LOS PODERES DEL NOMBRE
En medio de una pelea en un callejón, en los andenes del metro, disputándote una esquina en la literatura o la calle, los nombres y los epítetos son una provocación. Te apelan y te obligan a ubicarte en esa esquina que la palabra ha determinado para ti en el ring. A quienes se nos ha llamado por un nombre que no es el nuestro –qué más fácil que hacerlo con quienes mantienen una relación ambigua con la palabra–, responder es también subirse al carro de la provocación, de la violencia física y verbal. Hay libros que fijan ese escenario para que los lectores se suban, como si un guión que dictaminara los movimientos en el escenario estuviera caracterizado por la corriente subterránea pero determinante de la pelea de gallos. Escribir, entonces, sobre un libro como Los provincianos no es solo comentar y resumir la anécdota, sino que obliga a la lectora a subirse al ring, porque esa provocación del nombre y del epíteto es una disputa territorial por los cuerpos y los objetos. Aquí me la tomo como la pura posibilidad de producir y reproducir –tal vez incluso sacar de cuajo– esos modelos de sentido.
Quiénes son los provincianos. Bien podría la nouvelle de Daniel Alarcón empezar preguntando eso, pues a primera vista pareciera que nos vamos a encontrar con largas escenas que nos van a dar las claves para definir esa categoría. Ya las primeras líneas juegan con esa expectativa al proponernos un relato en primera persona, donde el desarrollo de la historia se compone de los equívocos y frustraciones por las cuales un actor frustrado representa, en el pueblo del padre, al hermano suyo que emigró a Estados Unidos. Los provincianos es más que un título; es la máquina de sentido que se echa a andar como espejo para cada uno de los personajes. En la tesis de Alarcón –si pudiéramos llamarla así, tesis, en este fragmento literario– la palabra metrópolis circula como un deseo, como el fracaso y fisura que constituye al sujeto periférico; indica, pues, cómo los personajes conviven con una mirada ajena sobre ellos mismos y sus alrededores. Esta operación de transformar un adjetivo en sustantivo –los provincianos– no carece, en sí, de violencia semántica: viaja desde “el lugar del nombre” para posarse sobre lo otro, hacerlo suyo y definirlo a través de rasgos bastante patéticos. La historia se abre con la muerte del tío abuelo y del viaje que emprende Nelson con su padre desde la capital hacia el pueblo. Puede ser leído, como indica la contratapa, como un viaje al origen, claro, pero es más definitivamente un viaje hacia las raíces de una cierta masculinidad impostada que aquí está descrita como definitoria de ese provincianismo. En ese viaje Nelson decide personificar al hermano exitoso en un escenario particular: el lugar donde creció su padre, el lugar del que el protagonista hereda la capacidad de nombrar(se) a través de las fantasías en torno a la metrópolis. ¿Está acaso, me pregunto, ese provincianismo que retrata Alarcón definido por un desplazamiento –un tanto perverso– del lugar del habla, ese “tomarse la palabra” que no les corresponde? ¿Es acaso pensar el imperio del decir y del acumular sin obstáculos –ese capitalismo que se experimenta como carencia en tantos rincones de los pueblos y capitales del sur– como suyos? Por lo menos para el narrador sí lo es: al llegar al pueblo, Nelson elude ser confundido con su hermano Francisco hasta que asume por completo, con placer, la autoridad que le infunde su doble para decir y provocar. Si en la capital se siente empequeñecido y feminizado por la sombra de Francisco, como habitante de estas tierras sureñas solo puede impostar su superioridad en el escenario aldeano. Y en el desarrollo de la historia esa tensión identitaria dentro del protagonista se replica en cada uno de los personajes en relación al poder de nombrar y al tamaño de la hombría. La historia de Los provincianos es una búsqueda no de las raíces territoriales, sino de una masculinidad capaz de suplir un poder –económico, profesional, sexual, lingüístico– inexistente, ineficaz, y que parece haberse perdido junto con la partida del hermano. Así, de la misma manera que la metrópolis está allá lejos (en un televisor, en Francisco, al otro lado de una visa), la masculinidad recorre esta narración como un deseo y una sombra tan potentes que produce la pulsión en el narrador de actuarla mediante profesiones y poderes que nunca ha ejercido.
