura los diarios se colman de activistas intelectuales. Se forman grupos políticos para levantar uno u otro candidato. Que Isabel Allende es propuesta como una ironía política de la izquierda libremercadista, que Skármeta debe ser reconocido por su labor de difusión cultural de los logros de la democracia chilena pre y pospinochetista. ¿Desde cuándo toda esa gente está calificada para opinar sobre un premio literario?  

        Como tantas veces, la discusión es estéril porque las partes en disputa arguyen en distintos términos. Se nota claramente en la percepción de alivio general ante la premiación de Teitelboim. Alivio porque por un par de años más se seguirá enfatizando la lánguida aunque sólida —y añorada— tradición literaria chilena provincial de los últimos setenta años, a despecho del inminente nuevo paradigma de la literatura como fórmula y expresión cultural de la lógica de intercambio global, que representan Allende y, en menor medida, Skármeta. Eso habla de nuestro conservadurismo cultural. O bien de nuestra necesidad de aferrarnos a un trozo de tradición propia, por inválida que sea para entender el presente.

        Esta búsqueda identitaria —que subyace al cotilleo y los recados de las figuras intelectuales— debe plantearse primero como una discusión en torno a la nomenclatura del premio. No puede llamarse más “Premio Nacional de Literatura”, ya que el concepto de nación implica la totalidad de las personas que habitan en Chile. En la práctica, el premio lo deciden los miembros del jurado que han sido escogidos por las autoridades que gobiernan la nación. Mi propuesta es sencilla: que se haga transparente la hoguera de las vanidades renombrándolo Premio Gubernamental de Literatura.