Lectura poética de Mapocho Sputnik

PARA LO CUAL LLENAN DE PALABRAS UN LUGAR

 

mapocho_sputnikAcostumbrado como estoy a la breve o prolongada permanencia del producto cultural mediatizado, como lo son los libros, las películas o internet, me fue singular la experiencia de asistir a una lectura de poesía con el ánimo de comentarla en este espacio. De partida, debo ser evidente y llamar la atención sobre el hecho de que la práctica de escuchar poesía excede los terrenos tan asibles de la crítica literaria tal como la conozco, para asomarse a los territorios de la crítica de espectáculos. Sentado ahí en la Sala de la FECH, cuyos vidrios dan en pleno a la acera de la Alameda, no pude evitar perder muchos poemas por el asedio del ruido de las micros, el humo de los cigarros, las toses, el frío. Hay que recordar, entonces, esos principios según los cuales la música contemporánea integra el público y sus ruidos a la partitura para perdonarme que sólo me pueda referir a algunos versos, a aquellos que poseían la necesaria intensidad o sordina para permanecer. Pido al atento lector que complete esta perífrasis con su propia lectura de los poetas citados.

        La sesión, organizada por el colectivo Mapocho Sputnik, se concentró en la lectura de siete poetas jóvenes publicados por Ediciones del Temple. Casi todos se conocían -como es costumbre, sólo los poetas asisten a las lecturas de poesía- debido a lo cual las fórmulas de presentación escasearon y no fue fácil entender cuál era el programa de las lecturas. Una escuálida presentación anunció la falta de demora -sobre sus textos y sobre sí mismos- que pesaría sobre todos los poetas: "queremos llenar de palabras este lugar".

        Gustavo Barrera leyó de su libro Especies. Leyó fría y narrativamente, sin recitar, buscando que las imágenes se sucedieran para el público sin versos ni estrofas. El efecto acumulativo apuntaba a un afán ensayístico sobre la identidad cultural, incluyendo inevitables presunciones de género: "al fin pude sentirme mujer". La mezcla de registros, oscilante entre el policial, la televisión y Teodoro Adorno, contribuyó al efecto de ansiedad teórica de su lectura.

        En un contraste marcado, le siguió Matías Cociña. Al comienzo leyó dos poemas ajenos, y luego se abocó a los propios, transitando entre el recitado consciente de la rítmica interna de sus versos y la lectura habituada anterior. Utilizó con habilidad el énfasis de las pausas y de los tonos de su voz para secundar el ánimo intimista de sus poemas. Para contribuir a los tonos menores se dio tiempo de respirar cotidianamente, y así alguna imagen sobresalió, como aquella "tormenta de cuervos que no dejaba ver el cielo". Estuvo bien que no cayera en la franca recitación, de modo que la sonoridad de los versos siguió transparente, en beneficio del énfasis visual de sus imágenes. El claroscuro fotográfico buscado, eso sí, tendió a diluirse en el discurso amoroso final, que llevó la práctica de la lectura a su enunciado: su amada "contiene toda la imagen".

        El turno siguiente comenzó con Alejandra González. Con el micrófono en la mano, buscó una actitud de lectura cotidiana, rozando incluso la desconcentración. Su pasividad de lectora cobra interés frente a la violencia de los poemas extraídos de su libro La enfermedad del dolor, título que resume con redundancia su poética de patología. Puso en voz alta tantos símiles de heridas infectas, cortes, manos demasiado blancas y otras interioridades fisiológicas, como subjetivas y morales, que la declaración "no quiero una vida sin cicatrices" se durmió en un "cansancio con todo el cansancio posible".

        A continuación, Héctor Hernández demostró experiencia en salas de poesía. Sin embargo, poseer habilidad histriónica natural y saber cuándo mirar al público no basta para que se separe de una vez la sombra de personalidad literaria y el texto sea el que adquiera notoriedad. Su repetición de discursos contraculturales que se aprovechan de nuestras anacronías idiosincráticas capitaliza en formas demasiado fáciles los efectos de sus imágenes. De entrada un guiño hacia el público, agradeciendo nuestro ocio, y de inmediato se lanzó con La Manicomia Divina, La Santa Mapuche Borracha y otros fragmentos paródicos de brocha gorda. Hasta el último momento esperé un verso que se escapara de la estrategia de enfrentar un cliché con otro cliché, pero sólo encontré una promesa de creacionismo: "el Océano Pacífico está allá arriba".

        El tercer turno lo comenzó Marcelo Guajardo. Las disculpas iniciales por su tartamudeo mostraron, a la postre, una desmedida conciencia del acto de leer que se agradece. La lectura muy enfática y enervada se extendió a la necesidad de que las condiciones de difusión se enfrentaran al acto autorreferente de escribir poesía. En este aspecto, sus poemas fueron los más inteligentes de la noche, porque si por un lado se escuchaban compuestos para comunicar, por otro se apreciaban desafiantes al lector en su estructura. El poema "Peticiones", basado en una interesante combinatoria lúdica que recuerda a algunas mnemotécnicas y otras canciones tradicionales, se potenció por la economía y recursividad de las imágenes, aunque su registro de cultura pop disminuyera el alcance de su recepción.

        Federico Eisner se destacó por una lectura reposada y asertiva que cambió la atmósfera de la sala. El énfasis de los poemas logró salir de la voz particular y, por única vez, independizar el texto de quien lo leía. Se nota un oficio y una actitud cultural diferente de la típica lectura de poesía de los sesenta que se ha instituido -posiblemente son resonancias de su voz rioplatense. Destacó su énfasis en el estado de ánimo de los poemas, que respondieron con una progresión testimonial que se paseó desde el registro agresivo de la sátira a los silencios láricos del barrio. Me conmovió la pregunta del poema final sobre el sentido último del paradigma liberador desde el cual buscan todos estos poetas, "nos hemos reído de todos los misterios /[…] pero temo que algún día nos topemos con tanta belleza que no sepamos reconocerla".

        El último del grupo fue Rafael Rubio. Escrupuloso y dedicado en la lectura, tuvo la rara virtud de hacernos oír que estamos frente a versos, a palabras y a sonidos, sobre todo por el hábito de la aliteración y el uso de alguna estrofa tradicional. Planteó su intervención como campo de pruebas y no leyó sus poemas conocidos. Experimentar en público pudo haber sido interesante si hubiera, en efecto, cuestionado sus premisas poéticas. Pero sólo ofreció reescrituras irónicas de su motivo bucólico desde modelos ajenos, como las premisas de Juan Luis Martínez y las cartas de Trakl y Baudelaire. En otro poema apuntó a esta imposibilidad de salir del registro: "no habrá tiempo para la impostación".

 

 

 


Sesión de lecturas de poesía Mapocho Sputnik. Viernes 29 de junio de 2002, 19:41 horas. Sala FECH, Alameda 341, Santiago.