Si la necesidad de nombrar y definir es lo que constituye el quid de esta nouvelle, no es casual que la escena central se presente en la forma de un guión dramatúrgico, donde cada diálogo está enmarcado por el nombre propio de quien lo profiere. Allí se desata el ring por quién tiene más razón, más plata y más llegada con las mujeres. Sin embargo, todo ello se puede desenvolver solo bajo formas dramáticas estereotípicas, de sitcom traducido a lo local, alrededor de la mesa de un bar. El gesto metadiscursivo está apuntalado por un televisor encendido que nos advierte a los lectores las corrientes emocionales de lo que sucede en la novela –una pelea, una escena de sexo, una escena de acción, etcétera. El guión parece sugerir que metrópolis y masculinidad no pueden más que encarnarse en la provincia mediante gestos que sublimen el deseo de los hombres por los hombres, del hijo por el padre, por la palabra, por el poder, en un escenario que juega a estar despojado de todo eso. Es un mundo al revés: no solo donde el hermano fracasado actúa de su hermano exitoso, sino por los inesperados canales del deseo por donde circula el estereotipo del macho latino. No es raro, entonces, que las únicas mujeres que aparecen estén determinadas por su sexualidad: la pareja que provoca a Nelson diciéndole por teléfono que tuvo sexo con un extraño, la dueña del bar que por su edad ha perdido su atractivo, y su hija, a quien la madre envidia por la juventud en plena explosión. Provocar, pero no a través de la palabra. Durante el guión los nombres indican meros desarrollos dramáticos en función de botellas y profesiones. En otro acto metadiscursivo, después de que la escena ha culminado con un beso entre Nelson y Celia, clímax asociado nuevamente a película gringa–«el varonil extranjero había dejado su huella. La chica bonita había reclamado lo que era suyo»–, el narrador reflexiona sobre cómo ha relatado la escena: «lo que importa nunca son las palabras, sino la forma en que se dicen» –cosa curiosa, sin duda, de leer en una novela, pero que debemos entender en asociación con las corrientes emocionales, los vendavales de deseo entre varones. Como espacio de construcción de la masculinidad, el narrador se lamenta tanto de que su «viejo se quedó en silencio toda la noche», como de que el nombre Celia no existe; no puede, en esa particular búsqueda de las raíces, existir: «He decidido llamarla Celia porque me parece una falta de respeto referirme a ella como la hija de la encargada del bar. Tan impersonal, tan anónimo. La hija de la encargada de un bar sabe a chicle y cigarrillos; mientras que la cálida lengua de Celia tenía sabor a rosas». El beso está sin duda dirigido a la audiencia en ese bar más que a la mujer misma. No por nada existe otra literatura fundada en el problema del nombrar y de aquellos que quedan excluidos por quien detenta la palabra; una literatura que se opone al cientificismo del CV, de la marca, del nombre y del apellido, del título, de la profesión, de las adivinanzas que se le dicen a un niño, donde todo cuerpo queda caracterizado por sus atributos, toda mujer queda caracterizada por el uniforme o por la falta de él. Nada de lo que hay aquí puede resultarme más ajeno, a menos que me calce también la impostura de las provocaciones.
En medio de una pelea en un callejón, en los andenes del metro, disputándote una esquina en la literatura o la calle, los nombres y los epítetos son una provocación. Te apelan y te obligan a ubicarte en esa esquina que la palabra ha determinado para ti en el ring. A quienes se nos ha llamado por un nombre que no es el nuestro –qué más fácil que hacerlo con quienes mantienen una relación ambigua con la palabra–, responder es también subirse al carro de la provocación, de la violencia física y verbal. Hay libros que fijan ese escenario para que los lectores se suban, como si un guión que dictaminara los movimientos en el escenario estuviera caracterizado por la corriente subterránea pero determinante de la pelea de gallos. Escribir, entonces, sobre un libro como Los provincianos no es solo comentar y resumir la anécdota, sino que obliga a la lectora a subirse al ring, porque esa provocación del nombre y del epíteto es una disputa territorial por los cuerpos y los objetos. Aquí me la tomo como la pura posibilidad de producir y reproducir –tal vez incluso sacar de cuajo– esos modelos de sentido.
