La propaganda del olvido

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Hace un tiempo vi una entrevista en video a César Aira en que mencionaba dos estrategias narrativas que él solía evitar. La primera era la voz en primera persona, ya que despojaba a la narración de una distancia necesaria. La segunda era escribir en tiempo presente, influencia, creía él, de la inmediatez del lenguaje audiovisual. Aira hablaba con su habitual tono de malulo de barrio, tono reforzado por su vestir con pantalones cortos y zapatillas. Daba la impresión de que en cualquier momento le sacaría la silla a alguien a punto de sentarse.

Me acordé de esa entrevista pues acabo de terminar su Un episodio en la vida del pintor viajero, en que narra la estancia de Rugendas en Chile y Argentina. Sin nunca haber sido un entusiasta de su obra, desde hace unas semanas vengo pensando en el buen personaje que es Aira, y que más interesante que sus novelas sería un libro sobre Aira. Tal vez la sorprendente influencia que ha alcanzado en las nuevas generaciones de escritores argentinos se explique menos por su obra que por él como personaje, un erudito que no se toma demasiado en serio la literatura, un ex estudioso al que sólo le interesa crear. Con su costumbre de escribir improvisando y sin apenas corregir, la figura de Aira evoca a la divorciada de mediana edad que le dedicó mucho tiempo al matrimonio y a los hijos, y ahora sólo le interesa vivir.

Recuerdo otra entrevista, de hace unos diez o quince años –entrevista que recorté, guardé y luego perdí–, en que Aira se definía como «un propagandista del olvido» y acto seguido se preguntaba por qué en Latinoamérica se percibía eso como una aprobación implícita a las dictaduras militares. En su caso, para un tipo que poco después de los treinta años completó un Diccionario de autores latinoamericanos de 640 páginas, quizás el olvido no sólo sea un modo de reinstaurar el juego y la memoria individual, caprichosa, sino también de evitar la condena de «Funes, el memorioso»: volverse loco.

El libro sobre Aira que propongo también podría ser de ficción, y así como en su El congreso de literatura unos estudiantes clonan en el subterráneo de una universidad a Carlos Fuentes para dominar el mundo, se podría imaginar a unos estudiantes que clonan a Aira para escribir muchos libros o para que los ayude a aumentar la producción de su editorial. Al final, por supuesto, los estudiantes caen víctimas de las elucubraciones del clonado.

La idea del olvido es interesante, y también provocadora, si se la contrasta con aquella que señala que «los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla», frase de otro argentino que se repite mucho en ciertos círculos, pero que nadie se ha ocupado de comprobar. La valoración del olvido por parte de Aira puede ser un sano intento de librarse de la literatura como memoria colectiva o mero ejercicio de historiografía, y sugiere que una obra artística es a veces una nueva memoria, una más auténtica y menos múltiple.

Escribiendo, como él mismo dice, una página diaria en su método de escritura automática, el catálogo de Aira se remonta ya a los noventa libros. Para el interesado en estudiar su obra esta cantidad podrá parecer abrumadora, e irá en su rescate el chiste liberador: sólo Aira ha leído todos sus libros. Luego, quizás en medio de la investigación, caerá la comprobación maciza e ineludible de que éste nunca ha mencionado que su método incluya el leerlos.