EL ANTIGUO HÁBITO DE LA AUSENCIA
Para evitar referirse al tiempo –porque cuando uno lo intenta las palabras adquieren un peso que las hace caer atropelladamente, en un ritmo que quiere sustituir al segundero, al pulso cardíaco y a la rotación planetaria para que unas y otras se dejen atrás y lleguen a decir algo que difícilmente puede ser dicho– en Nadar a oscuras de Beatriz García-Huidobro, novela donde cada párrafo es el mismo día de la niña Bruna que sale del colegio en la ciudad de Mirasol, visita a su anciana vecina, vuelve a su casa, prepara comida para cuando su padre llegue tarde del trabajo, se mete a la cama y duerme, quizá sea mejor preguntarse si la narrativa, la literatura, la palabra escrita es realmente un encadenamiento que expone la materialidad de la vejez, de la muerte y la pervivencia de los seres humanos en sus historias, en las huellas que apenas dejamos en el paisaje, o acaso un balbuceo porfiado ante eso que falta, un arte de la omisión.
Pasa que el arte de la omisión busca la anacronía, y quizá sería acertado decir que Nadar a oscuras es una novela chilena contemporánea, cuando la novela –más que ocurrir– quiere hacerse un espacio: está escrita en presente aunque a veces se vuelve hacia un pasado indeterminado, mediante dos voces que cuentan una cadena de movimientos que está a punto de detenerse: una niña sin madre, hija de un marido sin esposa, se obsesiona con ir a nadar sin visión hacia ciertos antiguos túneles mineros sin entrada ni salida junto a su vecino, un niño sin padre que es hijo de una esposa sin marido; esta niña silenciosa visita todos los días a una anciana parlanchina, la madre sin hija que alguna vez fue esposa de un padre sin hijo en esta ciudad costera sin mar que está cerca de un mar sin playa. Entonces, en el espacio geográfico, la descripción –la falta de ella– se suspende por completo: no hay tiempo en la ciudad de Mirasol cuando cada día laboral es idéntico al anterior y al que sigue, sólo que la niña Bruna parece salirse del encadenamiento cada vez que cierra los ojos para dirigirse a un túnel –una caverna, una gruta– al que no sabe cómo llegar aunque lo haga siempre en la desesperación, a punto de ahogarse, sobrecogida también por la violencia con que su vecino –él junto a otros niños– la toman y la obligan a permanecer ahí como si hubiera sido condenada por su cuerpo de niña, por cerrar los ojos, por negarse a hablar. Por la omisión.
En el pasado indefinido de su voz, a su vez, la anciana quiere enseñarle a Bruna que el recuerdo de una vida –la suya, la de su marido–, de una serie de momentos cohesionados por la voluntad de unos cuerpos que no querían envejecer ni trabajar para la pervivencia de los otros, también es un ejercicio contra el encadenamiento de los días; la conversación, el cahuín, la historia mantienen a la anciana en un movimiento que la aleja de toda omisión y ambigüedad mientras hable: la localidad de Mirasol antaño era Kamapulafken –lafken significa mar y kamapu, su lejanía–, pues “antes el pueblo se llamaba como su paisaje de colinas alejándose del mar. A los dueños de las minas no les gustaba esta alusión y le cambiaron el nombre a Mirasol. Como si este nuevo nombre hubiese podido cambiar la oscuridad del cielo (…) Como si al decirlo se hubiesen las colinas tornado amarillas y volteado hacia un sol que no se acaba de asomar”.
Para evitar referirse al tiempo me gustaría escribir en una lengua antigua como el mapudungo de ese nombre anterior. Imaginaría así que en castellano –lengua moderna– buscamos tiempo como antes añorábamos un lugar –el mar–, y que en esta mezcla que hablo hoy lo primero es eliminar la añoranza, cambiar cualquier rastro de omisión para mencionar aquello que forma parte de nosotros, aquello que está presente y puede ser útil: el calor, la luz, el beneficio de la mediterraneidad. La novela alguna vez quiso ser también una afirmación que anotara positivamente, desarrollara y encadenara los hechos de los grandes hombres, hasta que nuestro sustrato melancólico la hizo contemporánea y chilena para tratar de decir en fragmentos tenues –también en violentas polifonías de mil páginas– eso que no se puede decir. Porque quien sólo quiere mantener los ojos abiertos cuando no hay más que el sol, el calor y las existencias tórridas de los que trabajan día y noche es posible que quede ciego, que hable demasiado y que escriba una historia de occidente en varios tomos hasta la madrugada, cuando se levante torpemente y, a tientas, pase a llevar la palmatoria que sostiene la vela. Su casa se incendiará, quedará con graves quemaduras que le impedirán contar anécdotas y la niña Bruna podrá entender así que esa anciana no es su madre, que nadie la podrá sustituir, que tendrá que crecer y construir un mundo en la ausencia.
NADAR A OSCURAS. Beatriz García-Huidobro. Lom Ediciones. Santiago, 2007.