Quiénes son los provincianos. Bien podría la nouvelle de Daniel Alarcón empezar preguntando eso, pues a primera vista pareciera que nos vamos a encontrar con largas escenas que nos van a dar las claves para definir esa categoría. Ya las primeras líneas juegan con esa expectativa al proponernos un relato en primera persona, donde el desarrollo de la historia se compone de los equívocos y frustraciones por las cuales un actor frustrado representa, en el pueblo del padre, al hermano suyo que emigró a Estados Unidos. Los provincianos es más que un título; es la máquina de sentido que se echa a andar como espejo para cada uno de los personajes. En la tesis de Alarcón –si pudiéramos llamarla así, tesis, en este fragmento literario– la palabra metrópolis circula como un deseo, como el fracaso y fisura que constituye al sujeto periférico; indica, pues, cómo los personajes conviven con una mirada ajena sobre ellos mismos y sus alrededores. Esta operación de transformar un adjetivo en sustantivo –los provincianos– no carece, en sí, de violencia semántica: viaja desde “el lugar del nombre” para posarse sobre lo otro, hacerlo suyo y definirlo a través de rasgos bastante patéticos. La historia se abre con la muerte del tío abuelo y del viaje que emprende Nelson con su padre desde la capital hacia el pueblo. Puede ser leído, como indica la contratapa, como un viaje al origen, claro, pero es más definitivamente un viaje hacia las raíces de una cierta masculinidad impostada que aquí está descrita como definitoria de ese provincianismo. En ese viaje Nelson decide personificar al hermano exitoso en un escenario particular: el lugar donde creció su padre, el lugar del que el protagonista hereda la capacidad de nombrar(se) a través de las fantasías en torno a la metrópolis. ¿Está acaso, me pregunto, ese provincianismo que retrata Alarcón definido por un desplazamiento –un tanto perverso– del lugar del habla, ese “tomarse la palabra” que no les corresponde? ¿Es acaso pensar el imperio del decir y del acumular sin obstáculos –ese capitalismo que se experimenta como carencia en tantos rincones de los pueblos y capitales del sur– como suyos? Por lo menos para el narrador sí lo es: al llegar al pueblo, Nelson elude ser confundido con su hermano Francisco hasta que asume por completo, con placer, la autoridad que le infunde su doble para decir y provocar. Si en la capital se siente empequeñecido y feminizado por la sombra de Francisco, como habitante de estas tierras sureñas solo puede impostar su superioridad en el escenario aldeano. Y en el desarrollo de la historia esa tensión identitaria dentro del protagonista se replica en cada uno de los personajes en relación al poder de nombrar y al tamaño de la hombría. La historia de Los provincianos es una búsqueda no de las raíces territoriales, sino de una masculinidad capaz de suplir un poder –económico, profesional, sexual, lingüístico– inexistente, ineficaz, y que parece haberse perdido junto con la partida del hermano. Así, de la misma manera que la metrópolis está allá lejos (en un televisor, en Francisco, al otro lado de una visa), la masculinidad recorre esta narración como un deseo y una sombra tan potentes que produce la pulsión en el narrador de actuarla mediante profesiones y poderes que nunca ha ejercido.
Si la necesidad de nombrar y definir es lo que constituye el quid de esta nouvelle, no es casual que la escena central se presente en la forma de un guión dramatúrgico, donde cada diálogo está enmarcado por el nombre propio de quien lo profiere. Allí se desata el ring por quién tiene más razón, más plata y más llegada con las mujeres. Sin embargo, todo ello se puede desenvolver solo bajo formas dramáticas estereotípicas, de sitcom traducido a lo local, alrededor de la mesa de un bar. El gesto metadiscursivo está apuntalado por un televisor encendido que nos advierte a los lectores las corrientes emocionales de lo que sucede en la novela –una pelea, una escena de sexo, una escena de acción, etcétera. El guión parece sugerir que metrópolis y masculinidad no pueden más que encarnarse en la provincia mediante gestos que sublimen el deseo de los hombres por los hombres, del hijo por el padre, por la palabra, por el poder, en un escenario que juega a estar despojado de todo eso. Es un mundo al revés: no solo donde el hermano fracasado actúa de su hermano exitoso, sino por los inesperados canales del deseo por donde circula el estereotipo del macho latino. No es raro, entonces, que las únicas mujeres que aparecen estén determinadas por su sexualidad: la pareja que provoca a Nelson diciéndole por teléfono que tuvo sexo con un extraño, la dueña del bar que por su edad ha perdido su atractivo, y su hija, a quien la madre envidia por la juventud en plena explosión. Provocar, pero no a través de la palabra. Durante el guión los nombres indican meros desarrollos dramáticos en función de botellas y profesiones. En otro acto metadiscursivo, después de que la escena ha culminado con un beso entre Nelson y Celia, clímax asociado nuevamente a película gringa–«el varonil extranjero había dejado su huella. La chica bonita había reclamado lo que era suyo»–, el narrador reflexiona sobre cómo ha relatado la escena: «lo que importa nunca son las palabras, sino la forma en que se dicen» –cosa curiosa, sin duda, de leer en una novela, pero que debemos entender en asociación con las corrientes emocionales, los vendavales de deseo entre varones. Como espacio de construcción de la masculinidad, el narrador se lamenta tanto de que su «viejo se quedó en silencio toda la noche», como de que el nombre Celia no existe; no puede, en esa particular búsqueda de las raíces, existir: «He decidido llamarla Celia porque me parece una falta de respeto referirme a ella como la hija de la encargada del bar. Tan impersonal, tan anónimo. La hija de la encargada de un bar sabe a chicle y cigarrillos; mientras que la cálida lengua de Celia tenía sabor a rosas». El beso está sin duda dirigido a la audiencia en ese bar más que a la mujer misma. No por nada existe otra literatura fundada en el problema del nombrar y de aquellos que quedan excluidos por quien detenta la palabra; una literatura que se opone al cientificismo del CV, de la marca, del nombre y del apellido, del título, de la profesión, de las adivinanzas que se le dicen a un niño, donde todo cuerpo queda caracterizado por sus atributos, toda mujer queda caracterizada por el uniforme o por la falta de él. Nada de lo que hay aquí puede resultarme más ajeno, a menos que me calce también la impostura de las provocaciones.
Los provincianos. Daniel Alarcón. Editorial Solar. Lima, 2013.