LADY SUSAN, de Jane Austen

PÁGINAS DONDE NO PASA GRAN COSA

 

Es posible creer que a las mujeres nos educan estableciendo sueños y deseos de romance, tal como a los hombres les inculcan valores como la fuerza y la competencia. El éxito para las mujeres es distinto y funciona en ámbitos muy diferentes, tanto que con dificultad un hombre educado bajo una formación masculina heterosexual –hecha para fijarse en ciertas cosas y dejar de lado otras– pueda ver la información que corre tras el cruce de miradas entre dos mujeres, los ojos que recorren un vestido desde sus pies hasta la punta de su cabeza, o ciertas frases aparentemente dichas al pasar pero cargadas de sentido para quien pueda escucharlas, gestos que apenas se pueden percibir fuera del decoro adecuado para cada época. Por esto no me parece algo raro encontrar en el “Posfacio” de la novela Lady Susan un comentario que haga alusión a esta situación: “En sus libros [de Jane Austen] no pasa gran cosa”. Podríamos perdonarle una falta de miras como esta a un escritor tan acostumbrado a la ahora ubicua narración de la industria del cine donde siempre debe “pasar algo”: una muerte, una violación, la imagen de cómo se abren los cuerpos en una autopsia, un coito, un terremoto, una invasión extraterrestre, la explosión del sol, el Apocalipsis, en fin, cualquier acción que sea objetiva y corroborable por la anónima comunidad de espectadores. Y sin duda también podemos perdonar al prologuista por reproducir una frase sin sentido como esa, sólo porque le ayudaba a argumentar que Jane Austen obtuvo el favor del parnaso de escritores sin que ella buscara esto.

        No sé si todas las mujeres crecimos con sueños de romance en la cabeza. Nos quieren hacer creer que son muchas las que sí, y eso parece cuando escucho suspiros femeninos y nerviosas risas masculinas mientras reviso con mis alumnos los guiones de las películas clásicas de Disney, donde la “gran cosa”, la batalla, es el marco para la historia de amor. Así aquella joven bien dotada, próxima a ser princesa, no es la protagonista de las historia que lleva su nombre, sino que sólo es el objeto de deseo que hace mover esa “gran cosa”. La princesa, en estos casos, podría bien ser un diamante, un maletín, un montón de dinero, un trofeo o lo que los manuales de guión llaman un MacGuffin; y, si sólo moviéramos un milímetro los esquemas morales de los protagonistas, éstos se transformarían de príncipes a mafiosos, ladrones, matones, luchadores, soldados. Difícilmente las niñas –aludo a mi experiencia– encuentran en las figuras de las princesas algún tipo de identificación, especialmente cuando salta a la vista que los hombres no son –salvo hermosas excepciones– valientes y guapos, sino más bien brutos y estúpidos. Y que las mujeres también van al baño, no sólo a retocarse la nariz; que el mundo está lleno de detalles frustrantes y dolorosos, de cuyas consecuencias nadie va intentar salvarnos.

        La fascinación por la escritura de Jane Austen hoy sólo puede venir –en mi opinión– tardíamente: una vez que se haya conocido el amor, ese que toma tiempo y hace sentir bien, una vez que se ha dejado atrás la adolescencia deseosa a la vez que asqueada del romanticismo de película, una vez que uno ya se hartó de luchar contra esos modelos que parecen tan falsos como el feminismo de los sesenta. También se disfruta más el tono irónico de su narración, de sus diálogos, y cómo produce a sus personajes con ciertos rasgos de personalidad muy marcados en detrimento de otros. Además, las historias de Austen bien podrían verse bajo una matriz sociohistórica: es una de las primeras autoras modernas occidentales en meterse dentro de la cabeza de una mujer, en una sociedad donde las señoritas no podían pedir nada más que la cuna en la que nacían y la alianza marital que alcanzaban, donde el trabajo les estaba vedado por degradante, donde la aristocracia europea estaba fundiéndose con la burguesía y donde quedan resabios de esa contención en el tacto y en ese decoro de la palabra que en el siglo XXI nos parece tan ajenos. Si incluso eso no capta la atención del lector, aún éste puede engatusarse con el entramado de situaciones y con el padecimiento amoroso que siempre termina bien para los buenos y mal para los malos, descritos en un lenguaje literario envolvente y chispeante.
        Jane Austen convierte a las mujeres en heroínas, dignas de algo más que la belleza y el buen cantar –los dos dones que las hadas le dan a Aurora en La bella durmiente de Disney–, y quienes –por el contrario– muestran cómo padecen las situaciones a las que son obligadas. Asimismo, sus heroínas no son mujeres desprotegidas como Blanca Nieves o Cenicienta, que dependen de los otros para que sus historias se muevan, sino que mujeres raras, un poco masculinas. Se trata de la mujer que contra toda convención toma decisiones, y que puede padecer, actuar en forma independiente para adquirir así una nueva forma de atractivo. De ahí en adelante la escritura de Jane Austen es reproducida en toda la entretención vinculada a mujeres, abarcando una serie de animación japonesa como Candy Candy –que se adentra en la intimidad de una niña huérfana y soñadora, pero fuerte, alegre e iracunda– hasta la novela y película británica El diario de Bridget Jones, que toma al pie de la letra el argumento de Orgullo y prejuicio con el objetivo de actualizarlo, aunque sin éxito y mucha fanfarria.

        Lady Susan, a diferencia de aquellas obras de Jane Austen que han sido llevadas al cine y la televisión, es una novela epistolar. Su protagonista no es bondadosa –en las novelas de Austen casi nunca lo son–, sino una mujer engatusadora, coqueta, cruel y jueguetona, una que hoy tal vez llamaríamos la femme fatale, un poco más suavizada que la marquesa de Merteuil que Choderlos de Laclos hace relatar Las relaciones peligrosas, aunque igualmente castigada por el desfase ético de su apariencia –bella y discreta– con sus verdaderas y venenosas intenciones. Los espacios y los tiempos de la novela se distribuyen entre la larga rutina de las mujeres de alta sociedad en el campo, cuyo único pasatiempo era recibir visitas, bordar, pasear, leer y educarse en el conocimiento del francés y del piano, con los momentos de esparcimiento donde podían participar los hombres, que nunca aparecen realizando las negociaciones propias de quienes gestaban la Revolución Industrial. A diferencia de sus coetáneas, Lady Susan prefiere tejer intrigas y usar sus encantos, competir con las mujeres, manipular para conseguir algunos objetivos tan vagos como aplacar el aburrimiento al que estaban confinadas las mujeres de la burguesía y aristocracia inglesa de esos siglos.
        Las relaciones peligrosas había sido publicado en 1782, poco más de treinta años antes de que Austen escribiera Lady Susan, la única novela que narró casi enteramente a través de cartas. Esta estrategia comunicativa es un especie de magnavisión del sistema que se entreteje en las páginas de la novela, pues es allí donde se manifiesta el ámbito de confinación de la mujer como un sofisticado y civilizado código que garantizaba la privacidad necesaria para dar rienda suelta a las intimidades y pelambres, nombre que se otorga en el espacio femenino –ese lugar donde “no pasa gran cosa”– a la información. Sin duda que ese código en Lady Susan es la intriga, ese ingrediente que no puede faltar en todo melodrama, pero que Austen aprovecha de trasladar –a partir de la subjetividad del personaje– a una mirada abarcadora de la composición de todo grupo humano, a aquellos hilos que fácilmente pueden pasar desapercibidos porque carecen de la aprendida hombría de la gran cosa.

 


Lady Susan. Jane Austen. La Compañía de los Libros. Buenos Aires, 2007.