LA NOVEDAD DE LA NOVELA
Nació. Si estuviéramos privados del lenguaje sólo nos bastaría balbucear por primera vez ese verbo para inmediatamente dar con una infinitud de nuevas palabras con las que dar cuenta de que el hecho aludido es expresión de algo más grande: el propio cuerpo, los cuerpos, el mundo material y más allá. En cambio si ese verbo se hiciera notar, si su sonido provocara que en uno resuenen ecos de lo que hemos convenido en llamar poesía para compararlo con la habitual cháchara y así aislarlo de la sucesión del tiempo, aceptaríamos no saber más quién nació, hijo de quién es, por qué nos importaría saberlo. Quizá se nos insinuaría una voz singular detrás de ese verbo, que alguien asegura que nació y, si se trata de una persona admirable –el que no llevó nombre, el que tiene mil caras, el que no nació, el anciano, el que no hizo daño a su madre en el parto–, leeremos con esa reverencia que convierte el texto en canto y al canto en baile; quizá solamente se amontonarían páginas y páginas después de ese verbo, luego sabríamos que estamos frente a una historia, con mayúscula en el peor de los casos –porque alguien nos querría engañar con progresiones de padres, patriotas, paternalistas y parentelas que llaman al lector su heredero, su deudo, su testaferro–, o bien ante una novela. En todos los casos habríamos perdido ya el sentido de ese verbo que no podemos explicar porque crece y nos hace buscarlo en la siguiente página.
Hay libros, sin embargo, donde el protagonista nace una y otra vez. Por efecto de la acumulación el lector entonces vuelve a poner atención al hecho de que el Génesis, Pantagruel y Tristram Shandy ponen una vida de distancia con los títulos que año a año, por miles y miles, mueren súbitamente en los estantes de tanto que quisieron ser actuales. Una novela como Siete Judas, de José Antonio Rivera, reflexiona sobre esa ansiedad cuando hace notar que ciertas novelas de adolescentes latinoamericanos o españoles –nótese que no son chilotes, vascos, cruceños, hidrocálidos, guajiros ni gallegos– narran en primera persona como si estuvieran traduciendo sin darse cuenta una novela neoyorquina de 1925 –porque tampoco han leído El gran Gatsby–; a mitad de su relato, la novela parece resolverse en la flojera moral de sus personajes, en la experiencia del exceso de alcohol y drogas que, en medio de la fiesta o caminando en la carretera, frente al mar, perdido en el desierto, dormitando en la cama o frente al computador, provoca una iluminación negativa en el protagonista, a partir de la cual se siente por fin autorizado a olvidarse de las aflicciones económicas y sexuales que dirigían su narración adolescente para recuperar el discurso evangélico, chamánico o hinduista que desde un principio lo motivó a escribir. A partir de este ejercicio de comparación entre el consabido discurso de la juventud perdida y la dificultad de un texto revelador –por muy arcaico que suene– Siete Judas pone en evidencia la desproporción que se establece entre una narrativa que busca permanente autorización –la de un crítico, la de miles de compradores, la de una editorial prestigiosa o la de una adaptación al cine, pero nunca la de su propio autor– y ese lector que nace con cada libro que lee porque lo está haciendo sin juicios previos, porque reconstruye su propia historia en la del otro y forma parte de una colectividad donde se habla a través de otras voces que manifiestan sin explicaciones que nadie es importante y todos lo son. El propio protagonista de esta novela, José de Arimatea –heterónimo del autor, referencia también al dueño del sepulcro donde según la tradición cristiana fue sepultado el cuerpo de Jesús, a quien justamente el griego Juan Evangelista llamaría “la encarnación del verbo”–, recién en la página ciento seis deja de quejarse de que sea tanta la cocaína en su cuerpo, de que las mujeres no lo miren tanto como él a ellas, de que tenga que trabajar ocho horas en su propio oficio y de que esté siempre esperando un nuevo mensaje de correo electrónico, cuando señala que “Dios es indudablemente todo en todos nosotros, y por ende cada una de nuestras acciones u omisiones son en Él, son por Él. Así el robo, el asesinato, la tortura, el engaño, la peor de las blasfemias no eran más que designios de un Dios caprichoso y total en el que también residíamos. Mi conciencia estaba limpia, impoluta como la de un niño. Había nacido nuevamente”.
Nací. Nací de nuevo. Habría que olvidarse de esa definición positivista, toscamente moderna, que define la novela como un libro donde podemos leer la evolución, el desarrollo, el proceso industrial que cambia el carácter de un protagonista. La novela nunca ha tenido progresión, no consta de una línea narrativa ni de subtramas ni de identidades porque la mayor broma de Miguel de Cervantes es haber logrado que su complejo y digresivo El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha –otro experimento de escritura de la cotidianidad, otra broma– sea considerado seriamente y durante siglos el primer relato de nuestro mundo, y no la novela bizantina, La novela de Genji, El libro de Job, Las mil y una noches. También el Bhagavadgita cuenta cómo el cuerpo nace innumerables veces a medida que va envejeciendo, igual que la serpiente deja su piel en el sol del desierto, y sin escribir una sola frase Pitágoras de Samos dejó establecido que es el alma la que transmigra y sólo a través de la música –una lectura armónica, sonora, coral– es posible olvidar esa sucesión de muertes.
Siete Judas. José Antonio Rivera. Mago Editores. Santiago, 2008.