LAS SOMBRAS DE LISANDRO, de Rodrigo Soto

A COSTA DE UN LÍMITE IMAGINARIO

Nuestros días convulsos son la sombra de otros días convulsos, nunca de los días luminosos. Nuestros días luminosos serán opacados por la noche que nos deja atrás. Si una persona, una pareja, una comunidad alcanza la prosperidad, será a costa de otra persona, de otra pareja, de otra comunidad que crece a sus espaldas con su propio despojamiento. Y esa certeza ensombrecerá cualquier brillo futuro. Ahora mismo no queda en el mundo un lugar intocado por la sombra del saqueo con que diez reyes europeos, sus cincuenta gobiernos y su millón de mercenarios durante mil años han asolado cada océano, valle, desierto, selva y montaña. ¿O es posible mirar el sol sin pestañear? Si sólo quien sabe cerrar los párpados se planta ante la Puerta de Sombras que Job pide a su Dios que le muestre, entonces sólo es posible escribir justamente a la sombra de algo. Si entonces queremos hablarle a la sombra cuando escribimos, cuando conversamos, cuando simulamos que no leemos ahora nuestro reflejo en una pantalla blanca, cuando bajamos la vista hacia el aparato, cuando nos quedamos en silencio durante la noche frente a la opacidad del sueño, ¿nos dirigimos a esa proyección que el propio cuerpo crea ante la luz, o a su ausencia? ¿Nos dirigimos a lo que sabemos que diríamos si no se nos interpusiera este castellano impuesto, o a la indefinición que se cierne sobre nuestra pupila cuando empezamos a dormirnos de nuevo, justo en el momento que empezaba a definirse algún borde? Anoto esto a la hora sin sombra, con la esperanza de que pueda argumentar claramente cuál refracción de Las sombras de Lisandro, la novela de Rodrigo Soto, cae en mi propia lectura inclinada; podría improvisar un Teatro de Sombras de tres líneas con la anécdota de sus páginas para que luego se haga comprensible, lineal, evidente que Chile limita al norte con Costa Rica como Costa Rica limita al sur con Chile, y ambos al este con Japón y al oeste con Suiza: en San José, una flaubertiana muchacha se pierde a sí misma cuando queda embarazada de un molieresco dramaturgo santiaguino que se encuentra de paso; años más tarde, el calderoniano hijo sin padre conocido descubre la verdad de su origen en una novela del dramaturgo titulada Las sombras y decide hacer justicia por su propia mano. El melodrama ofrece un revés asombroso -asombrosamente convencional- para el recurso de la novela dentro de la novela; si una sería la sombra de la otra en su homonimia –pierde o gana su título la contingencia que otorga el nombre del personaje conflictivo–, la abstracción narrativa amenaza con borronear cualquier marca de etnia, género, clase y nacionalidad en esos personajes que trastornan el orden aparentemente apacible de las prósperas familias de una ciudad tan provinciana como cualquier otra que reclame ser capital de algo; en su ausencia de frase adjetiva, el libro de Lisandro se vuelve no ya un documento globalizado, genérico, serialno ya una novela–, sino un montón de historias acaso tan inofensivas como las que leía Madame Bovary, sombra también de la Elena Molina de estas páginas. Rodrigo Soto el autor de Las sombras de Lisandro aparece acá como el protagonista de Las sombras sólo si Lisandro Silva el autor ficticio de Las sombras es proyectado ahí como el protagonista, el punto crítico de Las sombras de Lisandro. La reflexión metanarrativa que queda pendiente en el rápido montaje de estos capítulos, en su corte constante y su polifonía apurada, es que no hay forma de entender un acto de sangre la violencia sexual, el matonaje cotidiano, la bastardía, el parricidio, la aniquilación de lo diferente sin la sociedad que lo contiene, lo oculta, lo posibilita y se obsesiona con sugerirlo en sus fábulas. No hay otra lógica general para la narrativa latinoamericana que la alusión recursiva y elusiva a ese primer trauma que nos tiene pensando que vivimos en un mismo continente llamado América, leyendo libros, escuchando música envasada, escribiendo crítica literaria, discutiendo leyes, hablando ya no castellano, sino español, confundidos. En la novela que está dentro de esta novela, el estudiante tico Rodrigo Soto se enamora de la estudiante chilena Pilar Yáñez, embarazada no se sabe si de él o de otro compañero; en la novela que está afuera de esta novela, a partir de 1973 se exilian en Costa Rica centenares de intelectuales y artistas chilenos que fundan la Universidad Nacional y el Teatro del Ángel, entre otras instituciones; acaso sea cierto que el campo cultural del San José de hoy fue engendrado por el campo cultural del Santiago de los sesenta, que Chile y su atroz violencia cotidiana reprimida en melancolía y pragmatismo son sólo una sombra de la alegría cotidiana reprimida en desidia y disimulo cada día en Costa Rica; que lo digan Alejandro Sieveking, Bélgica Castro, José Donoso Yáñez y Tatiana Lobo, novelista tan relevante para Heredia y Talamanca como desconocida para Santiago y su natal Puerto Montt; que lo diga la gente de Puntarenas y de Punta Arenas; que lo pueda decir yo, cuando para mis momentos iluminadores me figuro una playa de Limón o de Guanacaste, no del Litoral Central ni del Norte Grande. Uno no se deshace de su sombra ni es capaz de obviar esa alteridad que se desprende de uno: cierto muchacho centroamericano trágico y solitario logra matar a su desconocido padre, que parece provenir de una Sudamérica europeizante, traidora y mundana; lo hace en el mismo momento que cierto hombre chileno por fin ha logrado escribir sobre el desconocido hijo que podría haber tenido en esas tierras cálidas y lluviosas que lo acogieron efusivamente. La clave de lectura de los habituales malabarismos narrativos está en las páginas vacías que impiden cualquier encuentro, fusión y disolución entre quien narra y quien lee: en su mutuo desconocimiento. Soto, en cambio, propone un ejercicio de imaginación geopolítica para sobrepasar las determinaciones materialistas de los mapas que nos sigue heredando esa disciplina añeja que es la cartografía, para posibilitar el atisbo de otras nociones de identidad nacional ese oxímoron por el cual nos desvivimos en la correspondencia entre ciertos cuerpos marcados y sus sombras más distantes, más deformes. Ese espanto social que impone militarmente una jerarquía autoritaria por doscientos años con el arbitrario nombre de Chile es nada más que la sombra, la pesadilla, la contrafábula de un pueblo que se salva el pellejo en 1950, cuando deroga su ejército y se gana así el derecho a decirle a su Costa Rica. 



 

Las sombras de Lisandro. Rodrigo Soto. Editorial Universidad Estatal a Distancia. San José, 2011.