NATURALEZAS MUERTAS, Alejandra Costamagna

ESTE RÍO NO ES EL PARANÁ

 

 

Este río no es el Paraná, donde se desarrolla Naturalezas muertas, pero la frondosidad que hay alrededor de esta ventana funciona igual que en cualquier provincia. Aquí también todos reconocen al extranjero y desconfían de que no sean las mismas leyes las que mueven sus movimientos mecánicos, si sale de esta o de aquella otra puerta. Aquí también la gente se reúne en un punto a conversar y a ver cómo el agua se lleva el tiempo. Es fácil que, en el camino desde el movimiento citadino y las luces que imprimen señales de cambio sobre las retinas de los transeúntes –la aventura, la historia de amor, la épica del ascenso económico– hasta la provincia, los destellos que se quemaron en la retina se transformen pronto en una naturaleza muerta, cuyos fluidos pronto se empozan hasta mostrar el agua estancada y pútrida que esconde cada imagen. Una naturaleza neutral, donde la humanidad no es más que trazos de una pintura, o granos o pixeles de un fotograma, que pierden su nitidez a través de los años.
           Las imágenes detenidas con que Costamagna cruza este relato son más que réplicas de la debilidad del protagonista por las películas: retoman la relación que conserva el fotograma con la totalidad de la cual forma parte. Es, por un lado, una promesa y, por otro, su desilusión. Igual que la imagen de los pósters y los libros donde se recuerdan las películas, la impresión de un encuadre tiene la función de seducir. El ojo de Canossa, bovarizado con las películas, quiere llevar las posibilidades narrativas –verdadera fuerza centrípeta de la imagen detenida– a la realidad. Lo que consigue es despertar toda esa estupidez que lo aleja cada vez más de las imágenes sobrehumanas proyectadas por el cine, otrora por la pintura. Traspasar el espejismo inevitablemente deja al descubierto la locura del protagonista, y podría entenderse que la sensación de extranjería que le sobreviene al momento de retirarse a la provincia es sólo uno de los tantos distanciamientos que experimenta. Es extraño que nunca sepamos bien quién es Canossa en el relato; sólo se nos dan algunos datos, los cuales no dejan de ser más que gestos, vestimentas, artículos que se evaporan en el momento mismo en que abandona la ciudad y debe encargarse de un bar y una cocina. El efecto es que incluso se le hace imposible reconocerse a sí mismo. Los fotogramas, que en la ciudad alimentaban su imaginación y parecían un terreno fértil, ahora se materializan en su mente antes de que sus acciones se realicen. Es imposible saber si los hechos descritos en no más de una o dos líneas de estas naturalezas muertas son descubiertos por la mirada del protagonista o si es su vista la que construye el triángulo amoroso en el cual se ve envuelto. El personaje se desconoce desde el momento en que hace consciente que él nunca ha tenido injerencia en la historia, y queda relegado a la patética condición de personaje secundario ahí donde antes creyó ser protagonista. Canossa queda así atrapado entre una realidad psíquica invadida por la espectacularización cinematográfica y una totalidad que se construye en base a individuos formateados a través del ojo. Y es el viaje a la provincia el que desnuda esta cualidad de Canossa.
           La analogía con la naturaleza muerta constituye el fondo sobre el que se desarrolla esa historia. Pues si en la pintura de una fruta, una calabaza y un pájaro embalsamado el tiempo parece estar detenido, el paso temporal –su compresión y su expansión– son la materia prima de la narrativa. Pero qué es la pintura de una naturaleza muerta sino el grabado de la fuga del tiempo y, finalmente, de la muerte. Naturalezas muertas saca a la luz esa tensión entre vida y pulverización latente en el fotograma, esa donde las imágenes estáticas son pura potencialidad –donde los retazos de otras historias no dejan nunca de existir en ausencia– y cuya acción es ejecutada por el ojo sobre el vacío adyacente. Al grabar a la mujer sobre un encuadre y convertirla en objeto estético, el ojo de Canossa imprime una promesa equivalente en el relato: que la muerte se instalará como un desenlace inevitable cuando el tiempo no es más que una excusa para la existencia del relato. En otras palabras, el objeto que se ha representado bajo el ojo estético de Canossa ha muerto incluso antes de que el tiempo se cumpla; el encuadre es la fosa y los primeros diálogos con Alia son observaciones a quien él mismo –bajo el fusil de la mirada– ha asesinado.
           A pesar de que no es un relato que juega claramente con sus intertextos –Naturalezas muertas no se construye como esa narrativa llamada a veces posmoderna, que juega explícitamente a llamar sus modelos anteriores–, aparecen analogías inevitables. La Bovary y el Quijote no son los modelos convocados en este contexto; en vez, mi lectura encuentra claramente delineados –aunque sospecho que es porque lo releí hace tan poco tiempo– elementos de El túnel, de Ernesto Sábato: la instantánea y la retina como catalizadores de una historia que oscila entre los celos reales e imaginados, la mirada como interpretante totalizador de los retazos, la crítica genérica explícita en la relación que sostiene la vista con la castración en la teoría freudiana. A mi entender, sin embargo, al tan solo comprobar la existencia de textos modeladores en las escrituras no encuentra uno evidencias en sí mismas; las distancias son lo que explica el placer de la lectura. Sí es pertinente cómo el personaje femenino en el cuento de Costamagna tiene una calidad mucho más formada, mucho más compleja y concluida que en la novela corta de Sábato –donde no me quiero meter, pues no terminaría de despotricar. Por otra parte, la conciencia del protagonista sobre una masculinidad que sale fuera de sus gestos típicos y el desprecio que le evoca verse en ese rol evoca, más que su relación con Alia, el problema con cierta masculinidad donde la mujer cuenta menos que un muñeco: «Cuando llega al comedor con la olla caliente sostenida por un paño de cocina y el delantal arado a la cintura, Canossa advierte que cocinar pollo ha sido un acto de entrega. Servil e ingenuamente, se ha entregado esa noche al enemigo». Creo que el acierto en este cuento de Costamagna, como en otros suyos donde los personajes ya han dejado de estar marcados por una sola característica impresa en su nombre, está en la manera de exhibir que las tramas se pueden detectar en los gestos cotidianos. El pollo, los delantales, la mostaza, las caminatas por la tarde, el encendedor en la mano, esas flojeras provincianas descubren –como en la vida pueblerina de tantos otros libros– la textura de las vidas cruzadas por ese tiempo que se elide en la velocidad con que se yuxtaponen los fotogramas.

 

 

 

 

 


Naturalezas muertas. Alejandra Costamagna. Editorial Cuneta. Santiago, 2010.