EL VATE TROPIEZA EN PÚBLICO
No deja de parecerme chocante que en el discurso público, sea el de la política o el de los medios de prensa, la contradicción sea mal vista. El periodista se pone colorado cuando ve una errata, el editor se ocupa de que la línea de opinión del medio sea inequívoca, el político llama a conferencia de prensa, muestra gráficos y anota números en un pizarrón cuando alguien ha dicho que está equivocado. O que miente. El asunto, es obvio, tiene matices y un alcance bastante mayor, que se remonta a toda la sociedad occidental, pero da la sensación de que las voces que son escuchadas en Chile consideran la credibilidad como el valor sagrado de la sociedad -el que te permite crédito y que te consuman, porque te creen-, y por eso parlotean y parlotean tanto sobre sí mismos, siempre defendiéndose. Curioso es, por lo menos, darse cuenta que la credibilidad, la veracidad no son un valor de la persona, sino del discurso de la persona. O de la coherencia entre el discurso y el actuar, en la cual, ahora lo sabemos, es necesaria siempre la contradicción, el retractamiento, el cambio de opinión, el pedir disculpas.
Discurso público y privado al mismo tiempo. Otra definición de literatura: palabras que se desdicen y vuelven a decir. Un permanente intentar hablar la contradicción. Esto quizás explique que en Chile haya tanta gente que escribe y tan pocos lectores. Porque la hipocresía también es simular, y en ese sentido un mapa cultural de esta nación se parecería tanto en sus relaciones -estáticas, para desenvolverse sólo en determinado momento climático- a una novela. El problema es que aquellos que nos interesaría confeccionar ese mapa también somos chilenos. No podemos ver el movimiento contradictorio de disimular las contradicciones, porque nosotros lo realizamos, sólo nos queda escribir y que otros hagan la exégesis.
En cada uno de los niveles del recientemente publicado libro de prosa de Eduardo Anguita, Páginas de la memoria, se experimenta la hipocresía creativa, la dobladura que fue matriz de su obra. No voy a venir a reformular lo que tan bien han dicho Donoso y Jocelyn Holt sobre el peso de la noche y el tupido velo que se despliega entre los hechos y nuestra conciencia. Alfonso Calderón en el prólogo nos advierte que, para el autor, "fijar un texto era un modo de volverlo sagrado". Sin embargo, algunas páginas después el mismo Anguita afirma que no se considera "hombre que haya llevado a cabo [la] heroica tarea [de] una integración existencial, que uno debe efectuar, día tras día, más con el comportamiento que con la escritura". Por ello, afirma, en estas crónicas sólo se limitará a consignar recuerdos.
La separación (ilusa) entre palabras y responsabilidad por las propias palabras -enfermedad que todavía supura una impresionante sobreabundancia de "poetas" en Chile- se hace evidente desde el origen de este libro. Anguita y los escritores que con él integraron la pretendida generación del 38 consideran que la literatura es sagrada y la existencia es imperfecta. El recorrido de estos escritores, como la elaboración mítica orientalista de Miguel Serrano, el existencialismo católico de José Edwards, el ensayo de realismo social de Volodia Teitelboim, el arribismo intelectual de Eduardo Molina y el calco surrealista del grupo La Mandrágora, así como el largo y confuso espiritualismo de la revista David, es calificado por Anguita como un esfuerzo para que "las palabras se vuelvan actos". Lo repite una y diez veces, como para convencerse. Estos, los escritores chilenos que nacieron con el siglo veinte, también fracasaron en su intento.
En cada una de las pequeñas crónicas fragmentarias, aunque estrictamente cronológicas, de Páginas de la memoria queda de manifiesto que por muy cultos e informados que se quisieran, los escritores chilenos por largo tiempo han carecido de perspicacia. Sentido del humor, digo, para entender lo patético que es llamar a un grupo literario "Los gigantes de la montaña". Se puede leer en la pesadez de la prosa de Anguita, en su amor por las comas y los exclamativos, que cuando empezaron a notar que sus palabras no transformaban la realidad, cuando notaron que la literatura no es práctica ni menos revolucionaria, en lugar de anotar sencillamente la contradicción, volvieron a darle a la literatura atributos que le quedan grandes. Escribir no es sagrado. Un poeta no es un vate. Un poeta es un comediante que tropieza en público. Así se leen estas fallidas memorias de la escritura como utopía, que Anguita deja de escribir -qué gracioso- en septiembre de 1973. La literatura es la equivocación.
PÁGINAS DE LA MEMORIA. Eduardo Anguita. RIL Editores. Santiago, 2002.