NUEVA ESCRITURA EN LATINOAMÉRICA, de Héctor Libertella

UN CUERPO DE PIEDRA

 

Aunque con un solo corte hacia arriba cualquier cirujano haría definitivo su mudo desacuerdo, todo el dolor de la anatomía y sus estudios no han logrado hacer menos inasible esto vivo que –antes del código de Hamurabi, del ayurveda y del arte de la vivisección egipcia– definió el lenguaje, esa ansia de situar un límite entre uno y eso inmenso que no nos toca pero desintegra. Nuestro cuerpo, un cuerpo, este cuerpo sigue siendo incomprensible.

      Coincidentemente en 1977, cuando Héctor Libertella publica su Nueva escritura en Latinoamérica –y es contingencia también que un cuerpo como este mío tenga que contar ese número, esa fecha de nacimiento como propia–, un juego de palabras buscaba despejar todo vínculo entre la literatura y la anatomía que venía del antepasado corpus: la confusión que los imperialistas romanos hicieron entre el saber de los atenienses y la creencia de los habitantes de Jerusalén al disolver idealización y experiencia en el concepto de nación, de país y de civilización siempre querría ir más hacia el Oeste y, consciente de ello, Libertella elige empezar su ensayo sobre las palabras proferidas en nuestras tierras más occidentales que Europa con la imagen de alguien que está inclinado observando los cadáveres que dejó un combate antiguo. Ese alguien es llamado en el ensayo “el practicante” y, ese combate antiguo, “el cuerpo histórico de la literatura latinoamericana”. Y también es contingencia que ese practicante aparezca nombrado sólo un par de veces, que a las veinte páginas al lector se le haga difícil recordar cuál era el sujeto de la discusión, que si ese cuerpo vivo desaparece la argumentación se acelera y “el texto se va escribiendo” en voz pasiva o impersonal, en frases averbales y sobreadjetivadas, donde súbitamente el sustantivo que falta está anotado sobre unas piedras que han sido ocultadas en las cavernas de un enorme bloque mineral que llamamos el continente. Por medio de ese giro lírico el ensayo se vuelve novela. En contadas ocasiones el que escribe tiene nombre –parece querer decir Libertella–, porque tendemos a desvanecernos tras una autoría convertida en firma, y los cuentos de Borges que Borges no escribió se hacen borgeanos para el mercado, el mercado que se ha vuelto necesario igual que la Ciudad de los Césares porque sólo ahí donde una novela de vanguardia puede resonar como el ensayo de una palabra extranjera en nuestro idioma –sugiere– una voz se hace literaria, porque en ella hay voluntad de estilo y porque indica –en el límite retórico de la academia y de la lengua automática, en ese silencio– el abuso iconográfico de lo que en el mercado es puro intercambio, movimiento, flujo. El ensayo de Libertella argumenta así, de un modo que sólo puedo llamar figurativo, sonoro, corporal: narrativo. Entonces el sujeto de todo intento de explorar una abstracción del cuerpo, una suma de ideas a partir del montón de sonidos pegajosos, secos, mojados y efímeros que hace la boca, esa instancia que se pregunta sobre la nueva escritura en Latinoamérica cambia su nombre desde “el practicante” a “el ojo”. Entonces el ojo es el que practica la escritura nueva, porque toda voluntad de estilo que quiera volverse habla, registro, archivo y literatura debe perder su naturaleza admirativa en el proceso. Nuestro cuerpo, el cuerpo, este cuerpo se ha vuelto un instrumento que observa, no importa si está vivo o es inerte si con ello puede sumarse a los obturadores, lentes, cámaras, pantallas que integran una enorme imagen luminosa y en movimiento constante para que tengamos que seguir en sus evoluciones la dirección indicada: hacia afuera, hacia la carencia de continente –de cuerpo–, hacia la vasta extensión de la superficie, la piel del neobarroco de Severo Sarduy, de Reinaldo Arenas, de Salvador Elizondo, y la verbosidad inasible de Manuel Puig, de Osvaldo Lamborghini y de Enrique Lihn. Anotaciones como las suyas –como las de Libertella– no pueden tener descendientes, son piedras escondidas en cavernas y, a pesar de que muchos ojos buscan admirarlas, es imposible con ellas formar una construcción inmensa, la ciudad de la literatura latinoamericana como un único corpus; voces disonantes, escrituras y no obras, nuevas porque se entienden a sí mismas como “ciertas lecturas activas de una tradición” que podemos llamar latinoamericana porque aceptamos que el antiguo imperialismo latino nos hace hablar dejando el cuerpo en la superficie para sumergirnos en busca de un continente que nos dé forma, un envase, un organismo propio que al ser delimitado por la palabra no nos corte y que entonces no sangremos ni tengamos que morir diluidos en naciones sin lenguaje pero con millones de ojos que admiran. Sólo habría que seguir leyendo cada uno su libro hasta que coincidamos en la lectura y nos incorporemos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

Nueva escritura en Latinoamérica. Héctor Libertella. Ediciones El Andariego. Buenos Aires, 2008.