EL ESPÍRITU DESTRUCTIVO Y UN ESPÍRITU
Alguna vez, cuando he levantado la cabeza en medio de la experiencia de mayor concentración entre algunas páginas para darme cuenta por un instante de la comodidad, de la compañía, del encierro, del refugio que significa leer hoy y –acaso– en cualquiera de los tiempos peligrosos de esa intemperie que significa el pasado, ese efecto de mi propio cuerpo se traslada a la misma fragilidad material del libro que me hizo olvidarme: el agua disuelve y el fuego quema cualquier escritura. El papel no soporta la manifestación del espíritu de la vida ni del ángel de la muerte; sin embargo, todo libro busca ese principio y ese final en homenaje a los árboles que fueron cortados para que se imprimieran. Sólo somos intermediarios del fuego y del agua –del riego y del incendio– en el papel, me olvido de eso si no leo concentrado cuando nos dicen que los libros sirven sólo en los anaqueles de las grandes bibliotecas, que son una propiedad lujosa de quien pueda pagar la inutilidad, si no un simple respaldo físico –un anacronismo– de toda la información que tendríamos disponible en nuestras habitaciones perfectamente aisladas de cualquier inclemencia, y de los cuerpos sudorosos de los otros animales.
Es cierto que el libro y la vida moderna comparten el mismo proceso de formación histórica, que necesitan el uno del otro para existir. Entonces por qué el libro –la capacidad crítica que crea en el lector– entraña la destrucción de la cotidianidad urbana, y por qué se nos insta a ver, pestañear y mirar siempre para otro lado en vez de mantenernos varios días, meses, suspendidos entre las mismas páginas, escuchando diversas voces ordenadas por la linealidad de un discurso coherente, recuperando así un solo relato y al mismo tiempo antiguas oralidades colectivas que, ante lo incomprensible, posibilitaban de común acuerdo el silencio. Entre el libro y la vida moderna hay una paradójica dependencia que aparentemente no tiene solución; pero los arcaicos djinns estaban enterrados dentro de botellas en el desierto, algunos sedientos desesperados veían agua ahí dentro y, por sacar al genio de su prisión, causaban una tormenta terrible, se les confería tal sapiencia que gobernaban a los pueblos o conseguían inmediatas riquezas que se iban a desvanecer en cuestión de horas. Otra figura de esta dependencia es la relación necesaria que ha de haber entre Próspero, Ariel y Calibán en La tempestad, de William Shakespeare, a la que Grínor Rojo acude en sus ensayos reunidos en Las armas de las letras –igual que antes José Enrique Rodó o Roberto Fernández Retamar– para hablar de la paradójica situación de quienes hoy, en Chile y otros países de habla castellana de este continente, escriben libros, los leen, se concentran en ellos y hablan: los intelectuales. En nuestro tiempo, señala el ensayista en su prólogo, hemos olvidado que Próspero –la razón– se debió aliar con Ariel –el espíritu– para derrotar a Calibán –la muerte–, y estos términos están tan enterrados como el agua subterránea de un lejano desierto calcinante para académicos que se han vuelto especialistas en leer sus libros como si fueran mera información que debe traspasarse de una a otra celda sofisticada, sellada al vacío, donde nada orgánico puede reclamar de hambre, de sed, de que algo duele o que hace cada vez más calor.
A primera vista la propuesta inicial de Rojo –recuperar la discusión de Rodó y Fernández Retamar en torno a la razón, el espíritu y la muerte– se diluye a medida que avanza el libro, y pareciera que otro fuera el motivo que guía la argumentación: un alegato nostálgico ante la pérdida de influencia de las humanidades, la capacidad crítica y la educación ilustrada entre nosotros. Pero una mayor concentración en la lectura hace descubrir que justamente el énfasis en los tópicos es una trampa puesta ahí –al fondo– para que ese tan próspero lector de ensayos al que uno representa, acostumbrado a desenvolverse temáticamente en las discusiones para refutar con comodidad hipótesis y desarrollos desde una particular parcela de especialización, levante la cabeza y descubra la fragilidad del libro que tiene entre manos, la fragilidad de sus manos. El neoarielismo de estas páginas se expresa no en una minuciosa investigación, sino en un trabajo literario, creativo, de deliberación en la superficie verbal: en cada ensayo, Rojo adopta alternativamente el estilo discursivo –para escuchar, distinguir y responder la manera en que hablan el mundo– de distintos tipos de intelectuales de nuestro tiempo: cuando se ocupa de la educación en Chile, imita la forma de análisis de los informes de Brunner y los expertos cepalinos; cuando se refiere a las dimensiones psicoanalíticas y emocionales que adquiere la lectura de Luis Oyarzún de algunos libros de Gabriela Mistral, no evita la arielidad del relato íntimo; cuando recorre la genealogía de nombres que ha tenido América –o, mejor dicho, este lugar donde vivimos que nunca ha podido ser nombrado más allá del presente–, el registro se hace arrollador, se suceden las metamorfosis, las contradicciones y las violencias quedan manifiestas en una feroz advertencia final, apenas murmurada como si la pronunciara una nueva imagen de Calibán. Quizá los ensayos más expresivos de esta nueva arielidad, los textos que en su manera de decir entrañan una pregunta sobre cuál es el espíritu de nuestros tiempos y lugares, sobre si podría deducirse entre tanta variedad una constante que no fuera la situación material que nos permite leer concentradamente este libro, o sobre si se trata sólo de una trascendencia en el presente a través de la suma de individualidades que hay en la palabra nación –sin formularla directamente, como la duda espiritual más profunda no se evidencia en ningún texto sagrado–, sean aquellos donde Rojo ajusta cuentas con libros emblemáticos de Octavio Paz y Jean Franco, poniendo en evidencia la multitud de contradicciones a partir de las cuales estos intelectuales “amasaron una greda teórica inestable”, detrás de la cual se confunde una idea de personalidad, un personaje –el intelectual– que se adapta a las distintas peripecias de su relato sólo con un nombre que quiere trascender aunque no sepa cómo denominar ese futuro que lo venerará, en vez de razonar en la lectura, en la escritura de su libro un ensayo contra la inevitable destrucción suya y de los otros.
Es que la única arma de las letras es la posibilidad de que las personas se concentren en los mismos libros y, leyendo, escuchen: un libro se expone al agua y al fuego –al espíritu más purificador, al demonio mortal, a la medianía de un mundo próspero– para evitar que sea el cuerpo de quien lee lo que se sumerja, se encienda y quede marcado definitivamente en vano.
Las armas de las letras. Ensayos neoarielistas. Grínor Rojo. Lom Ediciones. Santiago, 2008.